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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (51 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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Acababa de romperle la cara un hombre en televisión nacional, ¿y por qué? ¿Para ser grande a los ojos de los demás? ¿Para ser un intérprete cuyos méritos se miden solo por el afecto de alguien más? Micah no era idiota; podía unir perfectamente las líneas que llevaban del chico nervioso con el Gran Santini como padre al veleta hambriento de amor en que se había convertido. En otras palabras, ¿era un gran luchador, o solo un luchador necesitado?

Poco después, recibió una llamada de la revista
Karate
. Los
rankings
de fin de año estaban a punto de aparecer, le dijo el periodista, y la inesperada victoria del Cowboy Gitano lo había catapultado al puesto cinco de los pesos ligero-completos de
kickboxing
de Estados Unidos. La carrera del Cowboy estaba a punto de subir como la espuma. En cuanto
Karate
llegara a los kioskos y las ofertas empezaran a llover, tendría muchísimas oportunidades muy bien remuneradas para descubrir si amaba luchar o si luchaba para ser amado.

“Lo siento —le dijo Micah al periodista—. Pero acabo de decidir que me retiro”.

Hacer desaparecer al Cowboy Gitano fue aún más fácil que prescindir de Mike Hickman. Todo lo que no podía cargar encima quedaba descartado. Desconectó el teléfono, abandonó el departamento. Su camioneta Chevy del 69 se convirtió en su único hogar. Por las noches, dormía en una bolsa de dormir en la parte trasera. Durante el día, ganaba algo de dinero cortando césped y haciendo mudanzas. Entre medias, corría. Si no podía tener a Melinda, lo único que le quedaba era el agotamiento.

—Me levantaba a las cuatro y media de la madrugada, corría veinte millas, y era una cosa hermosa —dijo Micah—. Luego trabajaba todo el día y quería sentirme nuevamente de esa forma, así que llegaba a casa, bebía una cerveza, comía unos frijoles y volvía a correr.

No tenía idea de si corría rápido o lento, si era talentoso o un desastre, hasta que un fin de semana del verano de 1986 condujo hasta Laramie, Wyoming, para hacer un intento en la Doble Maratón de las Montañas Rocosas. Sorprendió a todos, incluso a sí mismo, cuando ganó en seis horas y doce minutos, liquidando dos maratones seguidas en poco más de tres horas cada una. Correr ultramaratones, descubrió, era aún más duro que las peleas profesionales. En el cuadrilátero, es el otro luchador el que determina la magnitud del golpe, pero en la pista, eres tú mismo el que te maltratas. Para un tipo que deseaba aporrearse hasta la inconsciencia, las carreras extremas podían resultar un deporte tremendamente atractivo.

“Quizá podría hacerme profesional, si pudiera superar estas molestas lesiones…”. Este pensamiento atravesaba la mente de Micah mientras bajaba en su bicicleta por una calle empinada de Boulder. Lo próximo que vio fueron las luces brillantes de la sala de urgencias del Boulder Community Hospital. Tenía los ojos cubiertos de sangre y la frente llena de puntos. Como mucho podía recordar haber chocado contra una superficie de grava y haber volado por encima del manillar.

“Tienes suerte de estar vivo”, le dijo el médico, lo que era una manera de verlo. Otra era que la muerte era todavía un problema pendiendo sobre su cabeza. Micah acababa de cumplir cuarenta y uno, y fuera de su habilidad para las ultramaratones, la vista desde esa camilla de urgencias no era demasiado bonita. No tenía seguro médico, ni casa, ni familiares cercanos, ni un trabajo fijo. No tenía dinero suficiente para pasar una noche en observación, ni tenía una cama donde recuperarse si abandonaba el hospital.

Pobre y libre era como había decidido vivir, ¿pero era también como quería morir? Un amigo dejó a Micah convalecer en su sofá y ahí, durante los próximos días, consideró sus opciones de futuro. Solo los rebeldes con suerte terminan saliendo por la puerta grande, como bien sabía Micah. Desde segundo grado, Micah había idolatrado a Jerónimo, el valiente apache que solía escapar de la caballería norteamericana corriendo a través de las tierras baldías de Arizona. Pero, ¿cómo terminó sus días Jerónimo? Prisionero, borracho en una acequia de una polvorienta reserva natural.

En cuanto se hubo recuperado, Micah partió hacia Leadville. Y ahí, durante esa noche mágica corriendo a través del bosque con Martimano Cervantes, encontró las respuestas que buscaba. Jerónimo no podía correr libre por siempre, pero tal vez un “indio gringo” sí. Un indio gringo que no poseía nada, ni necesitaba a nadie ni temía desaparecer de la faz de la Tierra sin dejar rastro.

—¿Y de qué vivías? —pregunté.

—Sudor —dijo Caballo.

Cada verano, abandonaba su choza y volvía en bus a Boulder, donde su vieja
pickup
esperaba en el patio trasero de un granjero amigable. Durante dos o tres meses recuperaba la identidad de Micah True y se ganaba la vida haciendo trabajitos de mudanza. Tan pronto como reunía suficiente dinero para aguantar otro año, desaparecía al pie de las barrancas, calzándose las sandalias de Caballo Blanco.

—Cuando me haga demasiado viejo para trabajar, haré lo que Jerónimo hubiera hecho si lo hubieran dejado en paz —dijo Caballo—. Me internaré en las barrancas y encontraré un lugar tranquilo donde descansar.

No había autoindulgencia ni melodrama en la manera en que Caballo dijo esto, tan solo la asunción de que la vida que había elegido requería un último acto de desaparición.

—Así que quizá vuelva a verlos a todos —terminó Caballo, mientras Tita apagaba las luces para enviarnos a todos a la cama—. O quizá no.

Cuando apareció el sol a la mañana siguiente, los soldados de Urique estaban esperando al lado del viejo minibús parado a las puertas del restaurante de Tita. Al llegar Jenn, se pusieron firmes.

—Hasta luego, Brujita —gritaron.

Jenn les lanzó besos de diva de Hollywood con un amplio movimiento del brazo, y luego trepó a bordo. El siguiente fue Ted Descalzo, que subió con cuidado. Sus pies estaban tan envueltos en vendas que apenas cabían en sus sandalias japonesas. “No están mal en realidad”, insistía Ted. “Solo un poco sensibles”. Se apretó junto a Scott, que de buena gana se apartó para hacerle sitio.

El resto de nosotros se metió en el vehículo y cada uno intentó acomodar su cuerpo dolorido de la mejor forma posible para soportar el viaje movidito que teníamos por delante. El fabricante de tortillas de la aldea (que era también el barbero, zapatero y conductor de autobús) se colocó detrás del volante y aceleró el motor. Fuera, Caballo y Bob Francis recorrían el bus apretando sus manos contra cada una de nuestras ventanas.

Manuel Luna, Arnulfo y Silvino se mantuvieron de pie a su lado, mientras el bus partía. El resto de los tarahumaras había empezado ya el largo camino de vuelta a casa, pero a pesar de que estos tres debían recorrer una distancia mayor, se habían quedado a vernos partir. Mucho tiempo después, todavía podía verlos de pie, diciendo adiós con las manos, hasta que el pueblo de Urique desapareció en una nube de polvo.

AGRADECIMIENTOS

ALLÁ POR 2005, Larry Weissman leyó una pila de mis recortes de revistas y los resumió en una pregunta inteligente:

—La resistencia está en el corazón de todas tus historias —dijo, o algo parecido—. ¿Hay alguna que no hayas contado todavía?

—Bueno, sí. He oído acerca de esta carrera en México…

Desde entonces, Larry y su brillante esposa Sascha han hecho las veces de mis agentes y funciones cerebrales mayores, enseñándome cómo convertir un montón de ideas en una propuesta legible y jalando de la correa de ahorque cada vez que faltaba a una de mis fechas de entrega. Sin ellos, este libro seguiría siendo una historia que cuento con unas cervezas delante.

La revista
Runner’s World
, y especialmente su editor por entonces, Jay Heinrichs, fueron los primeros en enviarme a las Barrancas del Cobre e incluso por un momento (un momento muy corto) barajaron la idea de publicar todo un número sobre los tarahumaras.

Estoy en deuda con James Rexroad, fotógrafo de primera clase, por su compañía y bellísimas fotos de ese viaje. Para ser un hombre con un cerebro y una capacidad pulmonar así de grandes, el editor honorario de
Runner’s World
, Amby Burfoot, es extremadamente generoso con su tiempo, experiencia y biblioteca. Todavía tengo que devolverle veinticinco de sus libros, lo que prometo hacer si acepta correr conmigo otra vez.

Pero estoy especialmente agradecido a la revista
Men’s Health
. Quienes no la leen se están perdiendo una de las mejores y más fiables revistas de este país, sin excepciones. Cuenta en su equipo con editores como Matt Marion y Peter Moore, que promueven ideas tan absurdas como enviar a escritores habitualmente lesionados a correr con indígenas invisibles en medio de la nada.
Men’s Health
me permitió entrenar para la carrera a sueldo de la revista, y luego me ayudó a dar forma a la historia final. Como todo lo que he escrito para Matt, llegó a sus manos como una cama sin hacer y salió como una cama de hospital recién tendida.

Pese a ser un grupo sistemáticamente tergiversado por la prensa, la comunidad ultramaratonista fue extraordinariamente comprensiva y solidaria con mi investigación y experimentación personal. Ken, Pat y Cole Chlouber siempre me hicieron sentir como en casa en Leadville y me enseñaron mucho más de lo que quería saber acerca de las carreras de burros. De la misma forma, la directora de la carrera Merilee O’Neal atendió todas las peticiones que pude imaginar y me dio un abrazo de finalizador, aun cuando no me lo había ganado. David “el Salvaje” Horton, Matt “Skyrunner” Carpenter, Lisa Smith-Batchen y su marido Jay, Marshall y Heather Ulrich, Tony Krupicka, todos compartieron conmigo historias extraordinarias y secretos de la pista. Sunny Blende, la experta nutricionista, evitó el desastre en el desierto cuando Jenn, Billy, Ted Descalzo y yo asistimos torpemente a Luis Escobar en la Badwater de 2006, y además me dio la mejor definición de este deporte que he oído: “Las ultramaratones son tan solo concursos de comer y beber, con un poco de ejercicio y paisajes de por medio”.

Si los lectores no se sienten abrumados por extrañas digresiones durante la lectura de este libro, ellos y yo debemos dar las gracias a Edward Kastenmeier, mi editor en Knopf, y a su asistente, Tim O’Connell. También tenemos que dárselas a Lexy Bloom, editor senior en Vintage Books, que ofreció su valioso entendimiento y comentarios en la recta final. De alguna manera, entre ellos descubrieron como cortar la grasa sin sacrificar nada del sabor de mi prosa.

A su vez, mi amigo Jason Fagone, autor del excelente
Horsemen of the Esophagus
, me ayudó a comprender la diferencia entre narración y autoindulgencia. Max Potter me dejó escribir por primera vez acerca de Leadville en la revista
5280
y pertenece a esa extraña clase de escritor lo suficientemente noble para animar a otro escritor. Patrick Doyle, el fantástico investigador de
5280
, confirmó muchísimos datos de la misteriosa vida de Caballo e incluso desenterró esa perdida foto de periódico de los días en que El Cowboy Gitano peleaba por dinero. Años atrás, Susan Linnee me dio un trabajo en la Associated Press que yo no merecía y luego me enseñó cómo debía hacerlo. Si más personas conocieran a Susan, habría menos gente aporreando al periodismo.

Para ser un buen atleta, es necesario elegir cuidadosamente a tus padres. Para sobrevivir como escritor, has de hacer lo mismo con tu familia. Mis hermanos, hermanas, sobrinos y sobrinas han sido todos tremendamente comprensivos con los cumpleaños y obligaciones olvidadas. Sobre todo, estoy en deuda con mi esposa Mika y mis maravillosas hijas Sophie y Maya por la alegría que espero sea evidente en estas páginas. Ahora sé por qué los tarahumaras y los Más Locos se llevaron tan bien. Son personas únicas y maravillosas y haber pasado tiempo con ellos es uno de los mayores privilegios de mi vida. Me gustaría haber tenido tiempo de disfrutar otro jugo de mango con el gran indio gringo, Bob Francis. Poco después de la carrera, falleció. No sé cómo. Como la mayoría de las muertes en las Barrancas del Cobre, la suya sigue siendo un misterio.

Cuando todavía estaba asumiendo la perdida de su leal y viejo amigo, Caballo recibió una oferta única. The North Face, la popular compañía de productos para deportes al aire libre, le ofreció convertirse en su patrocinador. Su futuro y el de su carrera finalmente hubieran estado asegurados.

Caballo lo meditó. Más o menos durante un minuto.

“No, gracias —decidió—. No quiero que nadie haga nada que no sea salir a correr, festejar, bailar, comer y pasar tiempo con nosotros. Correr no se trata de hacer que la gente compre cosas. Correr debe ser un acto de libertad, amigo”.

CHRISTOPHER MCDOUGALL ha sido corresponsal de guerra para la Associated Press y en la actualidad es editor contribuyente de
Men’s Health
. Ha sido finalista de los National Magazine Awards en tres ocasiones, y ha colaborado con publicaciones como
Esquire
y
The New York Times Magazine
. Es además autor del libro
Girl Trouble
, basado en un reportaje sobre la cantante Gloria Trevi escrito para
The New York Times
. Suele correr a través de las granjas de la comunidad Amish cerca de su casa en Pennsylvania.

Notas

[1]
N. del T.: En la tradición Zen, un koan es un problema que el maestro plantea al novicio para comprobar sus progresos.
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