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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (22 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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Poco a poco, el entrenador Vigil estaba siendo atraído con más fuerza por las carreras de distancia americanas y veía como se alejaban sus planes de ir a las Barrancas del Cobre. Antes de las Juegos de 2004, le propusieron abrir un campo de entrenamiento para aspirantes olímpicos en lo alto de las montañas de California, en la ciudad de Mammoth Lakes. Era muchísimo trabajo para un hombre de setenta y cinco años, y Vigil lo pagó: un año antes de las Olimpiadas, sufrió un ataque cardíaco que hizo que necesitara un triple
bypass
. Su última oportunidad de aprender sobre los tarahumaras se había ido para siempre.

Lo que dejaba sólo un investigador en todo el mundo aún persiguiendo el secreto arte tarahumara de correr: Caballo Blanco, quien conservaba todos sus descubrimientos en su memoria muscular.

Cuando mi artículo apareció en
Runner’s World
, levantó una buena oleada de interés en los tarahumaras, pero no supuso precisamente una estampida de corredores de élite deseosos de apuntarse a la carrera de Caballo. Para ser exactos, no hubo casi ninguno.

Lo que, en parte, podía haber sido culpa mía; se me había hecho imposible describirlo fielmente sin usar la palabra “cadavérico”, o dejando de mencionar que los tarahumaras se referían a él como “un tanto extraño”. Sin importar cuán excitado uno pudiera estar por la carrera, debía de pensárselo dos veces antes de poner su vida en las manos de un misántropo misterioso con un nombre falso a quien sus amigos más cercanos, que vivían en cuevas y comían ratones, seguían considerando algo raro. Tampoco ayudaba mucho que fuera tan difícil averiguar dónde y cuándo tendría lugar la carrera. Caballo tenía su página web, pero intercambiar emails con él era como esperar que un mensaje dentro de una botella apareciera en la playa. Para revisar su email, Caballo tenía que correr más de treinta millas sobre las montañas y cruzar un río hasta el pequeño pueblo de Urique, donde había convencido al profesor de la escuela que le dejara usar la ruidosa computadora con que contaba y su conexión por vía telefónica. Caballo podía recorrer las sesenta y tantas millas sólo cuando había buen tiempo; de lo contrario se arriesgaba a morir cayendo por alguna pendiente resbaladiza debido a la lluvia o a quedar varado gracias a la crecida del río. El teléfono recién había llegado a Urique en 2002, así que el mantenimiento de las líneas era, en el mejor de los casos, desigual; Caballo podía llegar agotado luego de hacer el largo camino hasta Urique para encontrarse con que la línea estaba caída desde hace días. Una vez, no llegó a chequear su correo porque fue atacado por perros salvajes y debió abandonar su viaje para ir en busca de vacunas para la rabia.

Tan sólo encontrarme con las palabras “Caballo Blanco” en mi bandeja de entrada suponía un enorme alivio. Por muy despreocupado que pareciera a la hora de asumir riesgos, Caballo llevaba una vida extremadamente peligrosa. Cada vez que salía a correr, podía ser la última. A él le gustaba creer que los esbirros de los narcotraficantes lo habían catalogado como un inofensivo “indio gringo”, ¿pero quién sabía lo que estos personajes pensaban? Además estaban esos extraños desvanecimientos que le daban: de tanto en tanto, Caballo sufría un inesperado mareo que lo tiraba al suelo. Sufrir desmayos ocasionales es ya bastante peligroso si uno vive en una zona donde puede llamar al 911, pero allá afuera, en la enormidad solitaria de las barrancas, si Caballo caía inconsciente podía no volver a ser visto, o echado en falta, llegado el caso. Una vez tuvo un pequeño aviso de esto, cuando se desmayó luego de llegar corriendo a una aldea. Cuando volvió en sí, se encontró un grueso vendaje en la parte de atrás de la cabeza así como una costra de sangre en el cabello. Si se hubiera desvanecido media hora antes, habría quedado tirado en medio de la nada con la cabeza rota.

Aun cuando hubiese sobrevivido a los francotiradores y a su propia y traidora presión sanguínea, la muerte acechaba bajo sus pies; todo lo que hacía falta era confundir uno de esos chingoncitos en los estrechísimos caminos tarahumara para que no quedara de Caballo más que el eco de sus alaridos según desaparecía por el desfiladero.

Nada lo detenía. Correr parecía ser el único placer sensual con que contaba su vida, y como tal, lo disfrutaba menos como ejercicio que como una comida
gourmet
. Incluso cuando su choza casi se vino abajo debido a un alud, Caballo se lanzó a una carrera antes de reparar el techo sobre su cabeza.

Pero la primavera trajo consigo el desastre. Y recibí este email:

amigo, me encuentro en Urique tras una carrera agitada y cojeando. ¡Me he jodido el tobillo izquierdo por primera vez en muchos años! Ya no estoy acostumbrado a correr con suelas gruesas. ¡esto es lo que me pasa por hacerme el fanfarrón y ponerme zapatillas con la intención de guardar mis sandalias para alguna carrera rápida o carreras de verdad! Estaba a diez millas de Urique en La Sierra y supe que ese crac no era nada bueno, tuve que arrastrarme con dolor hasta Urique, no tenía más opción que llegar aquí, ¡y mi pie se veía como si tuviera elefantiasis!

Mierda. Tenía la incómoda sospecha de que el accidente había sido culpa mía. Justo antes de despedirnos en Creel, me di cuenta de que teníamos la misma talla de pie, así que saqué de mi mochila un par de zapatillas Nike y se las di como regalo de agradecimiento. Caballo ató los pasadores entre si y se las lanzó sobre el hombro, pensando que podrían sacarlo de un apuro si sus sandalias se rompían. Era demasiado educado como para acusarme, pero yo estaba casi seguro de que se estaba refiriendo a esas zapatillas cuando hablaba de las suelas gruesas sobre las que corría al machacarse el tobillo.

Llegado a este punto, el sentimiento de culpa me estaba matando. Hiciera lo que hiciera no paraba de joder a Caballo. Primero había colocado accidentalmente una bomba de tiempo en sus pies dándole esas zapatillas y, luego, había escrito un artículo que quizá hacía demasiado pública sus excentricidades, si de lo que se trataba era de promocionar su carrera. Caballo se estaba matando para llevar a cabo su proyecto, y ahora, tras meses de esfuerzo, parecía que el único que iba a asistir era yo: el mismo pésimo y medio cojo corredor que no hacía sino traerle los peores sufrimientos.

Caballo había sido capaz de cegarse a la verdad con el placer de sus carreras errantes, pero ahora que yacía adolorido y desvalido en Urique, la realidad lo golpeó con fuerza. Uno no puede vivir de la manera en que Caballo vivía sin parecer un bicho raro, y ahora estaba pagando el precio: nadie lo tomaría en serio. Ni siquiera estaba seguro de poder convencer a los tarahumaras de que confiaran en él, y ellos eran casi las únicas personas que lo conocían realmente a estas alturas. ¿Así que cuál era el propósito de todo esto? ¿Para qué perseguía un sueño que a todos los demás les parecía una broma?

Si no se hubiera jodido el tobillo, hubiera tenido que esperar un buen tiempo para que la respuesta llegara. Pero en la situación en que se encontraba, todavía recuperándose en Urique, recibió un mensaje de Dios. El único dios al que le había dedicado unas plegarias, al menos.

CAPÍTULO 19

Siempre comienzo estas competiciones con unos

objetivos elevados, pensando en hacer algo especial.

Y después de cierto punto de deterioro físico, los

objetivos son reevaluados a la baja, hasta el punto en

que me encuentro ahora, donde lo más que puedo

esperar es no terminar vomitando sobre mis zapatillas.


Ephraim Rosemberg
,

ingeniero nuclear y ultramaratonista, luego de correr las sesenta

y cinco millas de la ultramaratón de Badwater.

UNOS DÍAS ANTES, en el pequeño apartamento de Seattle que comparte con su mujer y una montaña de trofeos, el mejor ultramaratonista de Estados Unidos estaba también haciendo frente a los límites de su propio cuerpo.

Y ese cuerpo seguía luciendo estupendo; lo suficiente como para atraer las miradas femeninas cada vez que Scott Jurek y su delgada y rubia mujer, Leah, daban vueltas pedaleando por su barrio de Capitol Hill, yendo en bicicleta hasta librerías y cafeterías y sus restaurantes tailandeses veganos favoritos. Era una pareja joven y a la moda que se movía en bicicleta de montaña en lugar de en auto. Scott era alto y grácilmente musculoso, con una mirada profunda de color castaño y la sonrisa de un cantante pop. No se había cortado el pelo desde que Leah se lo rapara a máquina antes de su primera victoria en la Western States, así que, seis años después, tenía una frondosa cabellera de dios griego, con rizos rubios que bailaban cuando corría.

El que ese
geek
al que sus amigos llamaban
Jerker
[13]
se convirtiera en una estrella de ultramaratón continúa desconcertando a aquellos que lo conocieron de niño en Proctor, Minnesota. “Vaya si lo hostigábamos”, dice Dusty Olson, quien fuera la estrella deportiva de Proctor cuando él y Scott eran adolescentes. Cuando corrían por la montaña, Dusty y sus amigos lanzaban barro a Scott y continuaban corriendo. “Nunca podía alcanzarnos —diría Dusty—. Nadie podía entender por qué era tan lento, porque Jerker entrenaba más duro que cualquiera”.

Y no es que a Scott le sobrara el tiempo para entrenar. Cuando Scott estaba en la escuela primaria, su madre contrajo esclerosis múltiple. Dado que era el mayor de tres hermanos, era responsabilidad de Scott cuidar de su madre después de clases, limpiar la casa y recoger troncos de leña para la chimenea mientras su padre estaba en el trabajo. Años después, los veteranos ultramaratonistas mirarían con desdén los gritos que Scott lanzaba en la línea de partida y los golpes de kung-fu que practicaba en las estaciones de socorro, pero cuando has pasado tu infancia trabajando como un grumete a bordo y viendo como tu madre se hunde en un dolor pesadillesco, quizá nunca te sobrepones a la alegría de dejarlo todo atrás y correr por las montañas.

Luego de que su madre tuvo que ser internada en una casa de reposo, Scott se encontró de pronto con que tenía las tardes vacías y el corazón atribulado. Por suerte, justo cuando Scott necesitaba un amigo, Dusty necesitaba un escudero. Eran una pareja extraña, que encajaba de una manera peculiar. Dusty tenía hambre de aventuras, Scott estaba deseoso de escapar. El gusto de Dusty por competir era insaciable; poco después de ganar el campeonato nacional juvenil de esquí de fondo y el campeonato regional de
cross-country
, convenció a Scott de que corriera con él las cincuenta millas de la Minnesota Voyageur Trail Ultra. “Sí, logré engañarlo para que corriera”, diría Dusty. Scott nunca había corrido ni siquiera la mitad de esa distancia, pero veneraba demasiado a Dusty para decirle que no.

A mitad de carrera, una de las zapatillas de Dusty se quedó atrapada en el barro. Antes de que pudiera volver a ponérsela, Scott lo dejó atrás. Avanzó como una flecha por el bosque y llegó segundo en su primera ultramaratón, venciendo a Dusty por más de cinco minutos. “¿Qué demonios está ocurriendo?”, se preguntó Dusty. Esa noche su teléfono no dejó de sonar. “Todos los chicos se estaban burlando de mí, ‘¡Perdedor! ¡Te ganó Jerker!’ ”. Scott estaba igual de sorprendido. “Así que todo ese sufrimiento había servido para algo después de todo,” pensó. Toda la desesperación que había sentido cuando cuidaba a su madre, quien nunca mejoraba; toda la frustración que había supuesto perseguir a esos tarados burlones a los que nunca lograba alcanzar; todo eso había florecido calladamente hasta convertirse en la habilidad de exigirse más y más según las cosas se ponían cada vez peor. El entrenador Vigil se hubiera emocionado; Scott no le pedía nada a su resistencia y obtenía mucho más de lo que podía haber esperado. Estrictamente por casualidad, Scott se había tropezado con el arma más avanzada del arsenal del ultramaratonista: en lugar de dejarse dominar por la fatiga, uno la asimila. No la deja escaparse. Llega a conocerla tan bien, que no la teme más. Lisa Smith-Batchen, la increíblemente alegre y espabilada ultramaratonista de Idaho que entrenó en tormentas de nieve para ganar una carrera de seis días en el Sahara, habla del agotamiento como si fuera su mascota juguetona. “Adoro a la Bestia —dice—. Miro a los ojos a la Bestia cuando se aproxima porque así, cada vez la manejo mejor, la pongo bajo mi control”. Una vez que la Bestia llega, Lisa sabe cómo tratarla y pone manos a la obra. ¿Y no es esa la razón por la que corre por el desierto, para empezar? ¿Para poner su entrenamiento a prueba? Uno no puede odiar a la Bestia y esperar vencerla, la única forma de realmente conquistar algo, como cualquier gran filósofo o genetista te dirá, es amándolo.

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