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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (20 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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Luego, tres corredores tarahumara fueron descalificados de la Utah’s Wasatch Front 100, luego de obtener el primer, segundo y cuarto lugar, porque Fisher se negó a pagar el coste de inscripción. Después, en la Western States, Fisher tuvo otro berrinche en la meta y acusó a los voluntarios de la carrera de cambiar secretamente las señales del camino para confundir a los tarahumaras y de —no es broma—
robarles la sangre
. (A todos los corredores de la Western States se les pide una muestra de sangre como parte de un estudio científico sobre la resistencia, pero Fisher no se sabe por qué olió algo extraño y explotó. “La sangre de los tarahumaras es muy, muy rara —dijo según los presentes—. El mundo médico quiere hacerse con ella para realizar pruebas genéticas”.)

Para entonces, incluso los tarahumaras parecían hartos de lidiar con el Pescador. También habían notado que seguía cambiando de camioneta todo terreno, cada vez a una más bonita y mejor, mientras que todo lo que ellos recibían después de semanas solitarias lejos de casa y correr centenares de millas a través de las montañas eran unos pocos sacos de maíz. Una vez más, los negocios con los
chabochis
habían dejado a los tarahumaras sintiéndose como unos esclavos. Ese fue el fin del equipo tarahumara. Se disolvió, para siempre.

Micah True (fuera cual fuera su verdadero nombre) se sentía tan unido a los tarahumaras y tan molesto por la manera de comportarse de sus compatriotas americanos que se sintió obligado a compensarlos. Inmediatamente después de haber corrido con Martimano en Leadville 1994, fue hasta una estación de radio en Boulder, Colorado, y pidió a todos aquellos que tuvieran un abrigo viejo que se acercaran a donarlo. Una vez que tuvo bastantes, hizo un buen fardo y se marchó a las Barrancas del Cobre.

No tenía idea de adónde estaba yendo. La probabilidad de realmente encontrar a su amigo Martimano era equiparable a la que tenía Shackleton de regresar de la Antártida. Vagó a través del desierto y las barrancas, repitiendo el nombre de Martimano a todo aquel con quien se topó, hasta que se asombró a sí mismo y a Martimano cuando, tras escalar una montaña de nueve mil pies, llegó a la aldea de Martimano. Los tarahumaras le dieron la bienvenida a su manera: casi no le hablaron, pero cuando Caballo despertó al día siguiente, encontró un montoncito de tortillas y pinole fresco en su campamento.

—Los rarámuris no tienen dinero, pero nadie es pobre —me dijo Caballo—. En Estados Unidos pides un vaso de agua y te llevan a un refugio para los sin techo. Aquí, te dejan pasar y te dan de comer. Pides permiso para acampar y te dicen: “Claro, ¿pero no preferirías dormir aquí dentro con nosotros?”.

Aun así, Choguita es un sitio frío por las noches, demasiado frío para un tipo flacucho de California (o de donde sea que es realmente), así que después de entregarles todos los abrigos, Micah dijo adiós con la mano a Juan y Martimano y se fue por su lado, internándose en las ardientes profundidades de las barrancas. Deambuló ciegamente por guaridas de narcotraficantes y fugitivos, evitó distintas enfermedades, evitó la fiebre del cañón y, eventualmente, descubrió un lugar cerca de un recodo del río. Arrastró unas rocas para construir una choza y se hizo a sí mismo un hogar.

—Decidí que iba a encontrar el mejor lugar del mundo para correr, y así fue —me dijo mientras caminábamos de vuelta al hotel esa noche—. La primera vez que lo vi me quedé boquiabierto. Me excité tanto que no podía esperar a salir a correr. Estaba tan sobrecogido que no sabía por dónde empezar. Pero es un terreno salvaje este. Así que tuve que esperar un poco.

No tenía otra opción. La razón por la que hacía de asistente en Leadville en lugar de competir, era que sus rodillas habían empezado a traicionarlo tras cumplir cuarenta años.

—Solía tener problemas de lesiones, sobre todo en los tendones del tobillo —me dijo Micah.

A lo largo de los años, había probado todos los remedios posibles —vendas, masajes, zapatillas más caras que ofrecían un mejor apoyo— pero nada había ayudado demasiado. Cuando llegó a las barrancas, decidió hacer la lógica a un lado y confiar en que los tarahumaras sabían lo que hacían. No se iba a tomar el tiempo de comprender sus secretos; sencillamente iba a afrontarlo saltando a la piscina y esperando que todo fuera bien.

Se deshizo de sus zapatillas para correr y empezó a llevar únicamente sandalias. Empezó a comer pinole para el desayuno (después de aprender cómo cocinarlo, de manera similar a la avena con agua y miel) y a llevarlo seco en su cangurera en sus paseos por las barrancas. Tuvo algunas caídas duras y en alguna ocasión por poco no consiguió regresar a su choza andando, pero apretó los dientes, se lavó las heridas en el agua helada del río y se tomó el accidente como una inversión.

—El sufrimiento te hace humilde. Vale la pena saber cómo recibir una paliza —me dijo Caballo—. Yo aprendí rápidamente que más te vale respetar a la Sierra Madre, porque si no, te masticará y escupirá.

Para su tercer año, Caballo recorría caminos invisibles para los no-tarahumaras. Con mariposas en la barriga, se lanzaba cuesta abajo por el borde de caminos empedrados que eran más largos, empinados y serpenteantes que cualquier pista de esquí nivel diamante negro. Bajaba corriendo pendientes durante millas, casi fuera de control, confiando en sus reflejos afilados por las barrancas pero aun así temiendo que en cualquier momento se le quebrara un cartílago de la rodilla, se le desgarrara un tendón o le quemara ferozmente la rotura del tendón de Aquiles.

Pero nunca ocurrió. No se lesionó nunca más. Después de unos años en las barrancas, Caballo se había hecho más fuerte, estaba más sano y corría más rápido que nunca en su vida.

—Todo mi enfoque hacia el correr ha cambiado desde que estoy aquí —me dijo.

A modo de prueba, intentó correr por un camino entre las montañas que normalmente toma tres días a caballo; lo completó en siete horas. No está seguro de cuál es la fórmula exacta, qué proporción es atribuible a las sandalias, al pinole y al korima, pero…

—Oye —lo interrumpí—. ¿Puedes enseñarme?

—¿Enseñarte qué?

—A correr así.

Algo en su sonrisa hizo que me arrepintiera de inmediato.

—Claro, te llevaré a correr conmigo —me dijo—. Nos encontramos aquí al amanecer.

—¡Ah! ¡Ah!

Estaba intentando gritar, pero no dejaba de resoplar.

—Caballo —dije finalmente, justo antes de que Caballo Blanco desapareciera en un desvío sobre la colina. Habíamos partido de las colinas detrás de Creel, tomando un camino empedrado, afilado y empinado en dirección al bosque. Llevábamos corriendo menos de diez minutos y yo ya estaba casi sin aire. No es que Caballo sea tan rápido, es que parece tan
ligero
, como si lo que lo transportara colina arriba no fueran sus músculos sino el poder de la mente.

Se giró y corrió en mi dirección.

—Ok, amigo, primera lección: Quédate justo detrás de mí.

Empezó a trotar, algo menos rápido esta vez, y yo intenté copiar todo lo que hacía. Mis brazos flotaban hasta que mis manos quedaban por encima de mis costillas; recorté mi paso hasta que parecía dar saltitos; enderecé tanto la espalda que casi podía escuchar mis vertebras crujiendo.

—No luches con el camino —lanzó Caballo por encima de su hombro—. Agarra lo que te ofrece. Si puedes elegir entre dar uno o dos pasos entre las rocas, da tres.

Caballo había pasado tantos años navegando estos caminos que tenía apodos para las piedras que encontraba bajo sus pies: algunas eran “ayudantes”, porque te permitían dar el paso con potencia hacia delante; otras eran “embusteras”, porque parecían ayudantes pero rodaban a traición cuando despegabas; y algunas eran “chingoncitos”, pequeños cabrones listos para hacerte caer.

—Segunda lección —dijo Caballo—. Piensa
fácil, ligera, suave y rápidamente
. Empieza con el
fácilmente
porque si no llegas a más, ya será bastante. Luego prosigue con
ligeramente
. Hazlo sin esfuerzo, como si no te importara una mierda cuán alto o cuán lejos llegas. Cuando hayas practicado esto tanto que olvides que estás practicando, deberás trabajar en el
suaaaaaaaaave
. No tendrás que preocuparte por lo último. Una vez tengas los tres primeros, correrás rápidamente.

Fijé mis ojos en las sandalias de Caballo, intentando duplicar el extraño movimiento de sus pies, esos pasos como en las puntas de los dedos. Tuve la cabeza gacha tanto tiempo que al principio no me di cuenta de que habíamos dejado atrás el bosque.

—¡Wow! —exclamé.

El sol estaba justo asomando por encima de la sierra. El humo de la madera de pino perfumaba el aire, elevándose al cielo desde las abolladas chimeneas de las casuchas de madera al final del pueblo. En la distancia, piedras gigantes como las estatuas de la Isla de Pascua se elevaban sobre la meseta, con montañas nevadas de fondo. Incluso si no hubiera estado muerto por la carrera, me hubiera quedado sin aliento.

—Te lo dije —se regodeó Micah.

Llegamos hasta el punto donde debíamos dar la vuelta, e incluso sabiendo que sería una tontería para mí correr más de ocho millas, era tan increíble recorrer esos caminos que odié tener que regresar. Caballo sabía exactamente a lo que me refería.

—Yo me sentí así durante diez años —me dijo—. Y recién estoy acostumbrándome a todo esto.

Pero debía apurarse; estaba regresando a su choza y casi no le quedaba tiempo para ir hasta allá antes de que anocheciera. Y ahí fue cuando empezó a explicarme qué estaba haciendo en Creel para empezar.

—Ya sabes —empezó Caballo—, mucho ha pasado desde esa carrera en Leadville.

Las ultramaratones solían ser para un puñado de bichos raros con linternas por los bosques, pero en los últimos años han sido transformadas por la irrupción de los Pistoleros Jóvenes. Como Karl Meltzer, que escuchaba “Strangelove” en su iPod mientras ganaba la Hard Rock 100 tres veces seguidas; y “Dirt Diva”, Catra Corbett, una preciosa y caleidoscópicamente tatuada gótica que en una ocasión, solo por diversión, corrió las 211 millas del John Muir Trail a través del Parque Nacional de Yosemite y luego giró y corrió todo el camino de vuelta; y Tony “Naked Guy” Krupicka, que no suele llevar más que unos shorts muy cortos y pasó un año durmiendo en el armario de un amigo mientras entrenaba para ganar la Leadville 100; y los Fabulosos Hermanos Voladores Skaggs, Eric y Kyle, que cruzaron el Gran Cañón haciendo autostop antes de establecer un nuevo récord del viaje más rápido de punta a punta.

Estos Jóvenes Pistoleros buscaban algo fresco, duro y exótico, y estaban yendo a las carreras de montaña en un número tan grande que, para 2002, se convirtió en el deporte al aire libre de mayor crecimiento en el país. No era solo que amasen correr; era la excitación de explorar todo un mundo nuevo con sus propios cuerpos. El dios de las ultras Scott Jurek resumió el credo no oficial de los Jóvenes Pistoleros con una cita de William James que usaba para cerrar todos los emails que enviaba: “Más allá de lo extremo de la fatiga y el sufrimiento, encontramos cantidades de alivio y poder que nunca habíamos soñado con poseer; fuentes de fortaleza nunca antes puestas a prueba porque nunca habíamos empujado la puerta de oclusión”.

Conforme los Jóvenes Pistoleros tomaban los bosques, traían consigo todo los avances en ciencia deportiva de la última década. Matt Carpenter, un corredor de montaña de Colorado Springs, empezó a pasar cientos de horas en la cinta de correr para medir las variaciones en las oscilaciones de su cuerpo cuando, por ejemplo, tomaba un sorbo de agua (la manera biomecánicamente más eficiente de llevar una botella de agua era metida en el sobaco, no sujetándola con la mano). Carpenter usó una lijadora de banda y una navaja de afeitar para rasurar algunas microondas de sus zapatillas y las sumergió en agua una y otra vez para medir la cantidad de agua que absorbían y el tiempo que tardaban en secarse. En 2005, utilizó su obsesivo conocimiento para destrozar el récord de Leadville: terminó en unas asombrosas 15:42, casi dos horas menos que el tarahumara más rápido. ¡Pero! ¿De qué sería capaz un tarahumara si lo presionabas? Ven, eso es lo que quería averiguar Caballo. Victoriano y Juan corrían como cazadores, que era la forma en que les habían enseñado: suficientemente rápido para dar caza a su presa, y nada más. ¿Quién sabía cuán rápidos podían llegar a ser compitiendo contra un tipo como Carpenter? Y
nadie
sabía de lo que serían capaces en su propio terreno. Dada su condición de campeones vigentes, ¿no merecían ventaja de campo al menos una vez?

Si los tarahumaras no podían ir de vuelta a Estados Unidos, pensaba Caballo, entonces los americanos tendrían que venir a los tarahumaras. Pero sabía que los extremadamente tímidos moradores de las barrancas desaparecerían en las colinas si se vieran rodeados por un grupo de corredores americanos preguntones y listos para disparar sus cámaras.

¿Sin embargo —y esta era la lluvia de ideas de Caballo— qué pasaría si él organizaba una carrera a la usanza tarahumara? Sería como una batalla de viejos guitarristas: una semana de entrenamientos y secretos compartidos, todos los asistentes estudiando sus diferentes técnicas y estilos. Y el último día, los corredores se verían las caras en una lucha de campeones de 50 millas.

Era una gran idea, y por supuesto, una completa broma. Ningún corredor de élite tomaría ese riesgo; no era solo un suicidio profesional, era un suicidio
suicidio
. Solo para alcanzar la línea de partida, deberían atravesar tierras llenas de bandidos sin ser vistos, escalar las tierras baldías, mantener un ojo de águila sobre cada sorbo de agua y cada bocado de comida. Si se lastimaban o enfermaban, eran hombres muertos; quizá no de inmediato, pero morirían inevitablemente. La carretera más cercana podía encontrarse a días de distancia, el agua fresca a horas de camino, no había posibilidad alguna de que un helicóptero de rescate se abriera paso entre esos muros de piedra tan apretados.

No importaba: Caballo había empezado ya a trabajar en su plan. Esa era la razón que lo había llevado a Creel. Había dejado su choza al pie de las barrancas y viajado un buen trecho hasta ese pueblo que odiaba porque había oído que había una computadora con un módem de marcación en la trastienda de un negocio de caramelos. Había aprendido lo básico de computación, se había hecho una cuenta de email y había empezado a enviar mensajes al mundo exterior. Y aquí es donde entro yo: la única razón porque “el indio gringo” se había interesado en mí cuando lo embosqué en el hotel era porque le había dicho que era escritor. Quizá una nota sobre su carrera conseguiría atraer a algunos corredores.

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