Nacidos para Correr (21 page)

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Authors: Christopher McDougall

BOOK: Nacidos para Correr
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—¿A quién estás invitando? —pregunté.

—De momento solo a un tipo —me dijo—. Solo quiero corredores con el espíritu adecuado, campeones de verdad. Así que le he estado enviando mensajes a Scott Jurek.

¿Scott Jurek?
¿El Scott Jurek que había ganado siete veces la Western States y sido elegido Ultramaratonista del Año tres veces? Caballo debía haber perdido realmente el juicio si pensaba que Scott Jurek iba a venir a competir con un puñado de don nadies en medio de la nada. Scott era el ultramaratonista número uno del país, probablemente del mundo, podría decirse que de todos los tiempos. Cuando Jurek no estaba corriendo, estaba ayudando a la empresa de calzado Brooks a diseñar sus zapatillas estrella, las Cascadia, u organizando campamentos para corredores llenos hasta los topes, o tomando decisiones acerca de la siguiente gran competencia que correría en Japón, Suiza, Grecia o Francia. Scott Jurek era una empresa de negocios que vivía y moría por la salud de Scott Jurek; lo que significaba que la última cosa que el jefe de la empresa necesitaba hacer era arriesgarse a caer enfermo, muerto por una bala o derrotado en una carrera de medio pelo en una esquina patrullada por francotiradores del interior mexicano.

Pero en algún lugar, Caballo había leído una entrevista con Jurek y había sentido un instantáneo lazo de hermandad. A su manera, Scott era casi tan misterioso como Caballo. Mientras que estrellas bastante menores de la ultramaratón como Dean Karnazes y Pam Reed se vendían en televisión, escribían memorias a la mayor gloria de sí mismos y (en el caso de Dean) promocionaban una bebida deportiva corriendo con el pecho desnudo en una cinta de correr sobre Times Square mientras una cámara desde el cielo inmortalizaba la carrera, el más grande ultramaratonista americano era virtualmente invisible. Parecía ser una bestia de carrera pura, lo que explicaría dos de sus hábitos peculiares: al inicio de cada carrera, soltaba un alarido desgarrador, y luego de ganar, se echaba a rodar por la tierra como un sabueso hiperactivo. Luego se levantaba, se pasaba un cepillo por encima y desaparecía de vuelta en Seattle hasta que llegaba el momento de que su grito de guerra atravesara la oscuridad nuevamente.

Esa
era la clase de campeón que Caballo estaba buscando, no un farolero que usara a los tarahumaras para darse publicidad a sí mismo, sino un verdadero estudioso del deporte que apreciara la calidad artística y esfuerzo presentes incluso en la actuación del corredor más lento. Caballo no necesitaba ninguna prueba más del valor de Scott Jurek, pero aun así obtuvo una muestra más: al final de una entrevista, cuando le pidieron que hiciera una lista de sus ídolos, Jurek mencionó a los tarahumaras. “A modo de inspiración —señalaba el artículo—, Jurek repite un dicho de los indios tarahumara: ‘Cuando corres sobre la tierra y corres con la tierra, puedes correr para siempre’ ”.

—¡Lo ves! —insistió Caballo—. Tiene alma de rarámuri.

Pero, espera un segundo…

—Incluso si Scott Jurek accede a venir, ¿qué hay de los tarahumaras? —pregunté—. ¿Aceptarán ellos?

—Quizá —dijo Caballo encogiéndose de hombros—. A quien quiero es a Arnulfo Quimare.

Eso no iba a pasar jamás. Sabía por experiencia personal que Arnulfo a duras penas
hablaría
con un extraño, menos aún aceptaría pasar el tiempo con todo un grupo de ellos durante una semana y guiarlos a través de los caminos ocultos de su patria. Admiraba el buen gusto y la ambición de Caballo, pero tenía serias dudas acerca de su contacto con la realidad. Ningún corredor americano tenía idea de quién era, y la mayoría de los tarahumaras no estaban seguros de
qué
era. ¿Aun así esperaba que todos confiaran en él?

—Estoy bastante seguro de que Manuel Luna vendrá —continuó Caballo—. Quizá con su hijo.

—¿Marcelino? —pregunté

—Sí —dijo Caballo—. Es bueno.

—¡Es increíble!

Todavía conservaba en mi retina una imagen de la versión adolescente de la Antorcha Humana elevándose sobre la pista de tierra como una llama emergiendo de su mecha. Bueno, en ese caso, ¿a quién le importaba si Scott Jurek o cualquiera de los otros peces gordos no aparecían? Solo por la oportunidad de correr junto a Manuel y Marcelino y Caballo de nuevo valdría la pena. La forma en que Caballo y Marcelino corrían era lo más cercano que un hombre podía llegar a volar. Había saboreado una muestra en los caminos de Creel, y quería más; era como si agitando los brazos con fuerza hubiera conseguido levantarme media pulgada del suelo. Luego de eso, ¿cómo podías pensar en algo más que en volver a intentarlo?

“Puedo hacer esto”, me dije a mí mismo. Caballo había estado en la misma posición en que me encontraba yo ahora cuando había llegado aquí; era un tipo en sus cuarenta con las piernas destrozadas y, en el plazo de un año, se encontraba flotando por las cimas de las montañas. Si funcionó con él, ¿por qué no conmigo? Si realmente aplicaba las técnicas que me iba a enseñar, ¿me haría lo suficientemente fuerte para correr cincuenta millas a través de las Barrancas del Cobre? Las posibilidades de que su carrera tuviera lugar eran bastante… bueno, en realidad, no había posibilidad alguna. No iba a suceder. Pero si por obra de algún milagro se las arreglaba para organizar la carrera y contar con los mejores corredores tarahumara de su generación, yo quería estar ahí. Cuando regresamos a Creel, Caballo y yo nos estrechamos la mano.

—Gracias por las lecciones —le dije—. He aprendido bastante.

—Hasta luego,
norawa
—respondió Caballo. Y luego partió.

Lo vi marcharse. Había algo terriblemente triste, y aun así estimulante, en ver a este profeta del antiguo arte de correr largas distancias dándole la espalda a todo menos a su sueño, enfilando de vuelta al “mejor lugar del mundo para correr”.

Solo.

CAPÍTULO 18

—¿HAS OÍDO HABLAR ALGUNA VEZ de Caballo Blanco?

Cuando volví de México, llamé a Don Allison, el viejo editor de la revista
UltraRunning
. Caballo había deslizado un par de detalles acerca de su pasado que valía la pena explorar: había sido luchador profesional de alguna clase y había ganado algunas ultramaratones. Lo de la lucha era extremadamente difícil de comprobar, debido a su intrincada red de disciplinas y categorías, pero en lo que a ultramaratones se refiere, todos los caminos llevan a Don Allison en Weymouth, Massachusetts. Como centro depositario de cada rumor, resultado y estrella incipiente del deporte, Don Allison conocía todo sobre todos, y eso fue lo que hizo que la primera palabra salida de su boca fuera doblemente decepcionante:

—¿Quién?

—Creo que también se hace llamar Micah True —dije—. Pero no estoy seguro de que ese sea su verdadero apellido o el nombre de su perro.

Silencio.

—¿Aló?

—Sí, espera —finalmente respondió Allison—. Estaba buscando una cosa. ¿Así que es de verdad?

—¿Quieres decir si es serio?

—No, si existe de verdad. ¿Existe?

—Sí, existe. Lo encontré en México.

—Ok —dijo Allison—. Entonces, ¿está loco?

—No… —Sabía que era mi turno de hacer una pausa—. No creo.

—Porque un tipo con ese nombre me envió un par de artículos. Eso es lo que estaba buscando. Tengo que decirte algo, eran simplemente impublicables.

Bueno, eso era ya un dato.
UltraRunning
era menos como una verdadera revista y más como esas cartas simpáticas y llenas de noticias que alguna gente envía en lugar de postales de Navidad. Quizá el ochenta por ciento se compone de listas de nombres y tiempos, resultados de carreras sobre las que nadie ha oído en lugares que poca gente fuera de los ultramaratonistas encontraría jamás. Además de los reportes de carreras, cada número tenía unos pocos ensayos escritos voluntariamente por corredores que hablaban de sus últimas obsesiones, como “Usar la balanza para determinar tu necesidad óptima de hidratación” o “Combinaciones de lámparas de cabeza y linternas”. No hace falta decir que uno debe empeñarse mucho para recibir una nota de rechazo de
UltraRunning
, por lo que me daba miedo incluso preguntar acerca de qué había escrito Caballo, aislado en su choza como el Unabomber.

—¿Soltó una amenaza o algo así?

—Bah, no —dijo Allison—. Tan solo que ni escribió acerca de correr. Era algo así como un discurso sobre la hermandad y el karma y los gringos avariciosos.

—¿Mencionó la carrera que está planeando?

—Sí, habló de alguna carrera con los tarahumaras. Pero hasta donde pude saber, no había nadie más que él metido. Él y tres indios.

El entrenador Vigil tampoco había oído sobre Caballo. Yo tenía la esperanza de que se hubieran conocido ese día épico en Leadville, o luego en las barrancas. Pero justo después de la carrera de Leadville, la vida del entrenador Vigil había dado un giro inesperado y dramático. Todo empezó con una llamada de teléfono: una mujer joven estaba, preguntando si el entrenador Vigil podría ayudarla a clasificarse para las olimpiadas. Había sido un talento en la universidad, pero se había hartado tanto de correr que estaba a punto de dejarlo y pensaba abrir un café con pastelería. A menos que el entrenador Vigil pensara que debía seguir intentándolo…

Vigil era un maestro de la motivación, así que sabía justo lo que tenía que decir: Olvídalo. Ve a hacer mocaccinos. Deena Kastor (luego Drossin) sonaba como una chica dulce pero no sabía lo que significaba trabajar con Vigil. Deena era una chica de la playa de California, acostumbrada a salir por la puerta de casa y correr a lo largo de las pistas de Santa Mónica bajo el templado sol del Pacífico. Lo que Vigil tenía entre manos era cosa de guerreros espartanos de verdad. Un programa diseñado para la supervivencia de los más aptos que combinaba una carga de trabajo asesina con las heladas y ventosas montañas de Colorado.

“Intenté desanimarla porque Alamosa no es una ciudad californiana —diría después Vigil—. Está un poco apartada, en medio de las montañas, y puede llegar a ser muy fría, hasta treinta grados bajo cero. Cuando se trata de correr, solo los más duros resisten ahí”. Cuando Deena apareció de todas formas, Vigil fue lo suficientemente amable para premiar su persistencia con pruebas básicas de su estado físico y potencial de entrenamiento. Los resultados no hicieron sino confirmar lo que Vigil pensaba: era mediocre.

Pero mientras el entrenador Vigil más la rechazaba, más intrigada estaba Deena. En una de las paredes de la oficina de Vigil había colgada una fórmula para correr más rápido que, hasta donde Deena entendía, no tenía absolutamente nada que ver con correr. Decía cosas como: “Practica la abundancia mediante la generosidad”, y “Mejora tus relaciones personales”, y “Demuestra que posees un sistema de valores íntegro”. La dieta recomendada por Vigil era igual de escueta, deportiva o científicamente hablando. Su estrategia de nutrición para un aspirante a maratonista olímpico era: “Come como si fueras una persona pobre”. Vigil estaba construyendo su propia versión en miniatura del mundo tarahumara. Hasta que pudiera cumplir sus obligaciones y escaparse a las Barrancas del Cobre, haría lo posible por recrear las Barrancas del Cobre en Colorado. Así que si Deena seguía pensando en entrenar bajo las órdenes de Vigil, sería mejor que estuviese preparada para entrenar como los tarahumaras. Lo que significaba vivir sencillamente y concentrándose en modelar su alma tanto como su fortaleza física.

Deena lo entendió y quiso empezar cuanto antes. El entrenador Vigil creía que uno debe convertirse en una persona fuerte antes de convertirse en un corredor fuerte. Así que, ¿cómo iba a ser posible que Deena perdiera? A regañadientes, Vigil decidió darle una oportunidad. En 1996, la sometió a su programa de entrenamiento con un toque tarahumara. Un año después, la aspirante a pastelera estaba camino de convertirse en una de las más grandes corredores de larga distancia de la historia de Estados Unidos.

Resultó tan aplastante en la pista que ganó el campeonato nacional de
cross-country
y rompió los récords americanos de las distintas categorías que van de las tres millas hasta la maratón. En los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, Deena superó a la actual poseedora del récord mundial, Paula Radcliffe, y se llevó la medalla de bronce, la primera medalla olímpica ganada por un maratonista americano en veinte años. Sin embargo, si preguntan a Joe Vigil acerca de los logros alcanzados por Deena, muy arriba siempre se encontrará el premio a la Atleta Humanitaria del Año que ganó en 2002.

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