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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (39 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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Para los tarahumaras, ese es su día a día. Ellos se adentran en lo desconocido cada vez que dejan su cueva porque nunca saben cuán rápido tendrán que correr detrás de un conejo, cuánta leña tendrán que arrastrar de vuelta a casa, cuán difícil será escalar durante una tormenta invernal. El primer desafío al que se enfrentan siendo niños es sobrevivir en el borde de un acantilado; el primer juego que aprenden, y que los acompañará de por vida, es ese juego de pelota, que no es sino una forma de ejercitarse en la incertidumbre. Uno no puede driblar una pelota de madera sobre un montón de rocas a menos que esté preparado para embestir, galopar, dar marcha atrás, acelerar y brincar dentro y fuera de las zanjas. Antes de empezar a correr largas distancias, los tarahumaras se hacen fuertes. Y si tenía intenciones de mantenerme sano, me advirtió Eric, yo debía hacer lo mismo. Así que en lugar de estirar antes de echar a correr, me ponía a hacer ejercicios. Tijeras, flexiones de pecho, sentadillas, abdominales; Eric me tenía media hora haciendo series de ejercicios de fortaleza al natural día sí, día no, casi todos con una bola de ejercicio para trabajar mi equilibrio y esos músculos auxiliares de apoyo. Tan pronto terminaba, me lanzaba cuesta arriba. “No hay espacio para correr dormido cuando se corre cuesta arriba”, señalaba Eric. Las subidas largas eran un ejercicio de fuerza y sorpresa que me obligaban a no perder de vista la técnica y a cambiar de marchas como un ciclista del Tour de Francia. “Las cuestas son trabajos de velocidad camuflados”, solía decir Frank Shorter.

Ese fue el año en que la ciudad en que vivía en Pennsylvania sufrió una ola de calor para Navidad. El día de Año Nuevo, me puse unos shorts y una camiseta sintética y salí a correr cinco millas, un paseo sencillo para soltar las piernas en un día de descanso. Corrí a través del bosque durante media hora, luego avancé a través de un campo de heno invernal y me dirigí de vuelta a casa. El sol tibio y el aroma de la hierba quemada por el sol eran todo un lujo, así que fui bajando la velocidad, intentando alargar la última media milla lo más que pude.

Cuando faltaban unas cien yardas para llegar a casa, me detuve, me sacudí la camiseta y regresé para dar una vuelta más por el campo de heno. Terminé esa y di otra más, luego de tirar la camiseta. Para la vuelta número cuatro, mis medias y mis zapatillas se encontraban en el suelo junto a mi camiseta, mientras mis pies se acomodaban al pasto seco y la tierra tibia. Llegada la sexta vuelta empecé a acariciar la pretina de los shorts, pero decidí conservarlos como una muestra de consideración para con mi vecina de ochenta y dos años. Finalmente había recuperado la sensación que tuve cuando corrí con Caballo. La sensación de sencillez, ligereza y suavidad que me decía que podía correr hasta que se ocultara el sol y seguir hasta la mañana siguiente.

Al igual que le había ocurrido a Caballo, el secreto de los tarahumaras había empezado a funcionar para mí incluso antes de que pudiera comprenderlo. Como había estado comiendo más ligero y no me había quedado postrado en cama por ninguna lesión, era capaz de correr más; como corría más, dormía de maravilla, me sentía más relajado y veía como caía mi frecuencia cardíaca en reposo. Incluso me había cambiado el carácter: el mal genio y el temperamento gruñón que yo atribuía a mi ADN italo-irlandés había menguado tanto que mi esposa me dijo: “Oye, si eso se debe a correr, yo te amarro las zapatillas”. Sabía que el ejercicio aeróbico era un antidepresivo poderoso, pero no me había dado cuenta de que podía tener un efecto tan profundo a la hora de estabilizar el estado de ánimo y de contribuir a la —odio usar esta palabra— meditación. Si uno no encuentra las respuestas a sus problemas después de correr durante cuatro horas, es que no va a encontrarlas.

Estuve esperando a que aparecieran los viejos fantasmas del pasado: los tendones de Aquiles chillando, los ligamentos desgarrados, la fascitis plantar. Empecé a llevar mi teléfono celular en las carreras más largas, convencido de que en cualquier momento terminaría hecho un guiñapo cojo al lado del camino. Cada vez que sentía una punzada, recorría mi sistema de diagnóstico:

¿Espalda recta? Sí.

¿Rodillas flexionadas y avanzando hacia delante? Sí.

¿Talones golpeando hacia atrás?… Ahí está el problema. Una vez que realizaba el ajuste, el foco de dolor siempre mitigaba y desaparecía. Para cuando Eric me lanzó a dar vueltas de cinco horas durante el último mes antes de la carrera, los fantasmas y el teléfono celular ya eran cosa del pasado.

Por primera vez en mi vida, aguardaba las carreras larguísimas no con temor sino con ilusión. ¿Cómo había dicho Ted Descalzo?
Como un pez devuelto al mar
. Exacto. Sentía que había nacido para correr. Y, según tres científicos inconformistas, así era.

CAPÍTULO 28

HACE VEINTE AÑOS, en un diminuto laboratorio en un sótano, un joven científico miraba atentamente un cadáver y vio cómo su propio destino se le aparecía delante. Por ese entonces, David Carrier era un estudiante de la Universidad de Utah. Se encontraba dándole vueltas al cadáver de un conejo, intentando descubrir qué eran esas cosas huesudas justo encima del trasero. Las cosas huesudas en cuestión lo intrigaban porque en teoría no debían estar ahí. David era el mejor alumno de la clase de biología evolutiva del profesor Dennis Bramble, y sabía exactamente lo que se suponía que debía encontrarse cuando abría un animal por el vientre. ¿Esos músculos grandes abdominales sobre el diafragma? Necesitaban anclarse a algo fuerte, así que estaban conectados a la vértebra lumbar, de la misma manera en que uno amarra una vela a una botavara. Así era para todos los mamíferos, desde una ballena hasta un
wombat
, pero no, aparentemente, para este conejo: en lugar de estar sujetos a algo macizo, sus músculos abdominales estaban conectados a esas cositas endebles como alitas de pollo.

David apretó una con su dedo. Wow; se comprimía como un resorte de juguete, luego saltaba de vuelta hacia fuera. Pero, ¿por qué de entre todos los mamíferos, necesitaría una liebre un abdomen provisto de resortes?

“Eso me hizo pensar en la forma que tienen de correr, la manera en que arquean la espalda en cada zancada al galope”, me diría Carrier después. “Cuando arrancan con sus patas traseras, extienden la espalda, y tan pronto como aterrizan con las patas delanteras, la espalda se arquea dorsalmente”. Muchos mamíferos doblan su cuerpo de esa manera, meditó. Incluso las ballenas y los delfines mueven sus colas arriba y abajo, mientras que los tiburones la agitan de lado a lado. “Piensa en la manera en que se dobla un guepardo —dijo David—. El ejemplo clásico”.

Bien, esto era bueno. David estaba acercándose a algo. Los felinos grandes y los conejos pequeños corren de la misma forma, pero los últimos tienen resortes pegados al diafragma y los otros no. Los primeros son rápidos, pero los últimos deben ser más rápidos, al menos por un pequeño lapso de tiempo. ¿Y por qué? Simple economía: si los pumas fueran capaces de cazar a todos los conejos, los conejos se terminarían y, eventualmente, no quedarían más pumas tampoco. Pero las liebres nacen con un gran problema: a diferencia de otros animales corredores, no tienen artillería de reserva. No tienen una cornamenta, ni astas, ni pezuñas duras con que patear, y no viajan protegidos por la manada. Para los conejos es todo o nada: o salen disparados hacia un lugar seguro o terminan siendo comida para gatos. Ok, pensó David, quizá los resortes tengan que ver con la velocidad. ¿Qué te otorga velocidad? Eric empezó a marcar piezas. Veamos. Hace falta un cuerpo aerodinámico. Unos reflejos impresionantes. Unas ancas poderosas. Capilares con volumen. Fibras musculares de contracción rápida. Unas patas pequeñas y ágiles. Tendones elásticos que emitan energía elástica. Músculos delgados cerca de las patas, músculos robustos cerca de las articulaciones…

Diablos. No le tomó demasiado a David darse cuenta de que estaba llegando a un callejón sin salida. Son muchos los factores que contribuyen a la velocidad, y las liebres comparten la mayoría de ellos con sus perseguidores. En lugar de descubrir en qué se diferenciaban, estaban encontrando en qué se parecían. Así que llevó a cabo un truco que le había enseñado el doctor Bramble: cuando no puedes dar respuesta a una pregunta, dale la vuelta. Olvidemos qué es lo que da velocidad, pensemos en qué te quita velocidad. Después de todo, no solo importaba cuán rápido podía ir un conejo, si no cuán rápido podía seguir corriendo hasta que encontrara un agujero donde zambullirse.

Bueno, eso era fácil: además de una lazada en la pata, la forma más rápida de detener la marcha de un animal que avanza a velocidad es cortándole el aire. Cero aire equivale a cero velocidad; intenten acelerar mientras aguantan la respiración y vean cuán lejos son capaces de llegar. Los músculos necesitan oxígeno para quemar calorías y convertirlas en energía, así que mientras mejor seas intercambiando gases —aspirando oxígeno, exhalando dióxido de carbono— mejor serás manteniendo la velocidad a tope. Esa es la razón por la que los ciclistas del Tour de Francia siguen siendo atrapados con la sangre de otra gente en las venas. Esas transfusiones ilícitas están llenas de glóbulos rojos extras, que llevan un montón de oxígeno extra a sus músculos. Espera un momento… eso significa que para que una liebre se mantenga un salto por delante de esas mandíbulas aceradas, tendría que tener un poco más de aire que el mamífero grande que tiene detrás. David tuvo una visión de una máquina voladora victoriana, uno de esos descabellados pero plausibles artilugios armados con pistones y válvulas de vapor e interminables laberintos de juegos de palancas neumáticas. ¡Palancas! Esos resortes empezaban a tener sentido. Tenían que ser palancas que otorgaban un turbo a los pulmones del conejo, bombeando como un fuelle de chimenea.

David hizo los cálculos para comprobar si su teoría se sostenía y… ¡bingo! Ahí estaba, tan elegante e ingeniosamente equilibrada como una fábula de Esopo: las liebres pueden alcanzar las cuarenta y cinco millas por hora, pero debido a la energía extra necesaria para operar las palancas (entre otras cosas), solo pueden mantener esa velocidad durante media milla. Los pumas, coyotes y zorros, por su parte, pueden aguantar la velocidad durante más tiempo, pero solo llegan a las cuarenta millas por hora. Los resortes equilibran el juego, otorgando a las por otra parte indefensas liebres exactamente cuarenta y cinco segundos para vivir o morir. Busca refugio deprisa y vivirás largo, pequeño Tambor
[16]
; o ponte a presumir de tu velocidad y morirás en menos de un minuto.

“Sabes —pensó David—, ¿si quitas las palancas, no te encuentras exactamente con la misma arquitectura de cualquier otro mamífero?” Quizá es por eso que sus diafragmas enganchan con la vértebra lumbar. No porque la vértebra sea maciza y no se pueda mover, sino porque es elástico y puede moverse. ¡Porque es flexible!

“Parecía obvio que cuando el animal arranca y extiende la espalda, no es solo para impulsarse, sino también para respirar”, dice David. Imaginó un antílope corriendo por su vida a través de una sabana polvorienta, y detrás de él, una nube veteada. Se centró en la nube, congeló la imagen, y avanzó cuadro por cuadro:

Clic:
conforme el guepardo se estira para dar una zancada, su caja torácica se echa hacia atrás y llena los pulmones de aire…

Clic:
ahora las patas delanteras golpean hacia atrás hasta que las zarpas delanteras y traseras se tocan. La espina dorsal del guepardo se dobla, estrujando la cavidad torácica y aplastando los pulmones hasta vaciarlos y…

Ahí está, otro artilugio respiratorio victoriano, aunque con un poco menos de turbo.

El corazón de David se agolpaba. ¡Aire! ¡Todo lo que le importa a nuestros cuerpos es obtener aire! Voltea la ecuación, como le había enseñado el doctor Bramble, y esto es lo que obtendrás: puede que el afán por obtener aire haya determinado el desarrollo de nuestros cuerpos.

Dios, era tan simple y tan alucinante. Porque si David tenía razón, acababa de resolver el mayor misterio de la evolución humana. Nadie había descubierto por qué los primeros humanos se habían separado del resto de la creación levantando sus nudillos del suelo y poniéndose de pie. ¡Había sido para respirar! Para abrir sus gargantas, hinchar el pecho y aspirar aire mejor que cualquier otra criatura del planeta. Pero ese era solo el principio. Porque si eres mejor a la hora de respirar, David se dio cuenta rápidamente, eres mejor a la hora de…

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