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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (34 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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Llegar hasta aquí requiere un estómago de hierro fundido y una fe ciega en el prójimo, siendo el prójimo el tipo que conduce el autobús. La única carretera que llega a Batopilas es un camino de tierra que se enrosca a la cara escarpada del acantilado, descendiendo siete mil pies en menos de diez millas de trayecto. Según el autobús tomó con esfuerzo curvas cerradísimas, nosotros nos sujetamos con fuerza y miramos por encima los restos de otros autos cuyos conductores erraron el cálculo por unas pocas pulgadas. Dos años después, Caballo estuvo por realizar su propia contribución al cementerio de acero cuando la camioneta que manejaba desbarró y cayó dando tumbos. Caballo se las arregló para escapar justo a tiempo y observó la explosión a la distancia. Más adelante, rescataría unos trozos del chasis chamuscado para utilizarlos como amuletos de la suerte.

Una vez que el autobús realizó su parada al final del pueblo, nos bajamos todo rígidos y con los rostros cubiertos de tierra y sudor, la misma pinta que tenía Caballo cuando lo vi por primera vez.

—¡Ahí está! —gritó Caballo—. Esa es mi casa.

Echamos un vistazo, pero lo único que alcanzamos a ver eran las ruinas de una vieja misión al otro lado del río. No tenía techo y sus paredes de ladrillo rojo estaban desmoronándose, cayendo sobre el cañón colorado del que habían salido, como un castillo de arena derrumbándose y regresando a la arena de la playa. Era perfecto; Caballo había encontrado el hogar ideal para un fantasma viviente. Yo solo podía imaginar cuán perturbador debía ser pasar por aquí de noche y ver su monstruosa danza de sombras alrededor de la fogata conforme paseaba por las ruinas como Quasimodo.

—Wow, eso realmente es algo… hum… distinto —dije.

—No, amigo —dijo—. Por aquí.

Y señaló detrás de nosotros, hacia un camino de cabras apenas perceptible que desaparecía entre los cactus. Caballo empezó a escalar, y nosotros detrás de él, sujetándonos a la maleza para no perder el equilibrio según resbalábamos y escarbábamos por el camino de piedra.

—Diablos, Caballo —dijo Luis—. Este es el único camino de entrada en el mundo que necesita señalización y una estación de socorro en la milla dos.

Tras un centenar de yardas, llegamos a un bosquete de limas salvajes y encontramos una pequeña choza de paredes de arcilla. Caballo la había construido arrastrando rocas desde el río, haciendo ese traicionero camino ida y vuelta cientos de veces con rocas afiladas en las manos. Como hogar, le sentaba incluso mejor que la misión en ruinas; he aquí una fortaleza de la soledad construida por el hombre, desde la que Caballo podía observar todo el valle y aun así permanecer oculto.

Entramos y vimos que Caballo tenía un catre, una pila de sandalias de deporte viejas y tres o cuatro libros sobre Caballo Loco y otros indios nativos americanos en una repisa junto a una lámpara de keroseno. Y eso era todo; no había electricidad, ni agua potable, ni váter. Detrás de la choza, Caballo había cortado unos cactus y allanado un pequeño terreno donde descansar después de correr, fumar algo relajante y contemplar la naturaleza prehistórica. Fuera cual fuera la palabra de Heidegger a la que se refería Ted Descalzo, nadie era más la expresión de su propio hogar que Caballo y su choza.

Caballo estaba ansioso por alimentarnos y deshacerse de nosotros para poder dormir un poco. Los próximos días íbamos a necesitar toda la energía con que contábamos y ninguno había descansado demasiado desde El Paso. Nos llevó de vuelta por su pasadizo secreto y a través de la carretera hasta una pequeña tienda manejada desde la ventana de una casa; uno asomaba la cabeza y si el dependiente Mario tenía aquello que uno necesitaba, se lo daba. En el piso de arriba, Mario alquilaba unas habitaciones pequeñas que contaban con una ducha fría al final del pasillo.

Caballo quería que dejáramos nuestras mochilas y partiéramos inmediatamente en busca de comida, pero Ted Descalzo insistió en desvestirse y meterse debajo de la ducha para removerse la mugre del camino. Salió de la ducha gritando.

—¡Dios! La ducha tiene cables sueltos. ¡Acabo de electrocutarme!

Eric me lanzó una mirada.

—¿Crees que ha sido Caballo?

—Homicidio justificado —dije—. Ningún jurado lo condenaría.

El frente abierto entre Ted Descalzo y Caballo Blanco no había mejorado desde que abandonamos Creel. En una parada, Caballo bajó del techo y se metió en el autobús intentando escapar.

—Este tipo no sabe lo que es el silencio —dijo Caballo echando humo.

—Es de Los Ángeles, amigo; piensa que hay que llenar todo con ruido.

Luego de que dejamos nuestras cosas donde Mario, Caballo nos llevó donde otra de sus Mamás. Ni siquiera tuvimos que pedir, tan pronto como llegamos Doña Mila empezó a sacar todo lo que tenía en la refrigeradora. En breve, empezaron a llegar platos con guacamole, frijoles, nopalitos y tomates aderezados con vinagre ácido, arroz mexicano y un aromático estofado de carne espesado con hígado de pollo.

—Coman bastante —había dicho Caballo—. Van a necesitarlo para mañana.

Iba a llevarnos a una pequeña excursión de calentamiento, según dijo. Tan solo un paseo a una montaña cercana para hacernos probar un bocado del terreno al que tendríamos que enfrentarnos durante la carrera. Seguía diciendo que no iba a ser gran cosa, pero luego nos advertía que sería mejor que comiéramos bien y nos fuéramos directos a la cama. Mi suspicacia creció aún más luego de que un viejo americano de cabello blanco pasara por ahí y se nos uniera.

—¿Cómo va el arreo, Caballo? —saludó.

Su nombre era Bob Francis. Había llegado por primera vez a Batopilas en los años sesenta y una parte de él nunca se había marchado. A pesar de que tenía hijos y nietos en San Francisco, Bob todavía pasaba la mayor parte del año deambulando por los cañones cerca de Batopilas, algunas veces guiando excursionistas, otras veces tan solo visitando a Patricio Luna, un amigo suyo tarahumara que era tío de Manuel Luna. Se habían conocido treinta años atrás, cuando Bob se perdió en las barrancas. Patricio lo encontró, alimentó y alojó en la cueva de su familia durante la noche.

Gracias a su vieja amistad con Patricio, Bob es uno de los pocos americanos que ha participado de una
tesgüinada
tarahumara: la maratónica borrachera que precede, y ocasionalmente previene, las carreras de pelota. Ni siquiera Caballo había llegado a ese nivel de confianza con los tarahumaras, y luego de escuchar las historias de Bob, no estaba seguro de querer hacerlo.

“De repente, amigos tarahumara que conocía de años, tipos que yo sabía que eran tímidos, amigos amables, los tenía delante, pechándome, insultándome, buscando pelea”, decía Bob. “Mientras tanto, sus esposas estaban entre los arbustos con otros hombres y sus hijas mayores peleaban desnudas. Mantenían a los niños ajenos a estos menesteres, puedes imaginar por qué”.

Todo vale en una
tesgüinada
, explicó Bob, porque culpan de todo al peyote, el tequila casero y el
tesgüino
, esa potente cerveza de maíz. Aun siendo así de salvajes, esas fiestas tienen un noble y sobrio propósito: actúan como válvula de presión para dejar escapar los ánimos explosivos. Al igual que el resto de nosotros, los tarahumaras tienen deseos ocultos y rencillas secretas, pero en una sociedad donde todos dependen unos de otros y donde no hay policía para intermediar, ha de haber alguna manera de satisfacer los deseos y rencores. ¿Y qué mejor que una borrachera? Todo el mundo se embriaga, enloquece y, luego, escarmentados gracias a los moretones y la resaca, se sacuden el polvo y continúan a su vida diaria.

“Antes de que la noche llegara a su fin podría haberme encontrado casado o muerto una veintena de veces”, decía Bob. “Pero fui lo suficientemente listo para bajar la copa y salir de ahí antes de que las verdaderas travesuras empezaran”. Si había algún foráneo que conociera las barrancas tan bien como Caballo, ese era Bob, razón por la cual, pese a que estaba algo bebido y con un humor de perros, presté especial atención cuando empezó a meterse con Ted.

—Esas mierdas van a estar muertas mañana —dijo Bob, señalando los FiveFingers que llevaba Ted.

—No voy a llevarlas mañana —dijo Ted.

—Ahora estás hablando con sensatez —dijo Bob.

—Voy a correr descalzo —dijo Ted.

Bob se giró hacia Caballo.

—¿Está bromeando, Caballo?

Caballo sonrió.

Temprano a la mañana siguiente, Caballo vino a buscarnos cuando el sol estaba asomando sobre el cañón.

—Ahí es a donde vamos mañana —dijo Caballo, señalando a través de la ventana de mi cuarto hacia la montaña que se levantaba a la distancia.

Entre nosotros y la montaña había un mar de laderas onduladas, crecidas tan densamente que era difícil ver por dónde podía pasar el camino que las atravesaba.

—Correremos sobre uno de esos amiguitos esta mañana.

—¿Cuánta agua necesitaremos?

—Yo sólo llevo esto —dijo Caballo, agitando una botella de plástico de dieciséis onzas—. Hay un manantial de agua fresca arriba donde rellenar las botellas.

—¿Comida?

—No— dijo Caballo encogiéndose de hombros según se alejaba junto con Scott para ver al resto—. Estaremos de vuelta para el almuerzo.

—Voy a llevar el grandullón —me dijo Eric, mientras llenaba de agua la bota de su mochila de hidratación de noventa y seis onzas de capacidad—. Creo que deberías llevar el tuyo también.

—¿En serio? Caballo dice que solo haremos unas diez millas.

—Nunca hace daño tomar todas las precauciones cuando vamos a algún lugar apartado —dijo Eric—. Incluso si no lo necesitas, sirve de entrenamiento para cuando sí lo haces. Y uno nunca sabe, pasa cualquier cosa y podemos estar fuera más tiempo del que pensábamos.

Dejé la botella de mano y busqué mi mochila de hidratación.

—Agarra unas pastillas de yodo por si hace falta depurar agua. Y unos geles energéticos también —agregó Eric—. El día de la carrera vas a necesitar doscientas calorías por hora. El truco es aprender a tomarlas poco a poco, para así tener un flujo constante de combustible sin abrumar a tu estómago. Será un buen entrenamiento.

Atravesamos Batopilas, dejando atrás a los tenderos que echaban agua sobre el suelo para que el polvo no se levantara. Los escolares de camisas blancas impolutas y cabello negro alisado con agua, interrumpían su parloteo para saludarnos con un educado “Buenos días”.

—Va a hacer calor —dijo Caballo, mientras nos metíamos en una tienda sin letrero en la puerta—. ¿Hay teléfono? —le preguntó a la mujer que nos recibió.

—Todavía no —dijo ella, sacudiendo la cabeza con resignación.

Clarita tenía los dos únicos teléfonos públicos de todo Batopilas, pero el servicio estaba cortado desde hacía tres días, con lo que la única vía de comunicación que quedaba era la radio de onda corta. Por primera vez, me di cuenta de cuán incomunicados nos encontrábamos. No teníamos manera de saber qué ocurría en el mundo exterior, o de hacerles saber qué era de nosotros. Estábamos confiando de una manera tremenda en Caballo, y una vez más, tenía que preguntarme por qué. Si bien Caballo conocía este lugar, seguía pareciendo una locura poner nuestras vidas en las manos de un tipo que aparentaba no preocuparse ni por la suya propia.

Pero por el momento, el rugido de mi estómago y el aroma del desayuno preparado por Clarita se las arreglaron para hacer a un lado mis dudas. Clarita sirvió unos platos grandes de huevos rancheros, con los huevos fritos ahogados en salsa casera y cilantro recién cortado sobre unas gruesas tortillas hechas a mano. La comida era demasiado deliciosa para devorarla, así que comimos sin prisa, rellenando las tazas de café varias veces antes de que fuera hora de marcharnos. Eric y yo seguimos el ejemplo de Scott y metimos unas tortillas extra en los bolsillos para más tarde.

Recién cuando habíamos terminado, caí en cuenta de que los Juerguistas no habían aparecido. Miré el reloj: eran casi las diez.

—Nos marchamos sin ellos —dijo Caballo.

—Yo puedo correr a buscarlos —ofreció Luis.

—No —dijo Caballo—. Pueden estar durmiendo todavía. Tenemos que partir ya si queremos evitar el calor de la tarde.

Quizá era lo mejor, podrían aprovechar el día para rehidratarse y recobrar fuerzas para la escalada del día siguiente.

—Pase lo que pase, no dejes que intenten alcanzarnos —le dijo Caballo al padre de Luis, que estaba quedándose—. Se perderían allá afuera y no volveríamos a verlos. No es broma.

Eric y yo ajustamos bien nuestras mochilas de hidratación, y yo me até un pañuelo en la cabeza. El clima ya estaba caliente y húmedo. Caballo se deslizó a través de una grieta en el muro de contención y empezó a abrirse paso a través de las rocas en la orilla del río. Ted Descalzo se adelantó hasta alcanzarlo, queriendo demostrar con cuánta destreza podía saltar de roca en roca con los pies descalzos. Si Caballo estaba impresionado, no lo demostraba.

—¡OYE CHICOS! ¡ESPÉRENNOS!

Jenn y Billy estaban corriendo a toda velocidad detrás de nosotros. Billy traía la camiseta en la mano y Jenn llevaba las zapatillas desatadas.

—¿Están seguros de que quieren venir? —preguntó Scott cuando llegaron jadeando—. No han comido nada.

Jenn partió un PowerBar y le dio la mitad a Billy. Cada uno llevaba una botellita de agua que no podía contener más de seis sorbos.

—Estamos bien —dijo Billy.

Seguimos el rocoso borde del río durante una milla, luego tomamos un surco seco. Sin mediar palabra, espontáneamente todos echamos a trotar. El surco era amplio y arenoso, lo que permitió a Scott y Ted Descalzo colocarse al lado de Caballo y que corrieran en tres columnas.

—Fíjate en sus pies —me dijo Eric.

Aun cuando Scott corría con las zapatillas Brooks que él había ayudado a diseñar y Caballo lo hacía con sandalias, ambos acariciaban el terreno de la misma manera que Ted lo hacía con sus pies descalzos, las zancadas de los tres avanzaban en perfecta sincronía. Era como ver un equipo de caballos lipizzanos dando vueltas a la pista del circo.

Como una milla después, Caballo tomó una pendiente rocosa, erosionada, que subía hacia la montaña. Eric y yo bajamos la velocidad y empezamos a caminar, siguiendo el credo del ultramaratonista: “Si no puedes ver la cima, camina”. Cuando estás corriendo cincuenta millas, no reporta dividendos matarse en las subidas para luego llegar ahogado a los descensos; sólo se pierden unos pocos segundos si caminas, y luego puedes recuperarlos acelerando en la bajada. Eric piensa que esa es una de las razones por la que los ultramaratonistas no se lesionan ni sufren los estragos del sobreesfuerzo: “Saben cómo entrenarse, no machacarse”.

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