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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (29 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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Desde el momento en que empieces a andar descalzo, cambiará tu forma de correr.

“Ese fue mi momento
¡Eureka!
”, recuerda Ted. De pronto, todo cobraba sentido. ¡Así que era por eso que esas espantosas Kangoo Jumps le hacían doler la espalda! Toda esa protección bajo la planta de los pies le dejaba correr con zancadas grandes y descuidadas, lo que le retorcía la parte baja de la espalda, además de producirle un tirón. Cuando iba descalzo, su postura se corregía instantáneamente; su espalda se enderezaba y sus piernas permanecían en la posición correcta bajo sus caderas.

“No es de extrañar que los pies sean tan sensibles”, reflexionó Ted. “Son dispositivos autocorrectores. Cubrirlos con zapatillas para amortiguar los golpes es como apagar los detectores de humo”.

Corriendo descalzo, Ted hacía cinco millas y no sentía. nada. Ni una punzada. Subió a una hora, dos horas. Meses después, Ted había logrado transformarse de un dolorido y temeroso no corredor en un maratonista descalzo tan rápido que había sido capaz de lograr lo que el 99,9 por ciento de los corredores nunca lograría: clasificar para la maratón de Boston.

Embriagado con su asombroso talento nuevo, Ted continuó apretando la máquina. Corrió la Mother Road 100 —cien millas sobre asfalto a lo largo de la Ruta 66 original—, las cincuenta millas de la Leona Divide y las 100 del Ángeles Crest Endurance Run a través de las escarpadas montañas San Gabriel. Cuando se encontraba con gravilla o vidrios rotos, se ponía unos guantes para pies de hule llamados Vibram FiveFingers y continuaba. Rápidamente, ya no era un corredor más, era uno de los mejores corredores descalzos de Estados Unidos y una reputada autoridad en técnicas de paso de carrera y calzado antiguo. Un periódico incluso publicó un artículo sobre la salud de los pies titulada
“¿Qué haría Ted Descalzo?”

La evolución de Ted estaba completa. Emergió de las profundidades del agua, aprendió a correr y capturó la única presa en que estaba interesado; fama, no fortuna.

—¡Deténganse!

Caballo se dirigía a todos nosotros, no sólo a Ted. Nos detuvo en medio de un inestable puente sobre una acequia de aguas residuales.

—Necesito que hagan un juramento de sangre —dijo—. Así que levanten la mano derecha y repitan después de mí.

Eric me lanzó una mirada.

—¿De qué se trata todo esto?

—No sé.

—Tienen que hacer el juramento aquí mismo, antes de que crucemos al otro lado —insistió Caballo—. Allá atrás está la salida. Esta es la entrada. Si quieren entrar, tienen que hacer el juramento.

Nos encogimos de hombros, dejamos las mochilas y levantamos las manos.

—Si resulto herido, me pierdo o muero —empezó Caballo.

— Si resulto herido, me pierdo o muero —repetimos a coro.

—Será culpa mía.

—¡Será culpa mía!

—Eh. amén.

—¡AMÉN!

Caballo nos llevó hasta la pequeña casa donde habíamos comido el día en que nos conocimos. Nos apretamos todos en la sala de Mamá, mientras su hija juntaba dos mesas. Luis y su padre se escaparon a la calle y regresaron con un par de bolsas llenas de cervezas. Jenn y Billy tomaron unos sorbos de Tecate y empezaron a animarse. Todos levantamos las cervezas y brindamos golpeando las latas con Caballo. Luego se giró hacia mí y fue al grano. De pronto, el juramento del puente cobraba sentido.

—¿Te acuerdas del hijo de Manuel Luna?

—¿Marcelino? —Claro que me acordaba de la Antorcha Humana. Había estado firmando mentalmente contratos con Nike por él desde que lo había visto en la escuela tarahumara—. ¿Va a venir?

—No— dijo Caballo—. Está muerto. Alguien lo mató a golpes en el camino. Fue apuñalado en el cuello, bajo el brazo y le rompieron la cabeza.

—¿Quién? ¿Cómo? —tartamudeé.

—Están pasando todo tipo de mierdas relacionadas con la droga estos días —dijo Caballo—. Quizá Marcelino vio algo que no debía. Quizá intentaron que llevara hierba fuera de las barrancas y dijo que no. Nadie lo sabe. Manuel está destrozado, amigo. Se quedó en mi casa cuando vino a hablar con los federales. Pero no van a hacer nada. No hay ley que valga aquí.

Me senté. Atónito. Me acordé de los narcos en el coche de la muerte rojo que habíamos visto camino de la escuela tarahumara el año anterior. Me imaginé a un sigiloso tarahumara empujándola al borde del acantilado una noche, los narcos llevándose las zarpas desesperadamente al cinturón de seguridad, la camioneta cayendo barranca abajo y explotando en una bola de fuego gigante. No tenía idea de si los tipos del coche de la muerte habían tenido algo que ver. Todo lo que sabía era que quería matar a alguien. Caballo seguía hablando. Ya había asumido la muerte de Marcelino y había vuelto a obsesionarse con la carrera. “Estoy seguro de que Manuel Luna no vendrá, pero espero que Arnulfo aparezca. Y quizá Silvino”. Durante el invierno, Caballo se las arregló para juntar una buena bolsa de premios; no solo estaba poniendo su propio dinero, sino que también había sido contactado por Michael French, un triatleta tejano que hizo una fortuna con su empresa de TIC (Tecnologías de la Información). Mi artículo en
Runner’s World
había despertado la curiosidad de French y, aunque no podía participar, ofreció algo de dinero y maíz para los ganadores.

—Disculpa —dije— ¿Has dicho que Arnulfo viene?

—Sí —asintió Caballo.

Tenía que estar bromeando. ¿Arnulfo? Ni siquiera me había dirigido la palabra, ya ni hablemos de correr conmigo. Si no se había dignado a correr con un tipo que había ido a rendirle homenaje a la misma puerta de su casa, ¿por qué se iba a molestar en atravesar las montañas para correr con una sarta de gringos a los que nunca había visto? Y Silvino; había conocido a Silvino la última vez que estuve aquí. Nos cruzamos con él de casualidad en Creel, justo después de cruzarnos con Caballo. Estaba en su camioneta y llevaban sus jeans, caprichoso fruto de la maratón que había ganado en California. ¿De dónde sacaba Caballo que Silvino se molestaría en asistir a la carrera? A Silvino ni siquiera se lo podía convencer de correr otra maratón tentándolo con la posibilidad de otro buen premio. Había aprendido lo suficiente de los tarahumaras, y de esos dos en particular, para saber que no había forma de que el clan Quimare tuviera intención de unirse.

“¡Los deportes en versión victoriana son
fascinantes!
”. Ted seguía parloteando, ignorante del hecho de que, de pronto, parecía muy improbable que algún corredor tarahumara fuera a aparecer. “Esa fue la primera travesía por el Canal de la Mancha. ¿Han conducido alguna vez una bicicleta de rueda alta? El diseño es tan
ingenioso…”
.

Dios, qué desastre. Caballo estaba frotándose las sienes; era casi medianoche y el solo hecho de estar rodeado de seres humanos le estaba produciendo dolor de cabeza. Jenn y Billy tenían un pelotón caído de latas de Tecate delante y estaban quedándose dormidos sobre la mesa. Yo me sentía abatido y notaba que tanto Eric como Luis habían percibido la tensión en el ambiente y empezaban a preocuparse. Pero Scott no; él estaba reclinado en su silla, divertido. Lo había captado todo y no parecía preocupado por nada.

—Mira, tengo que dormir —dijo Caballo.

Nos guió hasta un grupo de cabañas viejas al final del pueblo. Las habitaciones eran tan austeras como unas celdas, pero estaban inmaculadas y calentitas gracias a las ramas que crepitaban en unas estufas de leña. Caballo masculló algo y desapareció. El resto de nosotros se dividió en parejas. Eric y yo cogimos una habitación, Jenn y Billy se dirigieron a otra.

—¡Está bien! —dijo Ted, aplaudiendo—. ¿Quién va conmigo?

Silencio.

—Ok —dijo Scott—. Pero tendrás que dejarme dormir.

Cerramos nuestras puertas y nos sumergimos bajo una pila de frazadas de lana. El silenció se apoderó de Creel, al punto de que lo último que Scott escuchó fue la voz de Ted Descalzo en la oscuridad. “Ok, cerebro —dijo Ted entre dientes—. Relájate. Es hora de serenarse”.

CAPÍTULO 24

TAPTAPTAPITITAP
.

El amanecer llegó con las ventanas escarchadas y un golpeteo en nuestra puerta.

—Oye —susurraba una voz fuera—. ¿Están despiertos?

Caminé hasta la puerta, temblando, preguntándome qué demonios habrían hecho los Niños Juerguistas esta vez. Luis y Scott estaban fuera, soplándose las manos ahuecadas. Era muy temprano, el cielo tenía todavía ese color café con leche. Los gallos ni siquiera habían empezado a cantar.

—¿Nos escapamos para una carrerilla? —preguntó Scott—. Caballo dijo que partiremos sobre las ocho, así que tendríamos que ir ahora.

—Oh, sí, claro —dije—. Caballo me llevó por un camino genial la vez pasada. Déjame ver si puedo encontrar a este hombre.

Una ventana se abrió de golpe en la cabaña vecina. La cabeza de Jenn apareció de pronto.

—¿Van a correr, chicos? ¡Cuenten conmigo! ¡Billy! —gritó por encima del hombro—, ¡pon en marcha ese trasero, compadre!

Entré a ponerme un short y una camiseta de polipropileno. Eric soltó un bostezo y fue a buscar sus zapatillas.

—Colega, estos tipos son cosa seria —me dijo—. ¿Dónde está Caballo?

—Ni idea. Voy a buscarlo.

Caminé hasta el final de la fila de cabañas, suponiendo que Caballo estaría tan lejos de nosotros como le fuera posible. Toqué la puerta en la última cabaña. Nada. Era una puerta gruesa, así que, para asegurarme, la golpeé fuertemente con el puño.

—¡QUÉ! —rugió una voz.

Las cortinas se abrieron y apareció la cara de Caballo. Tenía los ojos rojos e hinchados.

—Lo siento —dije—. ¿Has cogido un resfrío o algo?

—No, amigo —dijo cansado—. Recién estaba consiguiendo dormir.

Llevaba doce horas intentándolo. Caballo estaba tan estresado que había pasado la noche entera dando vueltas en la cama con un dolor de cabeza producto de la ansiedad. Para empezar, el solo hecho de estar en Creel era suficiente para alterarlo hasta el límite. Es un pueblito agradable pero representa las dos cosas que Caballo más odia: mentiras y matones. Fue nombrado así por Enrique Creel, un voraz terrateniente tan magníficamente cruel que, esencialmente, la Revolución Mexicana se lanzó en su honor. Enrique no sólo organizó la apropiación de tierras que expulsó a miles de campesinos de Chihuahua de sus terrenos sino que se ocupó personalmente de que cualquier campesino belicoso terminara en la cárcel, dado su segundo empleo como jefe de la red de espionaje del dictador mexicano Porfirio Díaz.

Cuando Pancho Villa y sus rebeldes llegaron retumbando en su búsqueda, Enrique se escabulló hacia el exilio en El Paso (dejando atrás a su hijo, que fue secuestrado por los revolucionarios y luego rescatado a cambio de un millón de dólares), pero una vez que México atravesó su inevitable correctivo y retornó a su complaciente corrupción habitual, Enrique regresó a sus gloriosas maquinaciones. Rindiendo un justo homenaje al peor virus humano que había parido la región, el pueblo nombrado por Enrique Creel era el área de lanzamiento de todas las pestes que aquejaban a las Barrancas del Cobre: minería a cielo abierto, tala de árboles indiscriminada, cultivo de drogas y turismo de autobús. Caballo se volvía loco si tenía que pasar mucho tiempo ahí, era como alojarse en un hostal enclavado en un campo de esclavos.

Pero sobre todo, no estaba acostumbrado a hacerse cargo de nadie que no fuera el tipo que se calzaba sus sandalias. Ahora que tenía que velar por nosotros, la aprensión le estaba oprimiendo el pecho con fuerza. Le había costado diez años ganarse la confianza de los tarahumaras y podía venirse abajo en diez minutos. Caballo imaginó a Ted Descalzo y Jenn hablando sin parar en los oídos de unos incomprensivos tarahumaras. Luis y su padre disparando el flash de sus cámaras sobre sus ojos… Eric y yo hostigándolos con preguntas. Una pesadilla.

—No, amigo, no cuenten conmigo para correr ahora —soltó en un quejido y cerró de golpe las cortinas.

Poco después, siete de nosotros —Scott, Luis, Eric, Jenn, Billy, Ted Descalzo y yo— estábamos en el escarpado terreno que me había enseñado Caballo la vez anterior. Dejamos atrás el toldo de árboles justo cuando estaba saliendo el sol por encima de los cerros de rocas gigantes, lo que nos hizo entrecerrar los ojos mientras el mundo entero se cubría de dorado. Gotitas de neblina brillantes bailaban a nuestro alrededor.

—Precioso —dijo Luis.

—Nunca había visto un sitio así —dijo Billy—. Caballo tiene razón, me encantaría vivir aquí, sobreviviendo con lo mínimo y corriendo por estos caminos.

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