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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (26 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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—Cariño, no deberías beber así allá donde estás yendo —le dijo la recepcionista mientras Jenn se tambaleaba camino del ascensor—. De lo contrario te van a violar y dejar muerta en el camino.

La recepcionista sabía bien de lo que hablaba, nuestra primera parada camino de las barrancas era Ciudad Juárez, un pueblo fronterizo donde no rige ley alguna, al punto de que cientos de jovencitas de la edad de Jenn habían sido asesinadas y abandonadas en el desierto en los últimos años. Otras quinientas personas habían sido asesinadas en solo un año. Cualquier duda sobre quién manda en Juárez quedó resuelta cuando varias docenas de oficiales de policía renunciaron o fueron asesinados luego de que los capos de la droga colgaran una lista con sus nombres en los postes de teléfono.

—Bueno —dijo Jenn, despidiéndose con la mano—. Siento lo de las plantas.

La subí de vuelta al sofá-cama, y luego eché doble llave a la puerta para evitar cualquier posible escapada. Después comprobé la hora. Diablos, las 3:30. Teníamos que salir en noventa minutos o no alcanzaríamos a reunirnos con Caballo. En ese momento estaba yendo desde las barrancas hasta Creel. Desde ahí nos guiaría hasta las Barrancas del Cobre. Dos días después, todos teníamos que llegar a un punto específico en el camino de la cordillera de Batopilas, donde los tarahumaras estarían esperándonos. El problema eran los horarios de los autobuses a Creel; si salíamos tarde, no habría forma de saber a qué hora llegaríamos. Y sabía que Caballo no nos esperaría; no tenía que pensárselo siquiera entre dejarnos tirados o hacer esperar a los tarahumaras.

—Mira, ustedes tendrán que adelantarse —le dije a Eric cuando volví a la habitación—. El padre de Luis habla español, así que con él podrán llegar hasta Creel. Yo emprenderé el camino con estos dos tan pronto como sean capaces de caminar.

—¿Cómo vamos a encontrar a Caballo?

—Lo reconocerán. Es único en su especie.

Eric lo pensó.

—¿Estás seguro de que no quieres que meta a estos dos en vereda con un balde de agua helada?

—Suena tentador —dije—. Pero llegados a este punto los prefiero dormidos.

Como una hora después, escuchamos ruido en el baño.

—No hay nada que hacer —máscullé, levantándome para ver quién estaba vomitando.

Pero me encontré con Billy jabonándose en la ducha y Jenn cepillándose los dientes.

—Buenos días —dijo Jenn—. ¿Qué le ha pasado a mi ojo?

Media hora después, los seis estábamos en la furgoneta del hotel atravesando a toda prisa las húmedas calles de la mañana de El Paso, con dirección a la frontera mexicana. Teníamos que cruzar hasta Juárez, luego saltar de bus en bus atravesando el desierto de Chihuahua hasta el borde de las barrancas. Aun con la suerte de nuestro lado, teníamos por delante por lo menos quince horas de destartalados autobuses mexicanos hasta llegar a Creel.

—El hombre que me dé una Mountain Dew puede poseer mi cuerpo —dijo Jenn con la voz ronca, los ojos cerrados y la cara frente a la brisa que entraba por la ventana de la furgoneta—. Y el de Billy.

—Si corren de la misma manera que salen de juerga, los tarahumaras no tienen ninguna oportunidad —me dijo entre dientes Eric—. ¿Dónde encontraste a estos dos?

CAPÍTULO 22

JENN Y BILLY se conocieron en el verano de 2002, luego de que Billy terminara el primer año en la Universidad Virginia Commonwealth y volviera a casa para trabajar como salvavidas en Virginia Beach. Una mañana llegó a su caseta y se encontró con que la Suerte del Tonto lo había tocado de nuevo. Su nueva compañera parecía un comercial de cerveza Corona que había cobrado vida, una preciosidad que alcanzaba notas altas en todas las categorías que puntuaban para Cabeza de Chorlito: era una surfista, una ratona de biblioteca camuflada y una fiestera de armas tomar, cuyo viejo Mitsubishi tenía una silueta tamaño natural de Hunter S. Thompson apuntando un Magnum 44 dibujada sobre el capó. Pero, casi instantáneamente, Jenn comenzó a fastidiarlo. Se había fijado en la gorra de béisbol de la Universidad de Carolina del Norte que llevaba Billy y no iba a dejarlo en paz.

—¡Colega! —dijo Jenn—. Necesito esa gorra.

Jenn había ido a la Universidad de Carolina del Norte durante un año hasta que abandonó y se mudó a San Francisco para escribir poesía, así que si existía justicia
kármica
en esta playa era ella quien debía llevar una prenda de los Tar Heels y no un surfista niño bonito como él, que sólo llevaba la gorra para evitar que sus mechones de niño bonito le cayeran sobre los ojos.

—¡Está bien! —estalló Billy—. Es tuya.

—¡Genial!

—Si
—continuó Billy—, corres hasta la playa en pelotas.

Jenn se rió.

—¡Hecho! Ni bien acabe el turno.

Billy negó con la cabeza.

—No. Ahora mismo.

Momentos después, ovaciones y silbidos brotaron desde el paseo marítimo mientras Jenn salía de un baño portátil con su traje de baño tirado en el suelo detrás de ella.
¡Así se hace, nena!
Llegó hasta la siguiente caseta, a una manzana de distancia, se dio la vuelta y regresó atropellando a la multitud de madres y niños que ella misma debía proteger de, entre otras cosas, la desnudez total de universitarios fracasados haciéndose los locos. Increíblemente, Jenn no fue despedida (eso pasó después, cuando jodió la camioneta del capitán de los salvavidas metiendo un cangrejo vivo bajo el capó).

Durante momentos más tranquilos, Jenn y Billy hablaron largo rato de olas enormes y libros. Jenn adoraba tanto a los poetas beatniks que estaba planeando estudiar escritura creativa en la Escuela Jack Kerouac de Poética Incorpórea, siempre y cuando volviera a la universidad y obtuviera un título antes. Tiempo después leyó la autobiografía de Lance Armstrong,
Mi vuelta a la vida
, y se enamoró de un nuevo tipo de poeta guerrero.

Descubrió que Lance no era tan solo una bestia sobre una bicicleta. Era un filósofo, un beatnik tardío, un vagabundo del Dharma navegando por los mares de asfalto en busca de inspiración y experiencias puras. Sabía que Armstrong había superado un cáncer, pero no tenía idea de cuán cerca de la muerte había estado realmente. Para cuando Armstrong entró a quirófano, el tumor se había expandido por todo su cerebro, sus pulmones y testículos. Luego de la quimioterapia, quedó demasiado débil para siquiera caminar pero tenía que tomar una decisión urgente: ¿debía cobrar la póliza de seguro de un millón y medio de dólares o rechazarla e intentar reconstruirse a sí mismo y volver a ser un deportista de resistencia? Si cobraba la póliza, tenía la vida resuelta. Si la rechazaba y sufría una recaída, era hombre muerto; no tendría dinero, ni seguro médico, ni oportunidad alguna de llegar a los treinta años.

—A la mierda con el surf— soltó Billy. Había descubierto que lo importante de vivir al límite no era el peligro, era la curiosidad. Una curiosidad audaz, como la que había tenido Lance cuando se le daba por perdido, pese a lo cual había decidido comprobar si era capaz de reconstruir su cuerpo destrozado y volver a ser un campeón mundial. Como había hecho Kerouac cuando se lanzó a la carretera para luego escribir en una descarga despreocupada sin pensar en que su trabajo fuera a ver la luz de la imprenta. De esa forma, Jenn y Billy podían trazar una línea de ascendencia que pasaba por un escritor beatnik, un ciclista campeón y llegaba hasta una pareja de salvavidas de Virginia Beach adictos a la cerveza Pabst Blue Ribbon. No esperaban conseguir nada, así que podían intentarlo todo. Llamaban a la puerta de la audacia.

—¿Has oído alguna vez acerca de Mountain Masochist? —le preguntó Billy a Jenn.

—No, ¿quién es?

—Es una carrera, cabeza hueca. Cincuenta millas a través de las montañas.

Ninguno de los dos había corrido una maratón antes. Habían sido chicos de playa toda su vida, así que casi no habían visto las montañas, y ni hablar de correr por ellas. Ni siquiera iban a poder entrenar adecuadamente, la cima más alta cerca de Virginia Beach era una duna de arena. Una carrera de cincuenta millas por las montañas estaba
muuuy
por encima de sus posibilidades.

—Colega, suena genial —dijo Jenn—. Cuenta conmigo.

Necesitaban ayuda de la buena, así que Jenn buscó donde siempre miraba cuando necesitaba consejo. Y como de costumbre, sus borrachos fumadores favoritos aparecieron cuando más falta le hacían. Primero, ella y Billy se sumergieron en
Los vagabundos del Dharma
y empezaron a memorizar las descripciones que Jack Kerouac había hecho de la escalada a las montañas Cascadia.

“Intenta meditar mientras caminas. Limítate a andar mirando al suelo y sin mirar a los lados, y abandónate mientras el suelo desfila a tus pies”, escribió Kerouac. “Las sendas son así: uno se siente flotar en el paraíso shakespeariano de Arden y cree que va a ver ninfas y pastores tocando el caramillo, cuando de repente se encuentra bajo un sol abrasador en un infierno de polvo y espinos y ortigas…, exactamente igual que la vida”.

“Todo nuestro enfoque de las carreras de montaña viene de
Los vagabundos del Dharma”
, me diría después Billy. Y a la hora de buscar inspiración, Charles Bukowski hacía su entrada: “Si vas a intentarlo, ve hasta el final”, escribió el autor de
Barfly
. “No hay sensación parecida/ Estarás a solas con los dioses/ y las noches arderán en llamas… Llevarás las riendas de la vida hasta/ la risa perfecta, es/ la única lucha digna que hay”.

Poco después, los pescadores de la orilla empezaron a notar cosas raras cuando el sol caía todas las tardes sobre el Atlántico. Se oían cánticos entre las dunas —¡Visiooones! ¡Maldiciooones! ¡Alucinacioooones!— seguidos de la aparición de algún tipo de bestia humana de cuatro piernas que galopaba y aullaba. Conforme se acercaba, los pescadores pudieron comprobar que en realidad eran dos personas corriendo hombro con hombro. Una era una jovencita con un pañuelo del orgullo gay en la cabeza y un murciélago tatuado en el brazo, mientras que el otro, hasta donde alcanzaban a ver, parecía un hombre lobo de peso welter bajo la luz de la luna.

Antes de empezar sus carreras vespertinas, Jenn y Billy ponían una cinta de Allen Ginsberg leyendo “Aullido” en su Walkman. Cuando correr dejara de ser tan divertido como el surf, lo dejarían, según habían acordado. Así que para tener la misma sensación de deslizarse sobre el oleaje, la misma sensación de ser levantados y barridos de golpe, corrían al ritmo de la poesía beatnik.

“¡Milagros! ¡Éxtasis! ¡Arrastrados por el río americano!”
, gritaban mientras andaban con pasos felinos junto a la orilla del mar.

“¡Nuevos amores! ¡Loca generación! ¡Abajo sobre las rocas del Tiempo!”

Meses después, durante la carrera Old Dominion 100, unos voluntarios en la estación de socorro a mitad del trayecto oyeron el eco de unos alaridos que venía del bosque. Momentos después, una chica con coletas aparecía de entre los árboles. Se paró de manos pegando un brinco, pegó otro salto para caer sobre sus pies y empezó a boxear con su propia sombra. “¿Esto es todo, Old Dominion?”, gritaba lanzando puñetazos al aire. El único miembro del equipo de apoyo de Jenn, Billy, la esperaba con su refrigerio de media carrera favorito: Mountain Dew y pizza de queso. Jenn dejó de boxear y cortó un trozo de pizza. Los voluntarios la miraban incrédulos.

—Cariño —le advirtió uno—. Será mejor que descanses un poco. En las carreras de cien millas, la mitad del camino no está hecho sino cuando faltan solo veinte millas.

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