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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (27 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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—Ok —dijo Jenn. Y luego se limpió la grasa de la boca en su sostén de deporte, tragó un poco de gaseosa y salió disparada de nuevo.

—Tienes que hacer que baje el ritmo —le dijo uno de los voluntarios a Billy—. Está tres horas por debajo del récord vigente.

Enfrentarse a cien millas en la montaña no era como correr maratones de ciudad; si te metes en problemas cuando oscurece, deberás considerarte afortunado si consigues regresar.

Billy se encogió de hombros. Tras un año de romance con Jenn había aprendido que era capaz de cualquier cosa menos de actuar con moderación. Incluso cuando intentaba refrenarse, fuera lo que fuera que se acumulaba en su interior —pasión, inspiración, irritación, júbilo— inevitablemente encontraba la forma de salir disparado. Después de todo, esta era la mujer que se había inscrito en el equipo de rugby de la Universidad de Carolina del Norte y había establecido un estándar considerado inalcanzable durante los ciento setenta años de historia de este deporte: Demasiado Salvaje para las Fiestas de Rugby. “Se volvía tan loca que los tipos del equipo masculino la tumbaban al piso y la llevaban a rastras de vuelta a su habitación”, contaba su mejor amiga de la universidad, Jessie Polini. Jenn siempre iba a máxima velocidad, preocupándose por las paredes de piedra una vez que se estrellaba contra ellas.

Esta vez, la pared llegó con fuerza en la señal de la milla setenta y cinco. Eran las seis de la tarde. El sol había dibujado un arco en el cielo desde que Jenn había empezado a correr a las cinco de la mañana y todavía le quedaba la distancia equivalente a una maratón. Esta vez no hubo boxeo según llegaba a la estación de socorro. Se detuvo frente a la mesa con comida, atontada por la fatiga, demasiado cansada para comer y con la cabeza demasiado confundida para decidir qué hacer. Todo lo que sabía era que si se sentaba, no sería capaz de levantarse.

—¡Vamos, cachorra! —gritó alguien.

Justo llegaba Billy, quitándose la chaqueta, debajo de la cual llevaba unos bermudas y una camiseta rockera con las mangas rotas. Hay maratonistas que celebran encantados que sus asistentes los acompañen durante las últimas dos o tres millas. Billy se iba a apuntar a una maratón entera. Jenn sintió cómo subía su ánimo. Cabeza de Chorlito. Qué tipo.

—¿Quieres un poco más de pizza? —preguntó Billy.

—Bah. Ni hablar.

—Bien. ¿Estás lista?

—Así es.

Los dos volvieron al camino. Jenn corría en silencio, se sentía mal y todavía estaba contemplando la posibilidad de regresar a la estación y abandonar la carrera. Billy la persuadía para quedarse tan solo con seguir ahí a su lado. Jenn batalló durante una milla, luego otra, y algo extraño empezó a ocurrir: su desesperación se convirtió en euforia, conforme iba sintiendo que, diablos, qué alucinante era deambular por esta naturaleza salvaje bajo una puesta de sol abrasadora, sintiéndose libre y desnuda y veloz, con la brisa fresca del bosque acariciando su piel sudada.

Hacia las 10:30 de la noche, Jenn y Billy habían dejado atrás a todos los corredores menos uno. Jenn no solo terminó la carrera, sino que llegó segunda y se convirtió en la mujer más rápida en la historia de la carrera, rompiendo el antiguo récord por más de tres horas (su récord de 17:34 no ha sido superado hasta la fecha). Cuando el
ranking
nacional apareció unos meses después, Jenn descubrió que se encontraba entre los tres mejores corredores de cien millas de los Estados Unidos. Poco después, estableció un récord global: sus 14:57 en la Rocky Raccoon 100 fue —y sigue siendo— la marca más rápida en una carrera de montaña de cien millas jamás alcanzada por una mujer.

Ese agosto, una foto apareció en la revista
UltraRunning
. En ella puede verse a Jenn terminando una carrera de treinta millas en algún lugar perdido de Virginia. No había nada especial en su desempeño (obtuvo el tercer puesto), ni en su atuendo (unos shorts negros básicos y un sostén deportivo negro básico), ni siquiera en el trabajo de la cámara (poca luz, pobremente recortada). Jenn no estaba luchando a muerte con un contrincante, ni avanzando a grandes pasos sobre la montaña con la majestuosidad de una modelo de Nike, ni llegando jadeante hacia la gloria con una mueca de determinación arrebatadora. Todo lo que hacía era… correr. Correr y sonreír.

Pero había algo extrañamente conmovedor en esa sonrisa. Uno podía ver que lo estaba pasando en grande, como si no hubiera una sola cosa en la Tierra que prefiriese estar haciendo en ese momento, ni un solo lugar en todo el planeta donde prefiriese estar haciéndolo, nada fuera de este sendero perdido en medio del desierto apalache. Y aunque acababa de correr cuatro millas más que una maratón, se la veía ligera y despreocupada, con la mirada coqueta y la coleta bailándole alrededor de la cabeza, como baila una camiseta en el puño de un futbolista brasileño que acaba de anotar un gol. Su placer era a todas luces inconfundible, la hacía sonreír de una forma tan honesta y descuidada que parecía sumida en la vorágine de la inspiración artística.

Quizá lo estaba. Cada vez que una disciplina artística pierde la llama de la inspiración, que se ve debilitada por la endogamia intelectual y sus principios rectores devienen en rancia tradición, un ala radical eventualmente aparece para hacer volar todo por los aires y empezar la reconstrucción desde los cimientos. Los Jóvenes Pistoleros de la ultramaratón eran como los escritores de la Generación Perdida de los años veinte, los poetas beatniks de los cincuenta y los rockeros de los sesenta: eran muy pobres y eran ignorados y por tanto libres de cualquier atadura y expectativa. Eran artistas del cuerpo, jugando con la paleta de la resistencia humana.

—Entonces, ¿por qué no corres maratones? —le pregunté a Jenn cuando la llamé para entrevistarla acerca de los Jóvenes Pistoleros—. ¿Crees que podrías clasificarte para las pruebas eliminatorias a las Olimpiadas?

—Colega, en serio —me dijo—. La marca para clasificar está en 2:48. Cualquiera puede hacer eso.

Jenn podía correr una maratón en menos de tres horas vistiendo un bikini de hilo dental y tomándose una cerveza en la milla 23. Y lo haría, justo cinco días después de correr las cincuenta millas de una carrera en la Cordillera Azul.

—¿Y luego qué? —continuó Jenn—. Odio todo ese bombo alrededor de las maratones. ¿Cuál es el misterio? Conozco a una chica que está entrenando para las pruebas de clasificación, ¡y tiene programadas todas sus rutinas de entrenamiento de los próximos tres años! Hace trabajo de velocidad en pista casi todos los días. Yo no podría hacerlo, amigo. Se suponía que iba a correr con ella un día a las seis de la mañana, y la llamé a eso de las dos de la mañana para decirle que estaba sumergida en margaritas y que
probablemente
no iba a llegar.

Jenn no tenía ni entrenador ni programa de entrenamiento, ni siquiera tenía un reloj propio. Tan solo salía de la cama cada mañana, comía una hamburguesa vegetariana y corría tan lejos y tan rápido como quería, lo que normalmente terminaban siendo unas veinte millas. Luego se montaba en la patineta que compró en lugar de un vale de estacionamiento y salía disparada a clase en la Universidad de Old Dominion, donde acababa de matricularse y estaba consiguiendo puras As.

—Nunca he hablado de esto con nadie porque suena pretencioso, pero empecé a correr ultramaratones para convertirme en mejor persona —me dijo Jenn—. Pensé que si uno podía correr cien millas, alcanzaría el estado zen. Que sería el puto Buddha, trayendo paz y sonrisas al mundo. No ha funcionado para mí, sigo siendo la misma gamberra que era antes, pero ahí está la esperanza de que te convertirá en la persona que quieres ser, una persona mejor, en paz.

Y luego continuó:

—Cuando estoy metida en una carrera larga, lo único que importa en esta vida es terminar la carrera. Por una vez, mi cabeza no está diciendo
bla bla bla bla
todo el tiempo. Todo se calma y fluye. Soy solo yo y el desplazamiento y el movimiento. Por eso lo adoro… ser una bárbara corriendo por el bosque.

Escuchar a Jenn era como entrar en contacto con el fantasma de Caballo Blanco.

—Es curioso pero suenas igual que este tipo que conocí en México —le dije—. Estoy yendo para allá dentro de unas semanas para una carrera que está organizando con los tarahumaras.

—¡No molestes!

—Es probable que venga Scott Jurek también.

—¡Estás de broma! —exclamó la Buddha en ciernes—. ¿En serio? ¿Podemos mi amigo y yo? Oh no. Mierda. Tenemos exámenes parciales esa semana. Voy a tener que engañarlo para que acepte. Dame hasta mañana, ¿bueno?

A la mañana siguiente, según lo prometido, recibí un email de Jenn:

Mi madre piensa que eres un asesino en serie que va a matarnos en el desierto. Bien vale la pena el riesgo. ¿Dónde nos encontramos?

CAPÍTULO 23

LLEGAMOS a Creel bien entrada la noche, con el autobús sacudiéndose al parar, y con un silbido de frenos que parecía un suspiro de alivio. Fuera de la ventana, alcancé a ver cómo se acercaba hacia nosotros, abriéndose paso en la oscuridad, el viejo sombrero de paja de Caballo.

No podía creer que habíamos atravesado el desierto de Chihuahua sin mayores problemas. Normalmente, las probabilidades que existían de cruzar la frontera y agarrar cuatro autobuses seguidos sin que ninguno se malograra o avanzara a trompicones para retrasarse medio día eran las mismas de ganar el premio de una máquina tragamonedas de Tijuana. En cada viaje a través de Chihuahua es casi seguro que alguien tendrá que consolarte con el lema local: “Nada funciona según lo planeado, pero siempre termina funcionando”. Pero este plan, hasta ahora, estaba resultando ser a prueba de tontos, a prueba de borrachos y a prueba de narcos.

Claro, eso hasta que Caballo conoció a Ted Descalzo.

—¡CABALLO BLANCO! ¿Ese eres TÚ, CIERTO?

Antes incluso de que consiguiera bajar del autobús, pude oír una voz fuera retumbando como un cañonazo.

—¡TÚ ERES Caballo! ¡ES GENIAL! ¡Puedes llamarme MONO! ¡EL MONO! Ese soy YO, EL MONO. Ese es mi animal interior.

Cuando salí por la puerta, me encontré a Caballo consternado de incredulidad ante Ted Descalzo. Como el resto de nosotros había descubierto durante las largas horas de viaje en autobús, Ted Descalzo hablaba de la misma manera que Charlie Parker tocaba el saxo: percibía cualquier entrada posible y desataba un asombroso torrente de improvisación, aparentemente respirando por la nariz mientras expulsaba un inagotable flujo de sonido por la boca. Durante nuestros primeros treinta segundos en Creel, Caballo recibió una ráfaga de conversación mayor a la que había tenido en todo un año. Sentí una punzada de lástima, pero sólo una punzada. Nosotros habíamos estado escuchando el remix de los Grandes Éxitos de Ted Descalzo durante las últimas quince horas. Ahora le tocaba a Caballo.

—… los tarahumaras me han inspirado MUCHO. La primera vez que leí que podían correr cien millas en sandalias, ese logro fue tan chocante y SUBVERSIVO, tan contrario a lo que yo había asumido era NECESARIO para que un ser humano recorriera esa distancia, que recuerdo haber pensado:
“¿Cómo DIABLOS? ¿Cómo DIABLOS es posible?”
. Ahí empezó todo, ese fue el primer RAYO DE LUZ que me hizo ver que
QUIZÁAAS
las compañías de calzado deportivo modernas no tenían todas las respuestas.

Uno no tenía siquiera que escuchar a Ted Descalzo para disfrutar de la coctelera que llevaba por cabeza, bastaba con verlo. Su atuendo era mitad monje tibetano, mitad patinador chic: pantalones de
kickboxing
de jean con un cordel a la cintura, una ajustada camiseta sin mangas, sandalias de baño japonesas, un amuleto de latón con forma de esqueleto que le colgaba a la mitad del pecho y un pañuelo rojo atado al cuello. Con la cabeza rapada, el cuerpo cuadrado y unos ojos negros que bailaban en busca de atención de manera similar a como lo hacía su voz, parecía una versión lista para el combate del Tío Lucas.

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