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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (43 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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¿Matemáticas?

—Hum, ¿y cómo hace un matemático para hacer correr a un antílope hasta la muerte?

Bramble escuchó un resoplido ahogado en risas.

—Por casualidad, básicamente.

Resulta inquietante cómo las vidas de Louis Liebenberg y David Carrier giraron en espirales cercanas durante décadas sin que ninguno llegase a saber del otro. Allá por comienzos de los años ochenta, Louis era también un estudiante universitario que, como David, se quedó electrificado al acercarse a una forma de comprensión de la evolución humana en la que muy pocos creían.

Una parte del problema de Louis era su experiencia: no tenía ninguna. Por entonces, tenía apenas veinte años y estaba estudiando matemáticas aplicadas y física en la Universidad de Ciudad del Cabo. Fue en un curso electivo de filosofía de la ciencia donde empezó a preguntarse acerca del Big Bang de la mente humana. ¿Cómo saltamos de un nivel de pensamiento de mera supervivencia, similar al de otros animales, a conceptos increíblemente complejos como la lógica, el humor, la deducción, el razonamiento abstracto y la imaginación creativa? Bueno, el hombre primitivo mejoró su
hardware
con un cerebro más grande, ¿pero de dónde sacó el
software?
El crecimiento del cerebro es un proceso orgánico, pero ser capaz de utilizarlo para proyectarse hacia el futuro y realizar una conexión mental entre, por decir, una cometa, una llave y un rayo para descubrir la conducción eléctrica era una especie de golpe de magia. Así que, ¿de dónde procedía la chispa de inspiración? La respuesta, creía Louis, estaba en los desiertos del sur de África. Pese a que era un chico de ciudad que no sabía nada del campo, tenía la corazonada de que el mejor lugar para investigar el nacimiento del pensamiento humano era el lugar donde empezó la vida humana. “Tenía el vago presentimiento de que el arte de rastrear animales podía suponer el origen de la ciencia misma”, dice Louis. ¿Y qué mejor objeto de estudio que los bosquimanos en el desierto de Kalahari, que fueron tanto maestros rastreando animales como vestigios vivientes de nuestro pasado prehistórico?

Y así, a la edad de veintidós años, Louis decidió dejar la universidad para escribir un nuevo capítulo de la Historia Natural y probar su teoría con los bosquimanos. Era un plan desquiciadamente ambicioso para un chico que había dejado la universidad y no tenía experiencia alguna en antropología, supervivencia en entornos salvajes o método científico. No hablaba el idioma materno de los bosquimanos, el !Kabee, ni el que habían adoptado, el afrikáans. ¿Pero qué más daba?, pensó Louis encogiéndose de hombros y se puso a trabajar. Encontró un traductor de afrikáans, hizo contacto con guías de caza y antropólogos, y finalmente tomó la autopista Trans-Kalahari para internarse en Botsuana, Namibia y… hasta lo desconocido.

Como Scott Carrier, Louis pronto descubriría que estaba perdiendo una carrera contra el tiempo. “Fui de aldea en aldea buscando bosquimanos que cazaran con arco y flecha, ellos debían tener las habilidades requeridas para el rastreo”, dice Louis. Pero, en vista de que los grandes safaris y ganaderos estaban haciéndose con sus viejos cotos de caza, la mayoría de los bosquimanos había abandonado la vida nómada y vivían en asentamientos del gobierno. Su declive resultaba desconsolador; en lugar de recorrer la tierra salvaje, muchos bosquimanos sobrevivían con salarios esclavizantes que obtenían trabajando en granjas mientras veían a sus hermanas e hijas reclutadas por prostíbulos de carretera.

Louis continuó buscando. En las profundidades del Kalahari, por fin dio con una tribu renegada de bosquimanos que, en sus palabras, “se aferraban obstinadamente a su libertad e independencia y no estaban dispuestos a someterse a la labor manual o la prostitución”. Y resultó que la búsqueda de Uno en Seis Mil Millones era casi matemáticamente correcta: en todo el desierto de Kalahari solo quedaban seis cazadores de verdad.

Los renegados permitieron a Louis quedarse con ellos, una oferta que él se tomó al pie de la letra y llevó al extremo; una vez instalado, Louis actuó como un pariente político desocupado, viviendo como un okupa de los bosquimanos por los siguientes cuatro años. El chico urbano de Ciudad del Cabo aprendió a vivir con una dieta bosquimana de raíces, bayas, puercoespines y liebres saltadoras con apariencia de ratas. Aprendió a mantener encendida su fogata y su carpa cerrada incluso en las noches más calurosas, ya que las hienas son conocidas por arrancar a personas de refugios abiertos y desgarrarles la garganta. Aprendió que si tropiezas de casualidad con una leona enojada y sus cachorros, has de mantenerte erguido y decidido hasta hacerla retroceder, pero si se da la misma situación con un rinoceronte debes correr como alma en pena.

A la hora de comparar mentores, nadie puede vencer a la supervivencia misma: ya solo intentar llenarse la barriga día tras día y evitar molestar, por ejemplo, a un par de chacales de lomo negro apareándose debajo de un baobab eran maneras excelentes para que Louis empezara a absorber la magia del perseguidor experto. Aprendió a echar un vistazo a una pila de estiércol de cebras y distinguir qué excrementos correspondían a qué animal; los intestinos, descubrió, tienen surcos y relieves que otorgan patrones únicos a las heces. Si uno aprende a distinguirlas puede diferenciar a una zebra de entre una manada y rastrearla durante días siguiendo la pista de sus excrementos diferenciados. Louis aprendió a agacharse delante de un puñado de huellas de zorro y reconstruir exactamente lo que había estado haciendo: aquí estaba moviéndose lentamente mientras olisqueaba en busca de ratones y escorpiones y, mira, aquí es donde salió trotando con algo en la boca. Un remolino de tierra batida le decía el lugar en que un avestruz se había dado un baño de tierra y le permitía volver atrás en busca de sus huevos. Las suricatas hacían sus madrigueras en tierra dura, entonces ¿por qué habían estado excavando aquí en esta arena suave? Seguramente hay una madriguera de deliciosos escorpiones…

Pero incluso una vez que uno aprende a leer la tierra, todavía no sabe nada; el siguiente nivel es rastrear sin huellas, un estadio superior de razonamiento conocido en la literatura especializada como “caza especulativa”. La única manera de llevar esto a cabo, descubrió Louis, era consiguiendo proyectarse fuera del presente y hacia el futuro, metiéndose en la mente del animal al que se está rastreando. Una vez que uno aprende a pensar como otra criatura, puede anticiparse a sus movimientos y reaccionar incluso antes de que actúe. Si esto suena un poco como una película de Hollywood, es que han visto un buen puñado de películas acerca de criminalistas del FBI dueños de una increíble clarividencia capaces de “ver con los ojos del asesino”. Pero en las llanuras Kalahari, la proyección mental era un talento muy real y potencialmente letal.

“Cuando uno está detrás de un animal, intenta pensar como ese animal para predecir adónde se dirige”, dice Louis. “Mirando sus huellas uno puede visualizar los movimientos del animal y sentir esos movimientos en su propio cuerpo. Entra en un estado como de trance, así de intensa es la concentración. Puede ser algo peligroso, ya que te encuentras entumecido respecto a tu propio cuerpo y puedes seguir forzándolo hasta el colapso”.

Visualización… empatía… pensamiento abstracto y proyección al futuro: excepto por la parte en que podríamos desplomarnos, ¿no es esa exactamente la ingeniería mental que usamos en la actualidad en la ciencia, la medicina y las artes creativas? “Cuando uno rastrea, está creando relaciones causales mentalmente, porque en realidad no ha visto lo que el animal ha hecho”, se dio cuenta Louis. “Esa es la esencia de la física”. Con la caza especulativa, los cazadores humanos primitivos habían ido más allá de unir los puntos; estaban uniendo puntos que solo existían en sus cabezas.

Una mañana, cuatro de los bosquimanos renegados —!Nate, !Nam!kabe, Kayate y Boro/xao— despertaron a Louis antes del alba para invitarlo a una cacería especial. No desayunes nada, le advirtieron, y bebe toda el agua que puedas. Louis apuró una taza de café, cogió sus botas y siguió a los cazadores según se internaban en la oscuridad de la sabana. El sol salió y empezó a arder sobre sus cabezas, pero los cazadores siguieron adelante. Finalmente, luego de caminar casi veinte millas, vieron un pequeño grupo de kudus, un tipo de antílopes especialmente ágiles. Y aquí es donde los bosquimanos empezaron a correr.

Louis se quedó parado, confundido. Conocía la técnica estándar de caza con arco de los bosquimanos: déjate caer sobre la barriga, arrástrate hasta que la presa esté a tiro, dispara. ¿Pero qué diablos era todo esto? Algo había oído acerca de la caza por persistencia, pero la había colocado en algún lugar entre el accidente y la mentira: o algún animal se había roto el cuello de verdad mientras escapaba, o toda la historia era una mentira completa. No había forma de que estos tipos fueran a atrapar a uno de estos kudus corriendo. Ni hablar. Pero mientras más decía “Ni hablar”, más lejos estaban los bosquimanos, así que Louis dejó sus cavilaciones y empezó a correr.

“Así es como lo hacemos”, dijo !Nate cuando Louis los alcanzó jadeando. Los cuatro cazadores corrían velozmente aunque con comodidad detrás de los saltarines kudus. Cada vez que los animales se dirigían a una arboleda de acacias, uno de los cazadores se separaba del grupo y hacia que los kudus volvieran a correr bajo el sol. La manada se diseminaba, reagrupaba y diseminaba de nuevo, pero los cuatro bosquimanos corrían y regateaban detrás de un único kudu, separándolo del grupo cuando intentaba mezclarse, ahuyentándolo cuando intentaba descansar bajo la sombra de los árboles. Si les surgía alguna duda acerca de cuál de los animales seguir, se echaban al suelo, comprobaban las huellas y realizaban ajustes a la persecución.

Mientras jadeaba detrás de los bosquimanos, Louis se sorprendió al ver que !Nate, el más fuerte y mejor dotado de entre los cazadores renegados, se quedaba rezagado a su lado. !Nate ni siquiera llevaba consigo una cantimplora como los otros. Luego de transcurridos unos noventa minutos de persecución, descubrió por qué: cuando uno de los cazadores mayores se cansaba y abandonaba, le entregaba su cantimplora a !Nate, que se la bebía entera y luego, ya vacía, la cambiaba por otra medio llena cuando un segundo corredor abandonaba. Louis observaba estupefacto, resuelto a ver la caza hasta el final. Se arrepentía amargamente de haber elegido unas botas pesadas; los bosquimanos calzaban tradicionalmente unos ligeros mocasines de piel de jirafa, y ahora llevaban unas endebles y ligeras zapatillas que permitían que sus pies respiraran. Louis veía lo mal que parecía encontrarse el kudu y él se sentía igual: veía cómo se tambaleaba… cómo se le doblaban las rodillas, se le enderezaban… se recuperaba y salía brincando… luego caía al suelo.

Lo mismo que Louis. Para cuando llegaron hasta donde estaba el kudu caído, tenía tanto calor que había dejado de sudar. Se tiró bocabajo en la arena. “Cuando estás concentrando en la cacería, te explotas hasta el límite. No eres consciente de lo exhausto que estás”, explicaría después Louis. En cierta forma, había triunfado. Se las había arreglado para superarse a sí mismo y correr como si fuera él quien estaba siendo perseguido. Pero no había sabido chequear sus propias huellas; dado que era tan fácil verse insensibilizado ante los propios signos vitales, los bosquimanos habían aprendido tiempo atrás a chequear periódicamente sus propias huellas. Si lucían tan mal como las del kudu, hacían una parada, se lavaban la cara, se llenaban la boca de agua y dejaban que goteara lentamente por su garganta. Luego del último trago, volvían a comprobar sus huellas.

Louis sentía cómo le latía la cabeza y tenía los ojos tan secos que empezaba a ver borroso. Estaba apenas consciente, lo suficiente para sentirse realmente asustado; estaba tumbado en la arena del desierto a 107 grados Fahrenheit, y sabía que solo tenía una oportunidad de salir con vida. Buscó torpemente el cuchillo que llevaba en el cinturón y se acercó al kudu muerto. Si lo abría, podría beber el agua de su estómago.

“¡NO!” !Nate lo detuvo. A diferencia de otros antílopes, los kudus comen hojas de acacia, que son venenosas para el ser humano. !Nate tranquilizó a Louis, le dijo que aguantara un poco más y salió corriendo: pese a que había hecho veinte millas andando y otras quince corriendo, todavía podía correr doce más para conseguirle a Louis algo de agua. !Nate no le permitió beberla de golpe. Primero, le empapó la cabeza, luego le lavó la cara y solo después de que la piel de Louis había empezado a enfriarse, !Nate le dejó dar unos cuantos sorbos pequeños.

Luego de que !Nate lo hubiera ayudado a regresar al campamento, Louis se maravillaría de la cruel eficiencia de la caza por persistencia. “Es mucho más eficaz que el arco y la flecha”, comentaría. “Hacen falta muchos intentos para llevar a cabo exitosamente la caza con arco. Puedes herir al animal y este puede escaparse todavía, o puedes perderlo a manos de los carroñeros que han olido la sangre, o puede hacer falta toda la noche para que el veneno de las flechas surta efecto. Solo un pequeño porcentaje de los disparos de flecha resultan exitosos; teniendo en cuenta el número de días dedicados a la caza, el rédito en carne de la caza por persistencia es mucho mayor”.

Solo en su segunda, tercera y cuarta cacería por persistencia, Louis tomaría conciencia de cuánta suerte había tenido en la primera; ese primer kudu cayó después de dos horas, pero a partir de entonces todos los demás exigieron que los bosquimanos corrieran detrás de ellos entre tres y cinco horas (tiempo que coincide nítidamente, podríamos hacer notar, con el que tardan la mayoría de las personas en correr nuestra versión moderna de la caza prehistórica: la maratón.
El esparcimiento tiene sus razones
).

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