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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (49 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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Menos mal.

—Prepárate —gritó Eric cuando nos cruzamos en la otra orilla del río—. Allá es más duro de lo que recuerdas.

Las colinas eran tan exigentes, admitió Eric, que él mismo había estado a punto de abandonar. Una ráfaga de malas noticias como esa podía sentirse como un puñetazo al abdomen, pero Eric creía que lo peor que uno podía hacer con un corredor a media carrera era darle falsas esperanzas. Lo que te hace tensar los músculos es aquello que no esperas; pero mientras sepas a qué atenerte, puedes relajarte y reducir o aumentar la intensidad según lo requiera el esfuerzo.

Eric no estaba exagerando. Durante una hora, subí y bajé las colinas, convencido de que me había perdido y estaba a punto de desaparecer para siempre en medio de la nada. Había un solo camino y yo lo estaba siguiendo, pero ¿dónde demonios estaba el pequeño huerto de toronjas de Los Alisos? Se suponía que estaba a tan solo cuatro millas del río, pero sentía que había recorrido ya unas diez y todavía no podía verlo. Por fin, cuando los muslos me ardían y tiraban tan fuerte que pensé que estaba a punto de derrumbarme, alcancé a ver un pequeño grupo de árboles de toronja en la colina que tenía delante. Conseguí llegar a la cima y me tumbé al lado de un grupo de tarahumaras de Urique. Habían oído que estaban descalificados así que habían decidido descansar un poco a la sombra antes de comenzar la caminata de vuelta al pueblo.

—No hay problema —dijo uno de ellos—. De todas formas, estaba demasiado cansado para seguir.

Me alcanzó una pequeña taza de latón. La hundí en la olla comunal de pinole, la giardiasis podía irse a freír monos. Estaba frío y deliciosamente granulado, como un helado de palomitas de maíz. Me tragué una taza entera, y luego otra, mientras echaba un vistazo al trecho que acababa de recorrer. A lo lejos, el río parecía un dibujo de tiza descolorido. No podía creer que hubiera corrido esa distancia. Ni que estuviera a punto de volver a hacerlo.

—¡Es
increíble
! —gritó entre jadeos Caballo.

Estaba bañado en sudor y los ojos se le salían de la emoción. Mientras luchaba por recuperar el aliento, un río de sudor le saltaba del pecho y caía hacia delante, una lluvia de gotitas brillando bajo el abrasador sol mexicano.

—¡Tenemos un evento de categoría internacional! —resollaba Caballo—. ¡Y aquí, en medio de la nada!

Cerca de la marca de la milla cuarenta y dos, Silvino y Arnulfo seguían por delante de Scott, mientras Jenn se arrastraba detrás de los tres. Cuando pasó por segunda vez por Urique, Jenn se dejó caer en una silla para beber una Coca-Cola, pero Mamá Tita la levantó de las axilas y la puso de nuevo en pie.

—¡Tú puedes, cariño, tú puedes! —gritaba Tita.

—No voy a abandonar —intentó protestar Jenn—. Solo necesito un trago.

Pero las manos de Tita estaban en la espalda de Jenn, empujándola de vuelta a la calle. Justo a tiempo, además. Herbolisto y Sebastiano habían aprovechado la pista plana que llevaba al pueblo para recortar la ventaja de Jenn en un cuarto de milla, mientras que Billy Cabeza de Chorlito se había librado de Luis y estaba ahora a un cuarto de milla de distancia de ellos.

—¡Esto puede inclinarse a favor de cualquiera! —dijo Caballo.

Iba media hora por detrás de los líderes, lo que estaba volviéndolo loco. No porque estuviera perdiendo, sino porque corría el riesgo de perderse la llegada. El suspenso era tan irresistible que, finalmente, Caballo optó por abandonar la carrera y atajar hacia Urique para intentar llegar a tiempo de ver el enfrentamiento final.

Lo vi partir, desesperado por alcanzarlos. Yo estaba tan cansado que no pude arreglármelas para subir al delgado puente que había sobre el río y, de alguna manera, terminé debajo de él, obligado a cruzar el río chapoteando por cuarta vez. Mis pies empapados pesaban tanto que, cuando llegué a la otra orilla, casi no podía levantarlos y debí arrastrarlos por la arena. Llevaba todo el día fuera, y volvía a encontrarme en la misma interminable cumbre alpina desde la que casi me había caído esa mañana, cuando una serpiente muerta me asustó. No había forma de que bajara antes de la puesta del sol, así que esta vez me encontraría andando a ciegas en la oscuridad.

Bajé la cabeza y me puse en marcha con pesadez. Cuando miré alrededor, me vi rodeado por niños tarahumaras. Cerré los ojos y los volví a abrir. Los niños seguían ahí. Me alegró tanto que no fuera una alucinación que estuve a punto de llorar. No tenía idea de dónde habían salido y por qué habían decidido acompañarme. Subimos más y más todos juntos.

Cuando habíamos recorrido casi media milla, se lanzaron a un camino secundario y me hicieron señales para que los siguiera.

—No puedo —les dije con pesar.

Se encogieron de hombros y se perdieron entre los arbustos.

—¡Gracias! —dije con la voz rasposa.

Continué apretando colina arriba, arrastrando los pies a un ritmo no mucho mayor que el de una caminata. Cuando alcancé una pequeña planicie, ahí estaban los niños, esperándome.
Así
era como los tarahumaras de Urique habían hecho para conseguir tamaña ventaja. Los chicos se levantaron de un salto y corrieron a mi lado hasta que, una vez más, desaparecieron entre la maleza. Media milla después, volvieron a aparecer. Esto estaba convirtiéndose en una pesadilla: seguía corriendo y corriendo, pero no cambiaba nada. La colina se alargaba hacia el infinito, y mirara donde mirara, los Niños del Maíz volvían a aparecer.

“¿Qué haría Caballo?”, me pregunté. Caballo estaba constantemente metiéndose en aprietos sin solución, y siempre se las arreglaba para encontrar una salida. Para empezar se concentraba en correr “fácilmente”, me dije a mí mismo. Porque si no llegas a más, ya será bastante. Luego se enfocaba en hacerlo “ligero”. Lo hacía sin esfuerzo, como si no le importara cuán alta era la colina ni cuán lejos debía llegar…

—¡OSO!

Ted Descalzo venía hacia mí, y parecía desesperado.

—Unos chicos me dieron un poco de agua, estaba tan fría que pensé en usarla para refrescarme —dijo Ted Descalzo—. Así que ahí estoy, echándomela encima, rociándomela por todas partes…

Tuve problemas para seguir la narración de Ted Descalzo porque su voz bajaba y subía como una radio mal sintonizada. Mis niveles de azúcar eran tan bajos, descubrí, que estaba a punto de caer desmayado.

—… así que ahí pensando: “Mierda, oh mierda, me he quedado sin agua…”.

Por lo que pude captar de la verborragia de Ted Descalzo, quedaba como una milla para la vuelta. Escuché con impaciencia, desesperado por llegar a la estación de socorro para poder devorar una barrita energética y tomar un descanso antes de enfrentarme a las cinco millas finales.

—… Así que me digo que tengo que mear, y mejor mear dentro de una de estas botellas en caso de encontrarme en las últimas, ya sabes, las últimas de las últimas. Así que meo en la botella y la orina es como
naranja
. No tiene buen aspecto. Y está
caliente
. Pienso que la gente me miraba mear en la botella y pensaba: “Wow, estos gringos son realmente duros”.

—Espera —dije, empezando a entender lo que ocurría—. ¿No habrás bebido orina?

—¡Fue lo
peor
! La orina con peor sabor que he bebido en mi vida. Podría embotellarla y venderla para resucitar muertos. Sé que se puede beber orina, pero no si ha sido calentada y agitada en los riñones durante cuarenta millas. Fue un experimento fallido. No volvería a beber esa orina aunque fuera el último líquido sobre la faz de la Tierra.

—Toma —dije, ofreciéndole el agua que me quedaba.

No entendía por qué, si estaba tan preocupado, no había vuelto a la estación de socorro para rellenar sus botellas, pero estaba demasiado exhausto para hacer más preguntas. Ted Descalzo tiró la orina, rellenó su botella y se puso en marcha de nuevo. Con todo lo raro que era, su determinación e ingenio estaban fuera de toda duda; estaba a menos de cinco millas de acabar una carrera de cincuenta millas en sus pantuflas de hule, y estaba dispuesto a beber fluidos corporales para conseguirlo.

Recién cuando llegué a la vuelta de Guadalupe, mi aturdido cerebro fue capaz de comprender por qué Ted no llevaba agua encima para empezar: el agua se había acabado. Y no quedaba nadie en el pueblo. Todos habían partido en masa hacia Urique para la fiesta de final de carrera, la tiendecita estaba cerrada y no había un alma para sacar agua del pozo. La cabeza me daba vueltas y tenía la boca demasiado seca para masticar. Aun cuando me las arreglara para dar unos pocos bocados, estaba demasiado deshidratado para correr la larga hora que quedaba hasta la meta. La única forma de llegar a Urique era a pie, pero estaba demasiado agotado para caminar. “Para lo que sirve la compasión”, mascullé para mí. “Me porto generosamente y ¿qué gano? Joderme”.

El ruido de mi respiración agitada, producida por el esfuerzo de la escalada, empezó a perder volumen cuando me senté, lo que me permitió advertir otro sonido: un extraño silbado que parecía estar acercándose. Me levanté para echar un vistazo y ahí, subiendo hasta esta montaña perdida de la mano de Dios, estaba el viejo Bob Francis.

—Oye amigo —gritó Bob, sacando dos latas de jugo de mango de su bandolera y agitándolas sobre su cabeza—. Pensé que te vendría bien algo de beber.

Estaba estupefacto. ¿El viejo Bob había recorrido cinco millas de caminos agrestes con el termómetro marcando 95 grados para traerme un poco de jugo? Pero entonces me acordé: unos días antes, Bob había mirado con admiración la cuchilla que le presté a Ted Descalzo para que hiciera sus sandalias. Era un recuerdo de un viaje por África, pero Bob había sido tan amable con todos nosotros que se la regalé. Quizá todo no era más que una afortunada coincidencia, pero mientras daba tragos al jugo y me preparaba para terminar la carrera, no pude sino sentir que la última pieza del rompecabezas tarahumara acababa de encajar.

Caballo y Tita estaban apretujados entre la multitud en la línea de meta, estirando el cuello para echar el primer vistazo a los líderes. Caballo sacó de su bolsillo un viejo Timex con la correa rota y chequeó el tiempo. Seis horas. Quizá fuera demasiado pronto, pero había una posibilidad de que…

—¡Ahí vienen! —gritó alguien.

Caballo levantó la cabeza de golpe. Entrecerró los ojos para mirar hacia la pista, intentando ver por encima de las cabezas de los bailarines. Falsa alarma. Tan solo una nube de polvo y… no, ahí estaba. Una mata de cabello negro y una blusa carmesí. Arnulfo seguía a la cabeza.

Silvino estaba en segundo lugar, pero Scott se acercaba a toda velocidad. A falta de una milla, Scott alcanzó a Silvino. Pero en lugar de dejarlo atrás, le dio una palmada en la espalda. “¡Vamos!” gritó, diciéndole con la mano que siguiera con él. Sorprendido, Silvino sacó fuerzas de flaqueza y se las arregló para mantener el paso de Scott. Juntos se lanzaron a la caza de Arnulfo. Los gritos y vítores se elevaron por encima de los mariachis conforme los tres corredores apuraban hacia la meta. Silvino flaqueó, se recompuso después, pero no era capaz de mantener el ritmo de Scott. Scott siguió adelante. Se había encontrado en esta situación anteriormente, y siempre se las arreglaba para encontrar algo en el tanque de reserva. Arnulfo echó una mirada atrás y vio al hombre que había vencido a los mejores del mundo acercándose a toda máquina. Arnulfo se abrió paso por el corazón de Urique, levantando muros de gritos según se acercaba más y más a la meta. Cuando atravesó la cinta, Tita estaba llorando. Cuando Scott llegó en segundo lugar, la multitud ya se había tragado a Arnulfo. Caballo se acercó a felicitar a Scott, quien siguió adelante en silencio, dejándolo atrás. Scott no estaba acostumbrado a perder, especialmente no contra un tipo desconocido en una carrera informal en medio de la nada. Nunca antes le había ocurrido algo así, pero sabía perfectamente lo que tenía que hacer.

Scott fue hasta donde estaba Arnulfo y le hizo una reverencia.

La multitud se volvió loca. Tita fue corriendo a abrazar a Caballo y lo encontró secándose las lágrimas. En medio del pandemónium, Silvino consiguió cruzar la meta, seguido de Herbolisto y Sebastiano. ¿Y Jenn? Su decisión de ganar o morir en el intento finalmente le había pasado factura.

Jenn llegó a Guadalupe al borde del desmayo. Se desplomó contra un árbol y dejó caer la cabeza, que le daba vueltas, entre las rodillas. Un grupo de tarahumaras se agrupó a su alrededor, intentando animarla para que siguiera. Ella levantó la cabeza e hizo el gesto de beber con las manos.

—¿Agua? —pidió—. ¿Agua purificada?

Alguien le alcanzó una Coca-Cola caliente.

—Mejor aún— dijo y sonrió agotada.

Aún estaba bebiendo cuando empezaron a oírse unos gritos. Sebastiano y Herbolisto estaban llegando a la aldea. Jenn los perdió de vista cuando la multitud se abalanzó sobre ellos para felicitarlos y ofrecerles pinole. Poco después, Herbolisto estaba de pie a su lado, con la mano estirada hacia ella. Con la otra mano señalaba el camino. ¿Iba a seguir? Jenn negó con la cabeza. “Todavía no”, dijo. Herbolisto empezó a correr, luego se detuvo y volvió a donde estaba Jenn. Volvió a ofrecerle la mano. Jenn sonrió y le hizo señas con la mano para que siguiera. “¡Sigue de una vez!”. Herbolisto hizo adiós con la mano. Poco después de que desapareciera por la pista, el griterío empezó de nuevo. Alguien le hizo llegar a Jenn la noticia: El Lobo estaba llegando. ¡Cabeza de Chorlito! Jenn le guardó un trago largo de Coca-Cola y consiguió ponerse de pie mientras Billy bebía. A pesar de todas las veces que se habían asistido mutuamente en competiciones y de todas las carreras al atardecer en Virginia Beach, realmente nunca habían terminado una carrera hombro con hombro.

—¿Estás lista? —dijo Billy.

—Date por muerto, amigo.

Juntos, volaron cuesta abajo por la colina y cruzaron como un rayo el puente colgante. Llegaron a Urique dando gritos de alegría, redimiéndose maravillosamente bien. A pesar de las piernas ensangrentadas de Jenn y del estado rayano en la narcolepsia de la preparación de Billy para la carrera, habían vencido a todos los tarahumaras menos cuatro, además de a Luis y Eric, dos ultramaratonistas extremadamente experimentados.

Manuel Luna había abandonado a la mitad. Pese a que había hecho un gran esfuerzo en venir por Caballo, el dolor por la muerte de su hijo lo había dejado demasiado golpeado para competir. Pero, si bien no podía poner todo su corazón en la carrera, estaba completamente comprometido con uno de los corredores. Manual patrulló arriba y abajo por todo el camino esperando a Ted Descalzo. Y en breve se uniría a Anulfo… y Scott… y Jenn y Billy. Algo extraño empezó a ocurrir: mientras más tardaban los corredores, más se animaba la multitud. Cada vez que un corredor conseguía cruzar la meta —Luis y Porfilio, Eric y Ted Descalzo—, de inmediato se giraba y empezaba a animar a los que quedaban por llegar.

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