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Authors: Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Mundo Anillo (11 page)

BOOK: Mundo Anillo
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—Sin embargo, existen sistemas de refrigeración...

—La mayor parte de los sistemas de refrigeración no hacen más que extraer calor de una parte y verterlo en otra, y además también producen calor con su consumo de energía.

—Creo que empiezo a comprender. A medida que aumenta el número de titerotes, también aumenta el calor generado.

—¿Comprendes entonces por qué el calor de nuestra civilización comenzaba a hacer inhabitable nuestro mundo?

«Polución —pensó Luis Wu—. Motores de combustión interna. Bombas de fisión y cohetes de fusión en la atmósfera. Desechos industriales en los lagos y los océanos. Bastantes veces hemos estado a punto de morir ahogados en nuestros propios productos de desecho. De no existir el Comité de Fertilidad, tal vez la Tierra, se estaría sofocando en su propio calor de desecho.»

—Increíble —comentó Interlocutor-de-Animales—. ¿Por qué no emigrasteis?

—¿Quién arriesgaría su vida en las múltiples muertes del espacio? Sólo un ser como yo. ¿Cómo colonizar nuevos mundos con los dementes de nuestra especie?

—Podíais haber enviado cargamentos de huevos fertilizados congelados y tripular las naves con navegantes locos.

—No me gusta hablar de sexo. Nuestra biología no está adaptada para estos métodos, aunque sin duda podíamos haber desarrollado algo parecido... pero, ¿para qué? Ello no habría reducido nuestra población, ¡y nuestro mundo seguiría sofocándose en su propio calor de desecho!

Sin que viniera al caso, Teela dijo:

—Me gustaría poder mirar al exterior. El titerote la contempló admirado:

—¿En serio? ¿No sientes vértigo?

—¿En una nave titerote?

—En fin, el peligro no aumentará porque miremos. Concedido.

Nessus pronunció unas musicales palabras en su propia lengua y la nave se esfumó.

Podían verse entre sí y a sí mismos; podían ver las cuatro cápsulas flotando en el vacío, con el mueble-bar en el centro. Fuera de eso, sólo la negrura del espacio. Cinco mundos relucían empero con blanco resplandor tras los cabellos negros de Teela. Eran todos del mismo tamaño: tal vez dos veces el diámetro angular de la Luna llena vista desde la Tierra. Formaban un pentagrama. Cuatro de los mundos estaban rodeados de cadenas de diminutas y brillantes luces: soles orbitales que producían una luz solar artificial blanco-amarillenta. Los cuatro brillaban por un igual y tenían el mismo aspecto: borrosas esferas azules en las que resultaba imposible distinguir los contornos continentales a tanta distancia. Pero el quinto...

El quinto mundo no tenía luces orbitales. Brillaba con luz propia, a través de manchas en forma de continentes y con los colores de la luz solar. Entre las manchas se extendía una superficie de una negrura comparable a la del espacio circundante; y la negrura, también, estaba jaspeada de estrellas. El negro del espacio parecía invadir las zonas situadas entre los continentes de luz solar.

—Nunca había visto nada tan hermoso —dijo Teela con voz emocionada. Y Luis se sintió inclinado a darle la razón.

—Increíble —dijo Interlocutor-de-Animales—. Casi no puedo creerlo. Emigrasteis con vuestros mundos.

—Los titerotes no confían en las naves espaciales —dijo Luis en tono ausente.

Le producía un escalofrío pensar que podría haberse perdido ese espectáculo; que el titerote podría haber escogido a otro en su lugar. Tal vez hubiera muerto sin ver la roseta de los titerotes...

—¿Cómo?

—Ya os he explicado que nuestra civilización se estaba sofocando en su propio calor de desecho —dijo Nessus—. La conversión total de la energía nos había permitido deshacernos de todos los demás subproductos de la civilización a excepción de éste. No teníamos más remedio que apartar nuestro mundo de su estrella primaria.

—¿No era peligroso?

—Muchísimo. Ese año hubo muchos casos de demencia. Sin embargo, habíamos comprado un motor no atómico y sin inercia a los Forasteros. Ya podéis imaginaros el precio. Aún estamos pagando los plazos. Habíamos desplazado dos mundos agrícolas; habíamos hecho experimentos con otros mundos, inservibles, de nuestro sistema, siempre con el motor de los Forasteros. Sea como fuere, lo hicimos. Trasladamos nuestro mundo. Al cabo de algunos milenios, ya éramos un trillón. La escasez de luz solar natural nos había obligado a iluminar nuestras calles incluso de día, lo cual constituía una nueva fuente de calor. Nuestro sol comenzaba a presentar una conducta anómala. En resumen, descubrimos que nuestro sol representaba un riesgo en vez de una ventaja. Trasladamos nuestro mundo a un décimo de año luz de distancia y conservamos la primaria sólo como ancla. Necesitábamos los mundos agrícolas y hubiera sido arriesgado dejar flotar nuestro mundo a la deriva por el espacio. De no ser por ello, no hubiéramos necesitado el sol para nada.

—Y ésa es la razón de que nadie consiguiera descubrir nunca el mundo de los titerotes —dijo Luis Wu.

—En parte.

—Exploramos todos los soles enanos amarillos del espacio conocido y varios situados fuera de él. Un momento, Nessus. Alguien hubiera tenido que descubrir los planetas agrícolas. En una roseta de Kemplerer.

—Luis, no debían de haber explorado esos soles, sino otros.

—¿Cómo? Es evidente que procedéis de un enana amarilla.

—Nuestra evolución tuvo lugar en una estrella enana amarilla, parecida a Procyon. Como sabrás, dentro de medio millón de años Procyon se dilatará y entrará en una fase de gigante rojo.

—¡Por Finagle! ¿Vuestro sol se convirtió en un gigante rojo?

—Sí. Poco después de concluir el traslado de nuestro mundo, nuestro sol inició un proceso de expansión. Tus antepasados todavía se dedicaban a romper cabezas con fémures de antílope. Cuando comenzasteis a interesaros por nuestro mundo, os lanzasteis a explorar órbitas que no correspondían en soles que tampoco correspondían. Habíamos incorporado mundos adecuados procedentes de sistemas vecinos, hasta disponer de cuatro mundos agrícolas que organizamos en una roseta de Kemplerer. Cuando el sol comenzó a expandirse, fue preciso trasladarlos todos al mismo tiempo y proporcionarles fuentes de ultravioleta para compensar las radiaciones rojas. No es de extrañar que cuando llegó el momento de abandonar la galaxia, hace doscientos años, estuviéramos bien preparados. Ya teníamos práctica en el traslado de mundos.

Hacía un rato que la roseta de los mundos había comenzado a ensancharse. El mundo de los titerotes comenzó a brillar bajo sus pies, cada vez más grande, hasta absorberlos. Las estrellas dispersas por los negros mares habían crecido hasta convertirse en millares de pequeñas islas. Los continentes ardían como materia solar incandescente.

Una vez, hacía de eso muchos años, Luis se había asomado sobre el vacío desde lo alto del monte Lookitthat. El río de la Gran Catarata, de ese mundo, acaba en la catarata más alta del espacio conocido. Luis lo había seguido hasta donde le fue posible penetrar el nebuloso vacío con la mirada. El blanco indescriptible del propio vacío se le había quedado grabado para siempre y Luis, medio hipnotizado, había jurado vivir eternamente. Era la única manera de conseguir verlo todo.

Mientras el mundo de los titerotes iba configurándose a su alrededor, se reafirmó en esa decisión.

—Estoy pasmado —dijo Interlocutor-de-Animales. Su pelada cola sonrosada se agitaba frenéticamente; pero su rostro velludo y su voz de trueno no denotaban la menor emoción—. Os hemos despreciado por vuestra cobardía, Nessus, pero el desdén nos cegaba. En verdad, sois peligrosos. De habernos temido un poco más, hubierais aniquilado nuestra estirpe. Vuestro poder es terrible. No hubiéramos podido haceros frente.

—Un kzin atemorizado ante un herbívoro: imposible.

Nessus lo dijo sin segunda intención; pero Interlocutor reaccionó violentamente.

—Cualquier ser racional temería tamaño poder.

—Lo que dices me preocupa. El miedo y el odio suelen ir unidos. Lo lógico sería que un kzin atacase lo que le inspira temor.

La cosa se estaba poniendo fea. Habían dejado el «Tiro Largo» a millones de kilómetros de distancia y el espacio conocido estaba a centenares de años luz de allí; en esas circunstancias, estaban a merced de los titerotes. Si éstos creían tener motivos para temerles...

Había que cambiar de tema enseguida. Luis abrió la boca:

—Hey —dijo entonces Teela—. Hace rato que habláis de rosetas de Kemplerer. ¿Qué es una roseta de Kemplerer?

Y los dos extraterrestres comenzaron a explicárselo afanosamente, mientras Luis se preguntaba cómo había podido tomarla por tonta.

6. Una cinta brillante

—He salido bien burlado —dijo Luis Wu—. Ahora ya sé dónde encontrar el mundo de los titerotes. Gracias, Nessus. Has cumplido tu promesa.

—Ya te advertí que la información sería sorprendente, pero de escasa utilidad.

—Vaya broma —comentó el kzin—. Tu sentido del humor me sorprende, Nessus.

A sus pies se veía una diminuta isla en forma de anguila, rodeada por un negro mar. La isla se fue perfilando como una salamandra de fuego, y Luis creyó distinguir unos elevados edificios de esbelta estructura. Sin duda no permitían el acceso de extranjeros al continente.

—Nosotros no bromeamos —aclaró Nessus—. Mi especie no posee sentido del humor.

—Es curioso. Siempre había creído que el humor era una muestra de inteligencia.

—No. El humor va asociado a un mecanismo de defensa interrumpido.

—Aun así...

—Interlocutor, ningún ser racional interrumpe jamás un mecanismo de defensa.

A medida que la nave iba aproximándose comenzaron a diferenciarse unas luces de otras: paneles solares a la altura de las calles, ventanas en los edificios, fuentes de luz en las zonas de esparcimiento. Por un instante, Luis distinguió unos edificios sumamente esbeltos y de varios kilómetros de altura. Luego fueron absorbidos por la ciudad y, por fin, aterrizaron.

Estaban en medio de un parque de multicolores plantas desconocidas.

Nadie se movió. Los titerotes eran unos de los seres racionales de aspecto más inofensivo del espacio conocido. Su gran timidez, su pequeño tamaño, su extraño aspecto, determinaban que nadie les considerase peligrosos. Simplemente resultaban graciosos.

Pero, de pronto, Nessus se encontraba entre los de su especie; y su especie era más poderosa de lo que imaginaban los hombres. El titerote loco permaneció sentado y movió las cabezas en todos los sentidos, observando a los seres inferiores que había escogido. Nessus no resultaba nada gracioso. Su raza trasladaba mundos, de cinco en cinco.

La risita de Teela quedaba completamente fuera de lugar.

—Estaba pensando —explicó—. La única manera de no tener demasiados titerotitos es abstenerse de todo contacto sexual. ¿Verdad, Nessus?

—Sí.

Teela volvió a reír:

—No me extraña que los titerotes no tengan sentido del humor.

Guiados por una luz azul flotante, atravesaron un parque demasiado regular, demasiado simétrico, demasiado bien cuidado.

El aire estaba impregnado del picante olor químico a titerotes. Ese olor estaba por doquier. Resultaba excesivo y artificial en el habitáculo unicelular de la nave transbordadora. No había disminuido cuando se abrió la cámara de aire. Un trillón de titerotes habían impregnado el aire de ese mundo y el olor a titerote se mantendría por toda la eternidad.

Nessus bailaba; sus pequeños cascos con uñas casi parecían no tocar la flexible superficie del sendero. El kzin se deslizaba, como un gato, balanceando rítmicamente la cola sonrosada. Los pasos del titerote componían una música de baile en compás de tres-cuatro. El kzin no producía el menor rumor al andar.

Teela avanzaba con paso casi igualmente silencioso. Su andar parecía desmañado; pero no lo era. No tropezó ni una vez, no topó con nada. Luis cerraba la comitiva, el menos grácil del grupo.

Y no había razón alguna para que Luis Wu se moviera con gracia. Era sólo un primate transformado, que pese a su evolución nunca se había adaptado por completo a caminar sobre el suelo. Durante millones de años, sus antepasados habían caminado a cuatro patas cuando era necesario y habían viajado por los árboles siempre que era posible.

El pleistoceno puso fin a esa costumbre con sus millones de años de sequía. Los bosques desaparecieron dejando a los antepasados de Luis Wu sedientos y hambrientos. Desesperados, empezaron a comer carne. Las cosas cambiaron un poco cuando descubrieron el secreto del fémur del antílope, cuya articulación dejó señales en tantos cráneos fósiles.

Ahora, con sus pies aún dotados de un vestigio de dedos, Luis Wu y Teela Brown paseaban en compañía de dos seres extraños.

¿Extraños? Todos eran extraños allí, incluso el loco y exiliado Nessus, con su desordenada crin y sus inquietas cabezas inquisidoras. Interlocutor también se sentía incómodo. Sus ojos, rodeados de negros círculos, escudriñaban la vegetación desconocida en busca de seres con aguijones envenenados o afilados dientes. Instinto, sin duda. Los titerotes nunca permitirían el acceso de fieras peligrosas a sus parques.

Llegaron a una cúpula que refulgía como una inmensa perla semienterrada. Allí la luz ambulante se dividió en dos.

—Debo separarme de vosotros —explicó Nessus. Y Luis advirtió que el titerote estaba aterrorizado.

—Debo presentarme ante los-que-dirigen. —Hablaba en voz baja y apremiante—. Interlocutor, antes de irme, dime una cosa. ¿Si no regreso, me buscarás para matarme por el insulto que proferí en el restaurante Krushenko?

—¿Es posible que no regreses?

—Es posible. Tal vez lo que tengo que decirles no sea del agrado de los-que-dirigen. Y ahora repito la pregunta, ¿me perseguirás?

—¿Aquí, en un mundo extraño, entre seres tan poderosos y tan poco inclinados a creer en las pacíficas intenciones de un kzin? —El kzin meneó tajantemente la cola, una sola vez—. No, pero tampoco seguiría adelante con la expedición.

—Con ello me basta.

Nessus salió al trote tras la luz indicadora; temblaba visiblemente.

—¿Qué puede temer? —se lamentó Teela—. Lo ha cumplido todo tal como le ordenaron. ¿Cómo pueden enfadarse con él?

—Creo que trama algo —dijo Luis—. Algo tortuoso. ¿Pero, qué?

La luz azul siguió avanzando. La siguieron al interior de una semiesfera iridiscente.

La cúpula desapareció. Desde un triángulo de cápsulas-diván, dos humanos y un kzin contemplaban una domesticada selva de plantas desconocidas, a las cuales se aproximaba un extraño titerote. O bien la cúpula misma era invisible desde dentro, o la escena del parque era una proyección. El ambiente olía a multitud de titerotes.

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