Luis parpadeó. ¿Qué podía haber provocado esa reacción? Y entonces lo oyó...
Pese a su vetustez, la maquinaria del castillo había resultado extraordinariamente silenciosa. Pero ahora se oía un agudo zumbido al otro lado de la puerta.
Interlocutor había desaparecido. Luis empuñó su linterna de rayos láser y le siguió con cautela.
Encontró al kzin en lo alto de la escalera. Bajó el arma; y ambos contemplaron a Teela que subía transportada por la escalera móvil.
—Sirven para subir, pero no para bajar —les explicó Teela—. El tramo que va del sexto piso al séptimo no funciona en absoluto.
Luis preguntó:
—¿Cómo se ponen en marcha?
—Basta apoyarse en la barandilla y dar un ligero empujón. Ello asegura que sólo empiecen a funcionar cuando la persona está bien agarrada. Es más seguro. Lo he descubierto por casualidad.
—No me sorprende. He subido diez tramos de escaleras. ¿Cuántos tuviste que subir tú esta mañana antes de descubrir el mecanismo?
—Ninguno. Cuando subía a desayunar, tropecé en el primer escalón y me agarré a la barandilla.
—Perfecto. No podía fallar.
Teela le miró ofendida.
—No tengo la culpa de que tú... Lo siento. ¿Has desayunado?
—No. He estado contemplando los movimientos de la gente debajo del castillo. ¿Sabías que hay una plaza pública justo debajo de este edificio?
Interlocutor abrió mucho las orejas:
—¿En serio? ¿Y no está abandonada?
—No. Toda la mañana ha estado llegando gente procedente de todas direcciones. Ya debe de haber varios centenares de personas. —Les lanzó la más cándida de sus sonrisas— Y están cantando.
Todos los pasillos del castillo se ensanchaban de trecho en trecho. Cada una de esas alcobas estaba alfombrada y amueblada con divanes y mesas. Todo parecía indicar el deseo de que cualquier grupo de paseantes pudiera detenerse a comer donde mejor le placiera. En uno de esos rincones-comedor, cerca del «sótano» del castillo, había un gran ventanal doblado en ángulo recto, de modo que la mitad era pared y la otra mitad techo.
Luis jadeaba un poco después de bajar diez tramos de escaleras. La mesa que ocupaba esa zona le dejó fascinado. La superficie parecía... labrada; pero los contornos estaban modelados y situados de forma que simulasen platos de sopa, o de ensalada o de pan o de entrante, o también salvamanteles para colocar los vasos. Décadas o siglos de uso habían ido manchando el duro material blanco.
—No hacía falta usar platos —sugirió Luis—. Se podía servir la comida directamente en las depresiones y luego se fregaba la mesa.
No parecía muy higiénico, pero...
—Seguramente no se trajeron moscas ni mosquitos ni lobos. ¿Por qué iban a traerse bacterias?
—Colonias —se respondió a sí mismo—. Para la digestión. Y bastaría que una de ellas sufriera una mutación, se tornase perjudicial...
Y ya nadie estaría inmunizado contra nada a esas alturas. ¿Habría muerto así la civilización del Mundo Anillo? Cualquier civilización precisa un número mínimo de habitantes para su supervivencia.
Teela e Interlocutor no le prestaban la menor atención. Se habían arrodillado en la repisa de la ventana y estaban mirando hacia abajo. Luis se les reunió.
—Siguen ahí —anunció Teela. Y ahí estaban. Luis adivinó las miradas de un millar de personas. Y habían dejado de cantar.
—No es posible que sepan que estamos aquí —dijo.
—Tal vez estén adorando el edificio —sugirió Interlocutor.
—Aun así, no es probable que lo hagan todos los días. Estamos demasiado lejos de las afueras de la ciudad.
—Tal vez sea un día especial, el día santificado.
—También podría ser que anoche ocurriera algo —sugirió Teela—. Algo especial, como nuestra aparición, si es que alguien consiguió vernos a pesar de todo. O como eso. —Y extendió el índice.
—A mí también me ha extrañado —dijo Interlocutor—. ¿Lleva mucho rato cayendo?
—Al menos desde que yo me he despertado. Parece lluvia, o un nuevo tipo de nieve. Alambre de las pantallas cuadradas, kilómetros de alambre. ¿Por qué crees que habrá caído aquí?
Luis recordó los diez millones de kilómetros que mediaban entre una pantalla y otra. Pensó en la posibilidad de que todo un tramo de diez millones de kilómetros se hubiera desprendido a causa del impacto del «Embustero», y hubiera caído junto con la nave sobre la superficie del Mundo Anillo, siguiendo aproximadamente la misma trayectoria. No era de extrañar que hubieran acabado topándose con un trozo de ese enorme fragmento de alambre.
No estaba de humor para fantasías.
—Pura coincidencia —dijo—. De todos modos, estamos envueltos en él y lo más probable es que empezara a caer anoche. Los nativos ya debían de adorar el castillo antes de nuestra llegada, puesto que flota en el aire.
—Pensemos un poco —comenzó a decir muy lentamente el kzin—. Si los ingenieros que construyeron el Mundo Anillo se presentasen hoy, descendiendo de este castillo suspendido, el hecho resultaría más lógico que sorprendente. Luis, ¿intentamos el truco de los dioses?
Luis se volvió para contestarle... pero no pudo. Sólo le quedaba intentar mantener su compostura. Tal vez lo hubiera conseguido, pero Interlocutor ya le había empezado a explicar a Teela:
—Luis pensó que tal vez tuviéramos más éxito con los nativos si fingíamos ser los ingenieros que construyeron el Mundo Anillo. Tú y Luis seríais los acólitos. Nessus debía ser un demonio cautivo; pero creo que nos las arreglaremos sin él. Yo sería más bien dios que ingeniero, una especie de dios de la guerra...
Entonces Teela se puso a reír y Luis no pudo contenerse más.
Con sus casi tres metros de estatura, sus hombros y caderas inhumanamente anchos, el kzin era demasiado grande y estaba demasiado lleno de dientes para no resultar temible, incluso ahora que había quedado pelado a consecuencia de las quemaduras. Su cola de rata había constituido siempre su rasgo menos impresionante. Ahora toda su piel presentaba el mismo color: rosa pálido con una retícula de capilares color lavanda. Sin el pelo que daba consistencia a su cabeza, su orejas parecían desgarbados parasoles de color rosa. La piel anaranjada formaba una especie de máscara de carnaval sobre sus ojos y parecía haberse dejado crecer un almohadón anaranjado ad hoc.
El peligro que suponía reírse de un kzin no hacía más que aumentar su hilaridad. Doblado en dos, apretándose la barriga con los brazos, mientras iba emitiendo silenciosas carcajadas pues no podía respirar, Luis comenzó a retroceder hacia lo que confiaba sería una silla.
Una mano inhumanamente desmesurada le agarró por el hombro y le levantó en el aire. Aún presa de convulsiones histéricas, Luis se encontró mirando al kzin cara a cara.
—Ahora, en serio, Luis, tendrás que justificar tu actitud —oyó que le decía.
—U-u-u-na especie de dios de la guerra —consiguió decir Luis haciendo un enorme esfuerzo, y volvió a explotar. Teela tenía hipo de tanto reír.
El kzin le depositó en el suelo y esperó que se le pasara el ataque.
—La verdad es que no resultas lo suficientemente imponente para hacer de dios —dijo Luis al cabo de algunos minutos—. No hasta que te vuelva a crecer el pelo.
—Si desgarrara algunos humanos con mis manos desnudas, tal vez ello les induciría a respetarme.
—Te respetarían desde lejos, y bien escondidos. De nada nos serviría. No, no tendrás más remedio que esperar a que te crezca el pelo. Y aun entonces, nos faltaría Nessus con su tasp.
—No cuentes con el titerote.
—Pero...
—Te digo que no cuentes con él. ¿Cómo nos las arreglaremos para entrar en contacto con los nativos?
—Tú tendrás que permanecer aquí. A ver si consigues averiguar algo más en la sala de cartografía. Teela y yo... —explicó Luis, y de pronto se dio cuenta—. Teela no ha visto la sala de cartografía.
—¿Cómo es?
—Quédate aquí y que Interlocutor te la muestre. Bajaré solo. Podéis mantenemos en contacto conmigo a través del disco de comunicación e ir en mi ayuda si hay problemas. Interlocutor, dame tu linterna de rayos láser.
El kzin refunfuñó, pero le entregó la linterna. Aún le quedaba el desintegrador modificado.
Allí suspendido, a más de trescientos metros sobre sus cabezas, oyó como su reverente silencio se trocaba en murmullo de asombro; y comprendió que le habían visto, una mancha brillante que parecía desprenderse de la ventana del castillo. Comenzó a bajar hacia ellos.
El murmullo no cesó. Sólo lo habían contenido. La diferencia resultaba perceptible al oído.
Luego reanudaron los cánticos.
—Arrastran las notas —había dicho Teela—. No logran mantener el compás. Todo suena igual —había añadido, y Luis había dado rienda suelta a su imaginación. En consecuencia, el cántico le cogió por sorpresa. Era mucho mejor de lo que había esperado.
Supuso que debían de cantar en una escala dodecafónica. La escala de ocho notas de la mayoría de los mundos humanos también era dodecafónica, pero con ciertas diferencias. No era de extrañar que el canto le hubiera parecido monótono a Teela.
Sí, arrastraban las notas. Era música religiosa, lenta, solemne y repetitiva, sin armonía. Pero tenía una cierta grandeza.
La plaza era enorme. Un millar de personas constituían una gran multitud tras varias semanas de soledad; pero la plaza habría podido acomodar diez veces ese número. De haber dispuesto de altavoces, ello hubiera podido ayudarles a seguir el compás, pero no había altavoces. Un hombre solitario agitaba los brazos desde lo alto de un pedestal situado en el centro de la plaza. Pero todos tenían la mirada clavada en Luis Wu.
En cualquier caso, la música era hermosa.
Teela era incapaz de captar esa belleza. Sólo conocía la música por las grabaciones y los programas de tride, siempre con la intervención de un sistema de micrófonos. Ese tipo de música podía ser amplificada, rectificada, las voces podían multiplicarse o aumentar su intensidad, descartando los fragmentos fallidos. Teela Brown jamás había oído música en directo.
Luis Wu aún había alcanzado a escucharla. Disminuyó la marcha de la aerocicleta a fin de dar tiempo a sus terminaciones nerviosas para adaptarse a ese ritmo. Recordó las grandes serenatas públicas en los desfiladeros que rodeaban la Ciudad del Impacto, multitudes dos veces más numerosas que la presente, canciones que sonaban de un modo distinto por esa y otras razones; en efecto, entonces Luis Wu también se había unido al coro. Cuando consiguió hacer vibrar la música en su interior, sus oídos se fueron adaptando poco a poco a las notas ligeramente agudas o graves, al conglomerado de voces, a la repetición, a la lenta majestuosidad del himno.
De pronto, tuvo que contenerse pues estaba a punto de unirse al coro. «No es buena idea», pensó, y dejó planear su aerocicleta hacia la plaza.
El pedestal situado en el centro de la plaza había servido antaño de soporte a una estatua. Luis identificó las huellas de los pies, muy semejantes a las humanas y de más de un metro de longitud cada una; indicaban el lugar donde antes se apoyaba la estatua. Ahora el pedestal acomodaba una especie de altar triangular y un hombre que, de espaldas al altar, agitaba las manos y parecía dirigir el canto de la multitud.
Un destello rosado sobre la túnica gris... Luis imaginó que el hombre debía de llevar una toca, tal vez de seda rosa.
Decidió aterrizar sobre el mismo pedestal. Nada más posarse en él, el director del coro se volvió a mirarle, Y casi le hizo destrozar la aerocicleta.
Lo que Luis había visto era el cráneo sonrosado. Con su rostro tan liso como el de Luis Wu, el hombre destacaba en medio de esa multitud de floridas cabezas doradas y rostros cubiertos de pelo también dorado en los que sólo asomaban los ojos.
Con las manos extendidas y las palmas vueltas hacia abajo, el hombre prolongó la última nota del cántico durante varios segundos. Luego cortó. El ¿sacerdote? se quedó mirando a Luis Wu en medio del repentino silencio.
Era tan alto como él, muy alto para un nativo. Tenía la piel del rostro y el cráneo tan pálida que casi parecía translúcida, como la de los albinos de Lo Conseguimos. Debía haberse afeitado varias horas antes con una navaja poco afilada y comenzaba a asomar el vello, que añadía una nota grisácea a toda la piel, a excepción de los dos círculos en torno a los ojos.
Le habló en son de reproche, o eso le pareció. El disco traductor repitió al instante: «Hace tiempo que os esperábamos».
—No sabíamos que éramos aguardados —dijo Luis con sinceridad. Le faltaba confianza para presentarse personalmente como un dios. Una larga vida le había enseñado lo terriblemente complicado que podía resultar contar toda una serie de mentiras coherentes.
—Tienes pelo en la cabeza —dijo el sacerdote—. Ello hace pensar que tu sangre no es completamente pura.
¡Conque era eso! La raza de los ingenieros debió ser completamente calva; y ese sacerdote debía imitarlos afeitando su tierna piel con una navaja mellada. O bien... los ingenieros podían haber usado crema depilatoria u otro procedimiento igualmente sencillo, sin más motivo que un capricho de la moda. El sacerdote se parecía mucho al retrato de alambre del salón de banquetes.
—Mi sangre no es asunto de tu incumbencia —dijo Luis, descartando el problema—. Nos dirigimos al extremo del mundo, ¿Puedes darnos alguna información sobre nuestra ruta?
El sacerdote quedó claramente sorprendido.
—¿Me pedís información a mí? ¿Tú un Constructor?
—No soy un Ingeniero. —Luis tenía la mano preparada sobre la palanca que activaba la envoltura sónica.
Pero el sacerdote sólo pareció aún más desconcertado.
—Entonces, ¿por qué no tienes pelo en la cara? ¿Cómo te las arreglas para volar? ¿Has robado los secretos del Cielo? ¿Qué buscas aquí? ¿Has venido a robarme mi congregación?
Esta última parecía ser la pregunta clave.
—Nos dirigimos al extremo del mundo. Sólo queremos información.
—Sin duda, el Cielo podrá responder a vuestras preguntas.
—No seas impertinente —dijo Luis sin alterarse.
—¡Pero si has bajado directamente del Cielo! ¡Yo mismo te he visto!
—¡Oh, el castillo! Ya lo hemos recorrido, pero no hemos averiguado gran cosa. Por ejemplo, ¿eran realmente lampiños los Ingenieros?
—A veces he pensado que sólo se afeitaban, como yo. Sin embargo, tu barbilla parece naturalmente lampiña.