Luis siguió bajando, con el entrecejo fruncido para protegerse de los destellos.
Sólo se veía una única especie de planta, regularmente distribuida sobre el terreno, desde allí hasta el horizonte-infinito. Cada planta contaba con una sola flor, y todas las flores iban girando y siguiendo a Luis Wu en su descenso. Un enorme público, atento y silencioso.
Aterrizó y desmontó junto a una de las plantas.
Debía de tener unos treinta centímetros de altura y tenía el tallo verde y nudoso. Su única flor era del tamaño de un rostro humano. El dorso de la corola estaba veteado, como si estuviera lleno de venas o tendones; y la superficie interior era un espejo cóncavo perfectamente liso. En el centro se alzaba un corto pedúnculo que acababa en una bulbosidad verde oscuro.
Todas las flores que alcanzaba a divisar se volvieron hacia él. El resplandor bañaba todo su cuerpo. Luis comprendió que intentaban matarle y levantó los ojos intranquilo; pero la capa de nubes seguía allí.
—Tenías razón —dijo a través del sistema de intercomunicación—. Son girasoles esclavistas. De no haberse formado esta capa de nubes, hubiéramos caído fulminados nada más cruzar las montañas.
—¿Hay algún lugar dónde podamos ponernos al abrigo de los girasoles? ¿Una cueva, por ejemplo?
—Creo que no. El terreno es demasiado llano. Los girasoles no son capaces de dirigir la luz con precisión, pero aún así emiten un terrible resplandor.
Entonces intervino Teela:
—Por piedad, ¿qué os pasa ahora? ¡Luis, tenemos que aterrizar! ¡Interlocutor está grave!
—Tiene razón, Luis, me duele bastante.
—Entonces sugiero que corramos el riesgo. Descended los dos. Tendremos que confiar que las nubes no se dispersen.
—¡Ahí vamos!
La imagen de Teela transmitida por el intercom entró en acción.
Luis dedicó un par de minutos a investigar entre las plantas. Exactamente como había imaginado, no logró encontrar ningún superviviente de otra especie en el dominio de los girasoles. Ninguna planta más pequeña crecía entre los tallos. No se veía volar ninguna criatura, y nada se arrastraba bajo el suelo de color ceniciento. Las plantas mismas no presentaban tizones, ni hongos parásitos, ni manchas indicadoras de alguna enfermedad. Si un girasol se hubiera visto afectado por alguna dolencia los demás lo destruirían en el acto.
La flor-espejo constituía un arma terrible. Su principal finalidad era concentrar la luz del sol en el nódulo fotosintético verde del centro. Pero también podía dirigir sus rayos sobre un animal o insecto devorador de plantas y aniquilarlo. Los girasoles quemaban a todos los enemigos. Todo ser viviente es un enemigo para una planta de fotosíntesis; y todo ser viviente servía luego de fertilizante para los girasoles.
«Pero ¿cómo habrían llegado hasta aquí?», se preguntó Luis.
En efecto, esos girasoles no podían coexistir con otras formas menos elaboradas de vida vegetal. Eran demasiado poderosos. En consecuencia, no podían ser originarios del planeta natal de los anillícolas.
Los ingenieros debían de haber recorrido las estrellas circundantes en busca de plantas útiles o decorativas. Tal vez habían llegado hasta Ojos Plateados, en el espacio humano. Y debían de haber llegado a la conclusión de que los girasoles eran decorativos.
«Pero debieron rodearlos mediante una valla. A cualquier imbécil se le ocurriría. Les tendrían que haber destinado una zona aislada tras un alto y grueso muro de material base sin recubrir, por ejemplo. Ello hubiera impedido su expansión.
»Pero algo falló. De algún modo, una semilla logró salvar la barrera. Imposible decir hasta dónde se habrán extendido a estas horas», se dijo Luis para sus adentros. Luego se encogió de hombros. Ese debía ser el «punto luminoso» que él y Nessus habían divisado a lo lejos. Hasta donde alcanzaba la mirada, ningún ser viviente se atrevía a desafiar a los girasoles.
Con el tiempo, si se les concedía ese tiempo, los girasoles llegarían a dominar el Mundo Anillo.
Pero aún faltaba mucho tiempo para esa eventualidad. El Mundo Anillo era grande. En él había espacio suficiente para todo.
Luis, sumido en sus reflexiones, casi no advirtió la llegada de las dos aerocicletas que aterrizaron junto a la suya. Salió bruscamente de su ensueño cuando Interlocutor bramó:
—¡Luis! Coge el desintegrador de mi aerocicleta y cávanos un escondrijo. Tú, Teela, ven a curarme las heridas.
—¿Un escondrijo?
—Sí. Tendremos que escondernos bajo tierra y esperar la caída de la noche.
—Comprendo.
Luis se despabiló. Era una vergüenza que Interlocutor hubiera tenido que pensar en eso, herido como estaba. Era evidente que no podían correr el riesgo de que se produjera un desgarrón en las nubes. Con una mínima cantidad de luz directa, los girasoles ya podrían asesinarles. Pero por la noche...
Luis procuró no mirar a Interlocutor mientras hurgaba en su aerocicleta. Un vistazo había sido suficiente. El kzin tenía la mayor parte del cuerpo negro de quemaduras. Los líquidos orgánicos rezumaban entre las cenizas untuosas que antes fueran pelo. La carne, de un rojo brillante, había quedado al descubierto en varias zonas. El olor a pelo chamuscado era penetrante y nauseabundo.
Luis encontró el desintegrador: una escopeta de dos cañones con un asa que parecía blanda. La otra arma que llevaba el kzin le hizo sonreír amargamente. Si Interlocutor le hubiera sugerido quemar los girasoles con las linternas de rayos láser, Luis probablemente habría accedido, tan desconcertado estaba.
Cogió el arma y se alejó a toda prisa; comenzaba, a sentir náuseas y le avergonzaba su debilidad. El dolor de las quemaduras de Interlocutor le hacía sufrir también a él. Teela, que ignoraba lo que era el dolor, podría serle más útil que Luis.
Apuntó la escopeta hacia el suelo en un ángulo de treinta grados. Se había puesto el casco de oxígeno de su traje de supervivencia. No tenía prisa, conque sólo apretó uno de los dos gatillos.
El agujero comenzó a abrirse rápidamente. Luis no logró averiguar con cuánta rapidez, pues al cabo de un instante estuvo todo rodeado de polvo. Un pequeño huracán soplaba hacia él desde el lugar donde había penetrado el rayo. Luis tuvo que oponer toda su resistencia para no ser derribado por la corriente de aire.
En el cono del rayo, el electrón se convertía en una partícula neutra. La tierra y las rocas, deshechas en átomos por efecto de la repulsión mutua entre los núcleos, llegaban hasta Luis en una nube de polvo monoatómico. Se felicitó de llevar el casco de oxígeno.
Cuando desconectó el desintegrador, había cavado un agujero capaz de acomodarles a los tres junto con sus aerocicletas.
«Con cuánta rapidez», pensó. Y comenzó a preguntarse cuánto tardaría el instrumento en cavar el mismo agujero con ambos rayos a la vez. «Pero ello crearía una corriente», se dijo, adoptando la, expresión del kzin. Y de momento no deseaba tanto ajetreo.
Teela e Interlocutor habían bajado de sus aerocicletas. Interlocutor había perdido casi todo su pelo. Un gran jirón anaranjado le tapaba aún las posaderas y una ancha banda anaranjada se extendía sobre sus ojos. El resto de su cuerpo estaba cubierto sólo por la piel desnuda, veteada de venas de un rojo violáceo, en la que se abrían varias heridas de un rojo intenso. Teela le estaba rociando con un producto que producía una blanca espuma en cuanto entraba en contacto con su piel.
El hedor a pelo y carne chamuscada mantuvo a Luis a cierta distancia.
—Ya está —anunció.
El kzin levantó la mirada:
—He recuperado la vista, Luis.
—¡Estupendo! —Era algo que le tenía preocupado.
—El titerote ha traído medicamentos de uso militar, muy superiores a los medicamentos kzinti de uso civil. En principio, los suministros militares tendrían que ser inaccesibles para un extraño.
Su voz sonaba airada. Tal vez sospechaba un soborno; y era posible que no se equivocara.
—Voy a llamar a Nessus —dijo Luis.
Y dio la vuelta en torno a la pareja. El kzin ya estaba cubierto de espuma blanca de pies a cabeza. Su cuerpo no desprendía el menor olor.
—Sé dónde estás —le dijo al titerote.
—Estupendo. ¿Dónde estoy, Luis?
—Detrás nuestro. Diste media vuelta y te situaste a nuestras espaldas en cuanto te perdimos de vista. Teela e Interlocutor no lo saben. Son incapaces de ponerse en el lugar de un titerote.
—¿No creerían que un titerote iba a abrirles camino? Aunque tal vez sea mejor que sigan en el error. ¿Hay alguna posibilidad de que me permitan unirme al grupo?
—Aún no. Tal vez más adelante. Deja que te explique por qué te he llamado... —Y le habló al titerote del campo de girasoles. Había comenzado a relacionarle la gravedad de las heridas de Interlocutor, cuando de pronto la cabeza aplastada de Nessus desapareció por debajo del nivel de la cámara del intercom.
Luis esperó unos segundos a ver si reaparecía. Luego desconectó. No le cabía la menor duda de que el colapso catatónico de Nessus duraría poco. El titerote era demasiado conscientemente responsable de su propia vida.
Les quedaban aún diez horas de luz de día, que el grupo pasó en la trinchera cavada con el desintegrador.
Interlocutor durmió todo el rato. Le condujeron hasta el agujero y luego le rociaron con un spray somnífero procedente del botiquín kzinti. La espuma blanca se había solidificado, dejándole convertido en una especie de almohadón de espuma.
—El único kzin botador del mundo —comentó Teela.
Luis intentó dormir. Estuvo dormitando un rato. En cierto momento entreabrió los ojos y advirtió un brillante resplandor de luz solar y el nítido contorno de la sombra negra del techo de la cueva. Dio media vuelta y volvió a dormirse.
Despertó poco después bañado en un sudor frío. ¡De haberse incorporado para mirar lo que pasaba, hubiera quedado asado en un instante!
Pero el cielo había vuelto a encapotarse y las nubes bloqueaban firmemente cualquier posible venganza de los girasoles.
Por fin, uno de los horizontes comenzó a palidecer. Mientras el cielo se iba oscureciendo, Luis fue despertando a los demás.
Volaban bajo las nubes. Era vital que consiguieran ver las flores. Si amanecía antes de que hubieran dejado atrás el campo de girasoles, tendrían que esconderse otra vez hasta la caída de la noche.
De vez en cuando, Luis descendía un poco para echar un vistazo.
Volaron durante poco más de una hora... luego los girasoles comenzaron a clarear. Cruzaron una región donde ya eran escasos, había brotes aún no plenamente desarrollados arraigados entre los restos chamuscados de un bosque recientemente quemado. En realidad, la hierba y los girasoles parecían haber entablado un duelo por la ocupación de ese territorio.
Luego los girasoles desaparecieron por completo.
Y Luis por fin pudo descabezar un sueño.
Durmió como bajo los efectos de una droga. Cuando despertó, aún era de noche. Miró a su alrededor y un poco más adelante descubrió un destello de luz en dirección a giro.
Medio adormilado, pensó que seguramente sería una luciérnaga atrapada en la envoltura sónica, u otra tontería por el estilo. Se frotó los ojos. Y el destello seguía allí.
Apretó el botón de «llamada» para ponerse en contacto con Interlocutor.
El resplandor parecía cada vez más próximo. Relucía como un punto de luz solar reflejado contra el oscuro paisaje nocturno del Mundo Anillo.
No podía ser un girasol. No de noche.
Tal vez fuera una casa, pensó Luis; pero ¿de dónde sacarían luz los nativos? Además, de ser una casa, la hubieran dejado atrás rápidamente. A la velocidad de crucero de las aerocicletas se hubiera podido cruzar todo el continente norteamericano de costa a costa en menos de dos horas y media.
La luz estaba más o menos a su altura, hacia la derecha. E Interlocutor seguía sin responder.
Luis se desgajó de la flotilla. Sonrió burlonamente en la oscuridad. Ya había dejado atrás la flotilla, que en esos momentos se hallaba bajo el mando de Interlocutor (por propia petición) y que ya sólo constaba de dos vehículos. Luis localizó de memoria la aerocicleta del kzin y voló hacia ella.
Las ondas sonoras que iban a chocar contra la envoltura sónica se dibujaban tenuemente bajo la escasa luz del Arco que conseguía filtrarse entre las nubes: una red de líneas rectas que convergían en un punto. La aerocicleta de Interlocutor y su silueta de un gris fantasmagórico parecían atrapadas en una tela de araña euclídea.
Luis estaba peligrosamente próximo cuando por fin encendió su foco para apagarlo otra vez en el acto. Vio cómo el fantasma se mantenía a la expectativa en la oscuridad. Luis situó suavemente su vehículo entre el kzin y el punto luminoso.
Volvió a encender fugazmente su foco.
Interlocutor le habló a través del intercom.
—Sí, Luis, ahora lo veo. Algún objeto iluminado que parece moverse en dirección contraria a la nuestra.
—¿Vamos a ver qué es?
—De acuerdo.
Interlocutor puso su aerocicleta rumbo a la luz.
Comenzaron a dar vueltas en la oscuridad, cual curiosos pececillos alrededor de una botella de cerveza que se hunde. Era un castillo de diez pisos que flotaba a unos trescientos metros de altura y estaba todo iluminado como la sala de mandos de alguna antigua nave-cohete.
Una enorme ventana panorámica única, curvada de forma que constituía la pared y también el techo, se abría sobre un espacio del tamaño de un teatro de ópera. En el interior, un laberinto de mesas de comedor rodeaba un escenario circular elevado. Encima de las mesas quedaban unos ciento cincuenta metros de espacio libre, a excepción de una escultura abstracta hecha de alambre retorcido.
No podían dejar de sorprenderse cada vez al comprobar lo espacioso que resultaba el Mundo Anillo. En la Tierra, era delito conducir cualquier tipo de vehículo sin un piloto automático. Era inevitable que al estrellarse el vehículo matara a alguien, cayera donde cayera. Aquí en cambio había miles de kilómetros de tierras vírgenes, edificios suspendidos sobre las ciudades y espacio suficiente para acomodar a un comensal de ciento cincuenta metros de altura.
Debajo del castillo había una ciudad. No estaba iluminada. Interlocutor la sobrevoló casi a ras de suelo, como un halcón, y la examinó rápidamente a la luz azulada del Arco. Pronto subió a informar que la ciudad se parecía mucho a Zignamuclikclik.