Read Muchas vidas, muchos maestros Online
Authors: Brian Weiss
—Eso creen. Son muchos los que mueren.
Yo conocía ya el final.
—Pero tú no mueres por eso.
—No, no muero.
—Pero enfermas mucho. Te sientes mal.
—Sí, tengo mucho frío... mucho frío. Necesito agua... agua. Creen que viene del agua... y algo negro... Alguien muere.
—¿Quién muere?
—Muere mi padre, y también un hermano. Mi madre está bien; se recobra. Está muy débil. Tienen que enterrar a la gente. Los entierran, y la gente se preocupa porque eso va contra las prácticas religiosas.
—¿Cuáles son esas prácticas?
Me maravillaba la concordancia de sus recuerdos, hecho por hecho, exactamente como había relatado esa vida varios meses antes. Una vez más, esa desviación de las costumbres funerarias normales la inquietaba mucho.
—Se ponía a la gente en cuevas. Los cadáveres eran conservados en cuevas. Pero antes debían ser preparados por los sacerdotes... Debían ser envueltos y untados con ungüento. Se los mantenía en cuevas, pero el país está inundado... dicen que el agua es mala. No bebáis el agua.
—¿Hay algún tratamiento? ¿Dio resultado algo?
—Se nos dieron hierbas, hierbas diferentes. Los olores... las hierbas y... percibo el olor. ¡Lo huelo!
—¿Reconoces el olor?
—Es blanco. Lo cuelgan del techo.
—¿Es como ajo?
—Está colgado alrededor... Las propiedades son similares, sí. Sus propiedades... se pone en la boca, en las orejas, en la nariz... El olor es fuerte. Se creía que impedía la entrada a los malos espíritus en el cuerpo. Fruta morada, o algo redondo con superficie morada, corteza morada...
—¿Reconoces la cultura en que estás? ¿Te parece familiar?
—No sé.
—Esa cosa purpúrea, ¿es una especie de fruta?
—Tanis.
—¿Te ayudará eso? ¿Es para la enfermedad?
—En ese tiempo, sí.
—Tanis —repetí, tratando, una vez más, de ver si se refería a lo que llamamos tanino o ácido tánico—. ¿Así se llama? ¿Tanis?
—Oigo... sigo oyendo «tanis».
—De esta vida, ¿qué ha quedado sepultado en tu vida actual? ¿Por qué vuelves una y otra vez aquí? ¿Qué te molesta tanto?
—La religión —susurró Catherine, de inmediato —, la religión de esa época. Era una religión de miedo... miedo. Había tantas cosas que temer... y tantos dioses...
—¿Recuerdas los nombres de algunos dioses? —dije.
—Veo ojos. Veo una cosa negra... una especie de... parece un chacal. Está en una estatua. Es una especie de guardián... Veo una mujer, una diosa, con una especie de toca.
—¿Sabes el nombre de la diosa?
—Osiris... Sirus... algo así. Veo un ojo... un ojo, sólo un ojo con una cadena. Es de oro.
—¿Un ojo?
—Sí... ¿Quién es Hathor?
—¿Qué?
—¡Hathor! ¡Quiénes!
Nunca había oído hablar de Hathor, aunque sabía que Osiris, si la pronunciación era correcta, era el hermano-esposo de Isis, la principal deidad egipcia. Hathor, según supe después, era la diosa egipcia del amor, el regocijo y la alegría.
—¿Es uno de los dioses? —pregunté.
—¡Hathor, Hathor! —Hubo una larga pausa—. Pájaro... es plano... plano, un fénix...
Guardó silencio otra vez.
—Avanza ahora en el tiempo, hasta el último día de esa vida. Ve hasta tu último día, pero antes de morir. Dime qué ves.
Respondió con un susurro muy suave.
—Veo edificios y gentes. Veo sandalias, sandalias. Hay un paño rústico, una especie de paño rústico.
—¿Qué ocurre? Ve ahora al momento de tu muerte. ¿Qué te ocurre? Tú puedes verlo.
—No veo... no me veo más.
—¿Dónde estás? ¿Qué ves?
—Nada... sólo oscuridad... veo una luz, una luz cálida. —Ya había muerto, había pasado al estado espiritual. Al parecer, no necesitaba experimentar otra vez su muerte real.
—¿Puedes acercarte a la luz? —pregunté.
—Allá voy.
Descansaba apaciblemente, esperando otra vez.
—¿Puedes mirar ahora hacia atrás, hacia las lecciones de esa vida? ¿Tienes ya conciencia de ellas?
—No —susurró.
Continuaba esperando. De pronto se mostró alerta, aunque sus ojos permanecían cerrados, como ocurría siempre que estaba en trances hipnóticos. Movía la cabeza de un lado a otro.
—¿Qué ves ahora? ¿Qué está pasando?
Su voz era más potente.
—Siento... ¡alguien me habla!
—¿Qué te dicen?
—Hablan de la paciencia. Uno debe tener paciencia...
—Sí, continúa. —La respuesta provino inmediatamente del Maestro poeta.
—Paciencia y tiempo... todo llega a su debido tiempo. No se puede apresurar una vida, no se puede resolver según un plan, como tanta gente quiere. Debemos aceptar lo que nos sobreviene en un momento dado y no pedir más. Pero la vida es infinita; jamás morimos; jamás nacimos, en realidad. Sólo pasamos por diferentes fases. No hay final. Los humanos tienen muchas dimensiones. Pero el tiempo no es como lo vemos, sino lecciones que hay que aprender.
Hubo una larga pausa. El Maestro poeta continuó.
—Todo te será aclarado a su debido tiempo. Pero necesitas una oportunidad para digerir el conocimiento que ya te hemos dado.
Catherine guardó silencio.
—¿Hay algo más que yo deba saber?
—Se han ido —me susurró —. Ya no oigo a nadie.
Semana a semana, nuevas capas de temores y ansiedades neuróticas se desprendían de Catherine. Semana a semana se la veía un poco más serena, un poco más suave y paciente. Tenía más confianza en sí misma y atraía a la gente. Daba más amor y los demás se lo devolvían. El diamante interior que era su verdadera personalidad brillaba, luminoso, a la vista de todos.
Las regresiones de Catherine abarcaban milenios. Cada vez que entraba en un trance hipnótico, yo no tenía idea alguna de dónde emergerían los hijos de sus vidas. Desde las cuevas prehistóricas hasta los tiempos modernos, pasando por el antiguo Egipto, ella había estado en todas partes. Y todas sus existencias habían sido amorosamente custodiadas por los Maestros, desde más allá del tiempo. En la sesión de ese día apareció; en el siglo XX, pero no como Catherine.
—Veo un fuselaje y una pista aérea, una especie de pista de aterrizaje —susurró suavemente.
—¿Sabes dónde estás?
—No veo... ¿alsaciana? —Luego, con más decisión —: Alsaciana.
—¿En Francia?
—No sé, sólo alsaciana... Veo el nombre Von Marks, Von Marks (ortografía fonética). Una especie de casco marrón o un gorro... un gorro con gafas. La tropa ha sido destruida. Parece ser una zona muy remota. No creo que haya una ciudad cercana.
—¿Qué ves?
—Veo edificios destruidos. Veo edificios... La tierra está destrozada por... los bombardeos. Es una zona muy bien oculta.
—¿Qué haces tú?
—Ayudo con los heridos. Se los están llevando.
—Obsérvate. Descríbete. Mira hacia abajo y dime qué ropa vistes.
—Llevo una especie de chaqueta. Pelo rubio. Ojos azules. Mi chaqueta está muy sucia. Hay mucha gente herida.
—¿Te han formado para que ayudes a los heridos?
—No.
—¿Vives ahí o te han llevado a ese sitio? ¿Dónde vives?
—No sé.
—¿Qué edad tienes?
—Treinta y cinco años.
Catherine tenía veintinueve; sus ojos no eran azules, sino color avellana. Continué con el interrogatorio.
—¿No tienes nombre? ¿No está en la chaqueta?
—En la chaqueta hay unas alas. Soy piloto... algún tipo de piloto.
—¿Pilotas aviones?
—Sí, tengo que hacerlo.
—¿Quién te obliga a volar?
—Estoy de servicio y debo volar. Es mi trabajo.
—¿También dejas caer las bombas?
—En el avión tenemos un artillero. Hay un navegante.
—¿Qué tipo de aviones pilotas?
—Una especie de helicóptero. Tiene cuatro hélices. Es un ala fija.
Eso me llamó la atención, pues Catherine no sabía nada de aviones. Me pregunté qué entendería por «ala fija». Pero en la hipnosis poseía amplios conocimientos, como la técnica para hacer mantequilla o para embalsamar cadáveres. Sin embargo, sólo una fracción de esos conocimientos le era accesible a su mente consciente y cotidiana. Insistí.
—¿Tienes familia?
—No está conmigo.
—Pero ¿ellos están a salvo?
—No sé. Tengo miedo... miedo de que vuelvan. ¡Mis amigos están muriendo!
—Tienes miedo de que vuelvan, ¿quiénes?
—Los enemigos.
—¿Quiénes son?
—Los ingleses... las Fuerzas Armadas americanas... los ingleses.
—Sí. ¿Recuerdas a tu familia?
—¿Si la recuerdo? Hay demasiada confusión.
—Retrocedamos en la misma vida a un momento feliz, antes de la guerra, por la época en que estabas en tu hogar, con tu familia. Puedes verlo. Sé que es difícil, pero quiero que te relajes. Trata de recordar.
Catherine hizo una pausa. Luego susurró:
—Oigo el nombre de Eric... Eric. Veo una criatura rubia, una niña.
—¿Es hija tuya?
—Sí, ha de serlo... Margot.
—¿Está cerca?
—Está conmigo. Estamos de picnic. El día es hermoso.
—¿Hay alguien más ahí? ¿Además de Margot?
—Veo una mujer de pelo castaño, sentada en la hierba.
—¿Es tu esposa?
—Sí..., no la conozco —agregó, refiriéndose a las personas que conocía en su vida actual.
—¿Conoces a Margot? Observa mejor a Margot. ¿La conoces?
—Sí, pero no estoy segura... La conocí en alguna parte...
—Ya lo recordarás. Mírala a los ojos.
—Es Judy —respondió.
En la actualidad, Judy era su mejor amiga. Se habían entendido desde el primer momento, entablando una sincera amistad; cada una confiaba sin reservas en la otra; se adivinaban los pensamientos y las necesidades antes de expresarlos verbalmente.
—¿Judy? —repetí.
—Judy, sí. Se parece a ella... sonríe como ella.
—Sí, qué bien. ¿Eres feliz en tu hogar o hay problemas?
—No hay problemas. (Larga pausa.) Sí. Sí, es una época de disturbios. Hay un profundo problema en el gobierno alemán, la estructura política. Hay demasiada gente que quiere avanzar en demasiadas direcciones. Eso, con el tiempo, nos hará pedazos... Pero debo combatir por mi país.
—¿Amas mucho a tu país?
—No me gusta la guerra. Creo que matar está mal, pero debo cumplir con mi deber.
—Ahora vuelve, vuelve a donde estabas antes, al avión en tierra, los bombardeos, la guerra. Es más adelante; la guerra ya ha empezado. Ingleses y americanos están tirando bombas cerca de ti. Regresa. ¿Ves otra vez el avión?
—Sí.
—¿Aún sientes lo mismo sobre el deber, la guerra y matar?
—Sí. Moriremos por nada.
—¿Qué?
—Que moriremos por nada —repitió, con un susurro más alto.
—¿Por nada? ¿Por qué por nada? ¿No hay gloria en eso? ¿No es por defender a tu patria ni a tus seres amados?
—Moriremos por defender las ideas de unas cuantas personas.
—¿Aunque sean los líderes de tu país? Pueden equivocarse...
Me interrumpió con prontitud:
—No son los líderes. Si fueran líderes, no habría tanto forcejeo interno... en el gobierno.
—Algunos dicen que están locos. ¿Te parece cierto eso? ¿Están locos por el poder?
—Todos debemos de estar locos para dejarnos manejar por ellos, para permitir que nos impulsen... a matar. Y a matarnos.
—¿Te queda algún amigo?
—Sí, aún quedan algunos con vida.
—¿Hay alguien con quien tengas una amistad especial? ¿Entre los tripulantes de tu avión? Tu artillero y tu navegante, ¿viven aún?
—No los veo, pero mi avión no lo han destruido.
—¿Vuelves a pilotar el avión?
—Sí. Tenemos que darnos prisa para despegar con lo que queda del avión... antes de que regresen.
—Sube a tu avión.
—No quiero ir. —Parecía querer negociar conmigo.
—Pero tienes que despegar.
—Es tan inútil...
—¿Qué tipo de profesión tenías antes de la guerra? ¿Lo recuerdas? ¿Qué hacía Eric?
—Era segundo piloto... de un pequeño avión, un avión de carga.
—¿También eras piloto entonces?
—Sí.
—¿Y pasabas mucho tiempo fuera de casa?
Respondió con mucha suavidad, con melancolía:
—Sí.
—Adelántate en el tiempo —le indiqué—, hasta el próximo vuelo. ¿Puedes hacerlo?
—No hay próximo vuelo.
—¿Te ocurre algo?
—Sí.
Su respiración era acelerada; empezaba a agitarse. Se había adelantado hasta el día de su muerte.
—¿Qué ocurre?
—Huyo del fuego. El fuego está destrozando a mi grupo.
—¿Sobrevives a eso?
—Nadie sobrevive... nadie sobrevive a una guerra. ¡Me estoy muriendo! —Su respiración era trabajosa—. ¡Sangre! ¡Hay sangre por todas partes! Me duele el pecho. Me han herido en el pecho... y la pierna... y el cuello. Me duele mucho.
Estaba en agonía, pero pronto su respiración se hizo más lenta y más regular; sus músculos faciales se relajaron y adquirió un aspecto de paz. Reconocí la calma del estado de transición.
—Se te ve más cómoda. ¿Ha pasado?
Hizo una pausa, antes de responder con mucha suavidad:
—Estoy flotando... apartándome de mi cuerpo. No tengo cuerpo. Estoy nuevamente en espíritu.
—Bien. Descansa. Has llevado una vida difícil. Has pasado por una muerte difícil. Necesitas descansar. Reponerte. ¿Qué aprendiste en esa vida?
—Aprendí cosas sobre el odio...las matanzas insensatas... el odio mal dirigido... la gente que odia sin saber por qué. Se nos impulsa a eso... nos impulsa el mal, cuando nos encontramos en estado físico...
—¿Hay una obligación más elevada que la obligación para con el país? ¿Algo que hubiera podido impedir que tú mataras? ¿Pese a las órdenes? ¿Alguna obligación para consigo misma?
—Sí...
Pero no dio detalles.
—¿Ahora esperas algo?
—Sí... Espero ir a un estado de renovación. Tengo que esperar. Vendrán por mí... vendrán...
—Bien. Cuando vengan, me gustaría hablar con ellos.
Aguardamos varios minutos más. Luego, de forma abrupta, su voz sonó potente y grave. Hablaba el primero de los Espíritus Maestros, no el poeta.
—Tenías razón al suponer que éste era el tratamiento correcto para quienes están en un plano físico. Debes erradicar los miedos de sus mentes. El miedo es un derroche de energía; impide a las personas cumplir con aquello para lo cual fueron enviados. Guíate por lo que te rodea. Primero es preciso llevarlos a un nivel muy profundo... donde ya no puedan sentir el cuerpo. Allí podrás llegar a ellos. Es únicamente en la superficie... donde yacen los problemas. Muy dentro del alma, donde se crean las ideas, allí es donde hay que ir a buscarlos.