Muchas vidas, muchos maestros (12 page)

BOOK: Muchas vidas, muchos maestros
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»Energía... todo es energía. Se malgasta tanta... Las montañas... Dentro de la montaña hay quietud; el centro es sereno. Pero es afuera donde está el problema. Los humanos sólo pueden ver el exterior, pero se puede ir mucho más adentro. Hay que ver el volcán. Para eso es preciso ir muy adentro.

»Estar en el estado físico es algo anormal. Cuando se está en el plano espiritual, eso nos resulta natural. Cuando se nos envía de regreso es como ser enviados otra vez a algo que no conocemos. Nos llevará más tiempo. En el mundo espiritual es preciso esperar; luego somos renovados. Hay un estado de renovación. Es una dimensión, como las otras, y tú has logrado casi llegar a ese estado...

Eso me pilló por sorpresa. ¿Cómo era posible que yo estuviera acercándome al estado de renovación?

—¿Que casi he llegado? —repetí, incrédulo.

—Sí. Sabes mucho más que los otros. Comprendes mucho más. Ten paciencia con ellos. No tienen el conocimiento que tú posees. Serán enviados espíritus en su ayuda. Pero lo que tú estás haciendo es correcto... continúa. Esta energía no debe ser malgastada. Debe liberarse del temor. Será la mayor de tus armas.

El Espíritu Maestro guardó silencio. Reflexioné sobre el significado de ese increíble mensaje. Sabía que yo estaba teniendo éxito en liberar a Catherine de sus miedos, pero ese mensaje tenía un significado más global. No se trataba de una mera confirmación de que la hipnosis era efectiva como instrumento terapéutico. Implicaba aún más que las regresiones a vidas pasadas, cosa que resultaría difícil de aplicar a la población en general, de uno en uno. No: me pareció que se refería al miedo a la muerte, el miedo muy oculto dentro del volcán. El miedo a la muerte, ese temor escondido y constante que ni el dinero o el poder pueden neutralizar: ése es el centro.

Pero si la gente supiera que «la vida es infinita; que jamás morimos; que nunca nacimos, en realidad», entonces ese miedo desaparecería. Si todos supieran que han vivido antes incontables veces y que volverán a vivir otras tantas, ¡cuánto más reconfortados se sentirían! Si supieran que hay espíritus a su alrededor, cuando se encuentran en estado físico; que después de la muerte, en estado espiritual, se reunirán con esos espíritus, incluidos los de sus muertos amados, ¡cuánto sería el consuelo! Si supieran que los «ángeles de la guarda» existen, en realidad, ¡cuánto más seguros se sentirían! Si supieran que los actos de violencia y de injusticia no pasan desapercibidos, sino que deben ser pagados con la misma moneda en otras vidas, ¡cuánto menor sería el deseo de venganza! Y si de verdad «por el conocimiento nos aproximamos a Dios», ¿de qué sirven las posesiones materiales y el poder, cuando son un fin en sí y no un medio para ese acercamiento? La codicia y el ansia de poder no tienen ningún valor.

Pero ¿cómo llegar a la gente con ese conocimiento? Casi todos recitan plegarias en sus iglesias, en las sinagogas, mezquitas o templos, plegarias que proclaman la inmortalidad del alma. Sin embargo, terminados los ritos del culto vuelven a sus caminos competitivos, a practicar la codicia, la manipulación y el egocentrismo. Estos rasgos retrasan el progreso del alma. Por lo tanto, si la fe no basta, quizá la ciencia ayude. Tal vez experiencias como la de Catherine conmigo deban ser estudiadas, analizadas y descritas de manera objetiva y científica por personas preparadas en ciencias físicas y conductistas. Sin embargo, por entonces nada estaba tan lejos de mi mente como la idea de redactar un artículo científico o un libro, posibilidad remota y muy improbable. Pensé en los espíritus que serían enviados para ayudarme. ¿Ayudarme a qué?

Catherine se movió y empezó a susurrar.

—Alguien llamado Gideon, alguien llamado Gideon... Gideon. Trata de hablar conmigo.

—¿Qué dice?

—Está por todo por todas partes. No se detiene. Es una especie de ángel custodio... algo así. Pero ahora está jugando conmigo.

—¿Es uno de tus ángeles de la guarda?

—Sí, pero está jugando... se limita a saltar a mi alrededor. Creo que quiere darme a entender que está a mi alrededor... por todas partes.

—¿Gideon? —repetí.

—Aquí está.

—¿Y te hace sentir más segura?

—Sí. Volverá cuando yo lo necesite.

—Bien. ¿Hay espíritus alrededor de nosotros?

Respondió con un susurro, desde la perspectiva de su mente supraconsciente.

—Oh, sí... muchos espíritus. Sólo vienen cuando así lo desean. Vienen... cuando lo desean. Todos somos espíritus. Pero otros... algunos se encuentran en estado físico; otros, en un período de renovación. Y otros son guardianes. Pero todos vamos allá. Nosotros también hemos sido guardianes.

—¿Por qué volvemos para aprender? ¿Por qué no aprendemos como espíritus?

—Son diferentes niveles de aprendizaje; algunos tienen que aprenderse en la carne. Tenemos que sentir el dolor. Cuando se es espíritu no se experimenta dolor. Es un período de renovación. El alma se renueva. Cuando se está en la carne se puede sentir el dolor, se sufre. En forma espiritual no se siente. Sólo hay felicidad, una sensación de bienestar. Pero es un período de renovación para... nosotros. La interacción entre las personas, en forma espiritual, es diferente. Cuando se está en el estado físico... se pueden experimentar las relaciones.

—Comprendo. Todo saldrá bien.

Ella había vuelto a quedar en silencio. Pasaron algunos minutos.

—Veo un coche —comenzó —, un coche azul.

—¿Un cochecito de bebé?

—No, un carruaje... ¡Algo azul! Una orla azul arriba, azul por fuera...

—¿Es un carruaje tirado por caballos?

—Tiene ruedas grandes. No veo a nadie en él; sólo dos caballos enganchados... uno gris y otro castaño. El caballo se llama Manzana, el gris, porque le gustan las manzanas. El otro es Duque. Son muy buenos. No muerden. Tienen patas grandes... patas grandes.

—¿Hay también un caballo malo? ¿Un caballo distinto?

—No, son muy buenos.

—¿Tú estás ahí?

—Sí. Le veo el hocico. Es mucho más grande que yo.

—¿Estás en el carruaje? —Por la naturaleza de sus respuestas yo había comprendido que ella era una criatura.

—Hay caballos. También hay un niño.

—¿Qué edad tienes?

—Soy muy pequeña. No sé. Creo que no sé contar.

—¿Conoces al niño? ¿Es tu amigo, tu hermano?

—Es un vecino. Ha venido a... una fiesta. Hay... una boda o algo así.

—¿Sabes quién se casa?

—No. Nos dijeron que no nos ensuciáramos. Tengo pelo castaño... y zapatos que se abotonan por un lado, hasta arriba.

—¿Son tus ropas de fiesta? ¿Ropas finas?

—Es blanco... una especie de vestido blanco con un... con algo lleno de volantes y se ata por atrás.

—Tu casa ¿está cerca?

—Es una casa grande —respondió la niña.

—¿Es ahí donde vives?

—Sí.

—Bien. Ahora puedes mirar dentro de la casa; es correcto. Se trata de un día importante. Habrá gente bien vestida, con ropa especial.

—Están preparando comida, muchísima comida.

—¿La hueles?

—Sí. Están haciendo una especie de pan. Pan... carne... Nos dicen que volvamos a salir.

Eso me divirtió. Yo le había dicho que podía entrar sin problemas y alguien le ordenaba que volviera a salir.

—¿Te llaman por tu nombre?

—Mandy... Mandy y Edward.

—¿Edward es el niño?

—Sí.

—¿Y no os dejan entrar en la casa?

—No. Están muy ocupados.

—¿Y qué pensáis al respecto?

—No nos importa. Pero lo difícil es no ensuciarse. No podemos hacer nada.

—¿Vas a la boda? ¿Más tarde?

—Sí... veo a mucha gente. El salón está atestado. Hace calor, mucho calor. Allí hay un párroco; ha venido el párroco... con un sombrero raro... grande... negro. Le sobresale mucho sobre la cara... mucho.

—¿Es un momento feliz para tu familia?

—Sí.

—¿Sabes quién se casa?

—Mi hermana.

—¿Es mucho mayor que tú?

—Sí.

—¿La ves ahora? ¿Tiene puesto el vestido de novia?

—Sí.

—¿Y es bonita?

—Sí, muy bonita. Lleva muchas flores alrededor del pelo.

—Mírala bien. ¿La conoces de algún otro lugar? Mírale los ojos, la boca...

—Sí. Creo que es Becky... pero más pequeña, mucho más pequeña...

Becky era amiga y compañera de trabajo de Catherine. Aunque íntimas, a Catherine le molestaba la actitud crítica de Becky y el hecho de que se entrometiera en su vida y en sus decisiones. Después de todo, eran amigas y no parientes. Pero tal vez la diferencia ya no estuviera tan clara.

—Me... me tiene cariño... y por eso puedo estar bastante cerca de ella en la ceremonia.

—Bien. Mira a tu alrededor. ¿Están ahí tus padres?

—Sí.

—¿Ellos también te tienen cariño?

—Sí.

—Qué bien. Míralos bien. Primero, a tu madre. Tal vez la recuerdes. Mírale la cara.

Catherine inspiró muy profundamente varias veces.

—No la conozco.

—Mira a tu padre. Obsérvalo bien. Su expresión, sus ojos... también la boca. ¿Lo conoces?

—Es Stuart —respondió de inmediato.

Conque Stuart acababa de aparecer, una vez más. Eso valía la pena examinarlo mejor.

—¿Qué relaciones tienes con él?

—Lo quiero mucho... me trata muy bien.

Pero opina que soy un fastidio. Piensa que los niños son un fastidio.

—¿Es demasiado serio?

—No; le gusta jugar con nosotros. Pero hacemos demasiadas preguntas. Pero es muy bueno con nosotros, salvo cuando hacemos demasiadas preguntas.

—¿Eso lo enfada algunas veces?

—Sí. Debemos aprender del maestro, no de él. Para eso vamos a la escuela: para aprender.

—Esas palabras parecen de él. ¿Te dice él eso?

—Sí, tiene cosas más importantes que hacer. Tiene que administrar la finca.

—¿Es una finca grande?

—Sí.

—¿Sabes dónde está?

—No.

—¿Nunca mencionan la ciudad o el estado? ¿El nombre de la ciudad?

Ella hizo una pausa para escuchar con atención.

—No oigo eso.

Y volvió a guardar silencio.

—Bien, ¿quieres explorar más en esta vida? ¿Adelantarte en el tiempo? ¿O con esto...?

Me interrumpió:

—Basta.

Durante todo este proceso con Catherine, yo me había mostrado reacio a analizar sus revelaciones con otros profesionales. En realidad, exceptuando a Carole y a otros pocos con quienes me sentía «a salvo», no había compartido esta notable información con nadie. Sabía que el conocimiento proveniente de nuestras sesiones era verdadero y muy importante, pero me preocupaban las posibles reacciones de mis colegas profesionales y científicos; por eso guardaba silencio.

Aún me preocupaba por mi reputación, mi carrera y la opinión ajena.

Mi escepticismo personal se había ido mermando con las pruebas que recibía de labios de Catherine, semana tras semana. Con frecuencia volvía a escuchar las grabaciones y a experimentar nuevamente las sesiones, con todo su dramatismo y su fuerza directa. Pero los otros tendrían que confiar en mis experiencias; aunque intensas no serían con todo las suyas. Me sentía obligado a reunir aún más datos.

A medida que gradualmente aceptaba y daba crédito a los mensajes, mi vida se iba volviendo más simple y satisfactoria. Ya no había necesidad de fingir, desempeñar papeles ni ser otra cosa que yo mismo. Las relaciones se tornaron más francas y directas. La vida familiar era menos confusa, más descansada. La renuencia a compartir la sabiduría que me había sido dada a través de Catherine iba disminuyendo. Me sorprendió descubrir que casi todo el mundo se mostraba muy interesado y quería saber más. Muchos me hablaron de sus privadísimas experiencias de hechos parapsíquicos, ya fueran percepciones extrasensoriales, cosas vividas anteriormente, abandonos del cuerpo, sueños de vidas anteriores u otras cosas. Muchos no se habían atrevido a revelar esas experiencias ni a sus mismos cónyuges. Imperaba un miedo casi uniforme a que, al compartir sus experiencias, los otros los consideraran extraños, aun sus propios familiares.

Sin embargo, esos sucesos parapsíquicos son bastante comunes, más frecuentes de lo que la gente cree. Es sólo la renuencia a revelar los fenómenos psíquicos a otros lo que les hace parecer raros. Y los más instruidos son los más renuentes a compartirlos.

El respetado presidente de un gran departamento clínico de mi hospital cuenta con la admiración internacional por su experiencia; él habla con su padre fallecido, que varias veces lo ha protegido de peligros graves. Otro profesor tiene sueños que le proporcionan los pasos que faltan o las soluciones para sus complejos experimentos de investigación; los sueños nunca se equivocan. Otro doctor, muy conocido, suele saber quién lo llama por teléfono antes de levantar el auricular. La esposa del presidente de psiquiatría de una universidad del Medio Oeste es doctora en psicología; sus proyectos de investigación están siempre cuidadosamente planeados y ejecutados; nunca ha revelado a nadie que, cuando visitó Roma por primera vez, caminaba por la ciudad como si tuviera un mapa impreso en la memoria. Sabía, sin un fallo, lo que había a la vuelta de cada esquina. Aunque nunca había estado en Italia ni conocía el idioma, los italianos se dirigían a ella invariablemente en el idioma del país, confundiéndola con una compatriota. Su mente luchaba por asimilar esas experiencias vividas en Roma.

Comprendí por qué esos profesionales, tan bien preparados, mantenían sus experiencias en secreto. Yo era uno de ellos. No podíamos rechazar nuestras propias experiencias, los datos de nuestros sentidos. Sin embargo, nuestros estudios se oponían diametralmente, en muchos aspectos, a la información, las experiencias y las creencias que habíamos acumulado. Por eso guardábamos silencio.

10

Las semanas pasaron rápidamente. Yo había escuchado una y otra vez la grabación de la última entrevista. ¿De qué modo me aproximaba al estado de renovación? No me sentía especialmente iluminado. Y ahora vendrían espíritus a ayudarme. Pero ¿qué debía hacer yo?, ¿cuándo lo sabría?, ¿estaría en condiciones de ejecutar la tarea? Sabía que era preciso esperar con paciencia. Recordaba las palabras del Maestro poeta.

«Paciencia y tiempo... todo llega a su debido tiempo. Todo te será claro a su debido tiempo. Pero necesitas una oportunidad para digerir el conocimiento que ya te hemos dado.» Por lo tanto, esperaría.

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