Muchas vidas, muchos maestros (10 page)

BOOK: Muchas vidas, muchos maestros
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—¿A qué cartas te refieres? ¿Cartas de las estrellas?

—Sí, tú comprendes los símbolos. Puedes ayudarlos a hacer... ayudarlos a hacer mapas.

—¿Reconoces a otras personas de la aldea?

—No los conozco... pero a ti sí.

—Bien. ¿Cómo son nuestras relaciones?

—Muy buenas. Tú eres muy bondadoso. Me gusta sentarme a tu lado, simplemente; es muy reconfortante... Nos has ayudado. Has ayudado a mis hermanas...

—Pero llega un momento en el que debo dejaros, puesto que soy viejo.

—No.

No estaba dispuesta a vérselas con mi muerte.

—Veo un pan, pan plano, muy plano y delgado.

—¿Hay gente que coma ese pan?

—Sí, mi padre, mi esposo y yo. Y otras personas de la aldea.

—¿A qué se debe?

—Es un... algún festival.

—¿Está tu padre ahí?

—Sí.

—¿Y tu bebé también?

—Sí, pero no conmigo. Está con mi hermana.

—Mira con atención a tu hermana —sugerí, buscando la identificación de alguna persona importante en la vida actual de Catherine.

—Sí, la conozco.

—¿Conoces a tu padre?

—Sí... sí... Edward. Hay higos, higos y aceitunas... y fruta roja. Hay pan aplanado. Y han matado algunas ovejas. Están asando las ovejas. —Hubo una larga pausa—. Veo algo blanco…

Una vez más había avanzado sola en el tiempo.

—Es blanco... es una caja cuadrada. Allí ponen a la gente cuando muere.

—¿Ha muerto alguien, entonces?

—Sí... mi padre. No quiero mirarlo. No me gusta mirarlo.

—¿Es preciso que mires?

—Sí. Se lo llevarán para enterrarlo. Estoy muy triste.

—Sí, lo sé. ¿Cuántos hijos tienes? —El periodista que había en mí no la dejaba en paz con su luto.

—Tengo tres: dos varones y una niña.

Después de responder a mi pregunta, obediente, volvió a su dolor.

—Han puesto su cuerpo bajo algo, bajo una cubierta... —Parecía muy triste.

—¿Yo también he muerto para entonces?

—No. Estamos tomando algunas uvas, uvas en copas.

—¿Cómo soy ahora?

—Muy, muy viejo.

—¿Te sientes ya mejor?

—¡No! Cuando mueras, me quedaré sola.

—¿Acaso has sobrevivido a tus hijos? Ellos cuidarán de ti.

—¡Pero tú sabes tanto! —Hablaba como una niñita.

—Lo superarás. Tú también sabes mucho. Estarás a salvo.

La reconforté; pareció descansar apaciblemente.

—¿Estás más en paz? ¿Dónde te encuentras ahora?

—No sé.

Al parecer, había cruzado al estado espiritual, aun sin haber experimentado su muerte en esa vida. Esa semana habíamos recorrido dos vidas en considerable detalle. Aguardé a los Maestros, pero Catherine continuó descansando. Al cabo de varios minutos más, le pregunté si podía hablar con los Espíritus Maestros.

—No he llegado a ese plano —explicó—. No puedo hablar mientras no llegue.

Nunca llegó a ese plano. Después de mucho esperar, la saqué de su trance.

8

Pasaron tres semanas antes de nuestra siguiente sesión. En mis vacaciones, tendido en una playa tropical, tuve el tiempo y la distancia necesarios para reflexionar sobre lo que había ocurrido con Catherine: regresión hipnótica a vidas pasadas, con observaciones detalladas y explicaciones de objetos, procesos y hechos de los que ella no tenía conocimiento en su vida normal y consciente; mejoría de sus síntomas mediante las regresiones, una mejoría que la psicoterapia corriente no había alcanzado, siquiera remotamente, en los primeros dieciocho meses de tratamiento; revelaciones escalofriantemente precisas del estado espiritual posterior a la muerte, en las que transmitía conocimientos a los que ella no tenía acceso; poesía espiritual y lecciones sobre las dimensiones posteriores a la muerte, sobre la vida y la muerte, el nacimiento y el renacimiento, dadas por Espíritus Maestros, que hablaban con una sabiduría y un estilo muy superiores a la capacidad de Catherine. Había mucho que analizar, en efecto.

En el curso de los años yo había tratado a muchos cientos, tal vez a millares de pacientes psiquiátricos, que reflejaban todo el espectro de los trastornos emocionales. Había dirigido unidades de pacientes internos en cuatro grandes escuelas de medicina. Había pasado años en salas de urgencia psiquiátrica, en clínicas para pacientes externos y en diversos lugares, diagnosticando y tratando a pacientes externos. Lo sabía todo sobre las alucinaciones auditivas y visuales, sobre las engañosas ilusiones de la esquizofrenia. Había tratado a muchos pacientes con síntomas dudosos y trastornos de carácter histérico, incluyendo la escisión o las personalidades múltiples. Había sido profesor en abuso de alcohol y drogas en una institución, fundada por el Instituto Nacional de Abuso de Drogas, y estaba familiarizado con toda la gama de los efectos de las drogas sobre el cerebro.

Catherine no presentaba ninguno de esos síntomas o síndromes. Lo ocurrido no era una manifestación de enfermedad psiquiátrica. Ella no era psicópata (no estaba fuera de contacto con la realidad) ni había sufrido nunca alucinaciones (no oía ni veía cosas que en realidad no existieran) o ilusiones (falsas creencias).

No consumía drogas ni tenía rasgos sociopáticos. No tenía una personalidad histérica ni tendencias disociativas. Es decir, en general actuaba con conciencia de lo que hacía y pensaba; no funcionaba con el «piloto automático» y nunca había tenido personalidad escindida o múltiple. El material que producía estaba, con frecuencia, más allá de su capacidad consciente, tanto en estilo como en contenido. Una parte era especialmente psíquica, como las referencias a sucesos específicos de mi propio pasado (por ejemplo, los conocimientos sobre mi padre y mi hijo) así como del propio. Exhibía conocimientos a los que nunca había tenido acceso ni podía haber reunido en su vida presente. Esos conocimientos, así como la experiencia en sí, eran extraños a su cultura y a su educación, además de contrarios a muchas de sus creencias.

Catherine es una persona relativamente sencilla y honesta. No es una erudita; ella no pudo haber inventado los hechos, detalles, acontecimientos históricos, descripciones y elementos poéticos que llegaban a través de ella. Como psiquiatra y científico, yo estaba seguro de que el material se originaba en alguna porción de su mente inconsciente. Era real, sin lugar a dudas. Aunque Catherine hubiera sido una consumada actriz, no habría podido recrear esos hechos. El conocimiento era demasiado exacto y específico; estaba por encima de su capacidad.

Analicé el propósito terapéutico de explorar las vidas pasadas de Catherine. Una vez que hubimos tropezado con ese nuevo reino, su mejoría fue enormemente rápida, sin necesidad de medicación. Existe en ese reino una fuerza poderosamente curativa, una fuerza al parecer mucho más efectiva que la terapia normal o los medicamentos modernos. Esa fuerza incluye recordar y volver a vivir, no sólo grandes acontecimientos traumáticos, sino también los diarios ultrajes a nuestros cuerpos, mentes y egos. En mis preguntas, mientras investigábamos vidas, yo buscaba los patrones de esos insultos, patrones tales como el abuso emocional o físico crónico, la pobreza y el hambre, la enfermedad y la incapacidad, prejuicios y persecuciones persistentes, fracasos repetidos, etcétera. También me mantenía alerta a las tragedias más penetrantes, como una traumática experiencia de muerte, violaciones, catástrofes masivas y cualquier otro suceso horripilante que pudiera haber dejado una huella permanente La técnica era similar a la de repasar una infancia en la terapia común, excepto que el marco cronológico era de varios milenios, en vez de reducirse a los diez o quince años habituales. Por lo tanto, mis preguntas eran más directas y más intencionadas que en una terapia común. Pero el éxito de nuestra poco ortodoxa exploración resultaba incuestionable. Ella (y otros que yo trataría más adelante con regresión hipnótica) se estaba curando con tremenda velocidad.

Pero ¿había otras explicaciones de los recuerdos que Catherine guardaba de vidas pasadas? ¿Era posible que esos recuerdos le fueran transmitidos por sus genes? Esa posibilidad es científicamente remota. La memoria genética requiere el paso ininterrumpido de material genético de generación en generación. Catherine vivió por toda la tierra y su linaje genético se interrumpió muchas veces. Murió en una inundación con su prole, también en la niñez, y también sin haber procreado. Su reserva genética terminó sin ser transmitida. ¿Y en cuanto a la supervivencia después de la muerte y el estado intermedio? No había cuerpo ni material genético, ciertamente; sin embargo, sus recuerdos continuaban. No, era menester descartar la explicación genética.

¿Cabía la idea de Jung sobre el inconsciente colectivo, almacén de toda la memoria y la experiencia humana, a la que ella podía estar recurriendo, de algún modo? Hay culturas divergentes que poseen, con frecuencia, símbolos similares, aun en sueños. Según Jung, el inconsciente colectivo no se adquiere personalmente, sino que se «hereda» de algún modo en la estructura cerebral. Incluye motivos e imágenes que surgen de nuevo en todas las culturas, sin necesidad de tradición histórica o propagación. Me parecía que los recuerdos de Catherine eran demasiado concretos para que el concepto de Jung les sirviera de explicación. Ella no revelaba símbolos, imágenes ni motivos universales, sino descripciones detalladas de personas y lugares determinados. Las ideas de Jung parecían demasiado vagas. Y aún quedaba por considerar el estado intermedio. En resumidas cuentas, la reencarnación era lo que tenía más sentido.

El conocimiento de Catherine no era sólo detallado y concreto, sino que estaba más allá de su capacidad consciente. Sabía de cosas que no había podido espigar de un libro para olvidarlas después pasajeramente. Sus conocimientos no podían haber sido adquiridos en la niñez y luego suprimidos o reprimidos de la conciencia de modo similar. ¿Y los Maestros y sus mensajes? Eso llegaba mediante Catherine, pero no de ella. Y su sabiduría se reflejaba también en los recuerdos que Catherine guardaba de sus vidas. Yo sabía que esa información y sus mensajes eran verdad. Lo sabía, no por mis muchos años de cuidadoso estudio de las personas, sus mentes, sus cerebros y personalidades, sino también por intuición, aun antes de la visita de mi padre y mi hijo. Mi cerebro, con todos sus años de cuidadoso estudio científico, lo sabía. Pero también tenía un fuerte presentimiento.

—Veo vasijas que contienen una especie de aceite. —Pese a la interrupción de tres semanas, Catherine había caído prontamente en un trance profundo. Estaba sumergida en otro cuerpo, en otra época.

»En las vasijas hay diferentes tipos de aceite. Eso parece una especie de depósito, un lugar para guardar cosas. Las vasijas son rojas... rojas, hechas con algún tipo de tierra colorada. Alrededor tienen bandas azules, bandas azules alrededor de la boca. Veo hombres ahí... hay hombres en la cueva. Están trasladando los jarros y las vasijas de un lado a otro, para acomodarlos y ponerlos en cierto lugar. Tienen la cabeza rapada... no tienen pelo en la cabeza. La piel es morena... piel morena.

—¿Estás tú ahí?

—Sí... Estoy sellando algunos de los jarros... con una especie de cera... sello la tapadera de los jarros con la cera.

—¿Sabes para qué se usan los aceites?

—No lo sé.

—¿Te ves a ti misma? Obsérvate. Dime cómo eres. —Hizo una pausa para observarse.

—Llevo trenza. Hay una trenza en mi pelo. Tengo una especie de... una prenda larga. Tiene un borde dorado alrededor.

—¿Trabajas para esos sacerdotes, para los hombres de cabeza rapada?

—Mi trabajo consiste en sellar los jarros con la cera. Ése es mi trabajo.

—Pero ¿no sabes para qué sirven los jarros?

—Parecen ser para algún rito religioso. Pero no sé con certeza... qué es. Hay un ungüento, algo en la cabeza... uno lo lleva en la cabeza y en las manos, las manos. Veo un pájaro, un pájaro de oro que me cuelga del cuello. Es plano. Tiene una cola plana, una cola muy plana, y la cabeza apunta hacia abajo... hacia mis pies.

—¿Hacia tus pies, Catherine?

—Sí, así es como se debe llevar. Hay una sustancia negra... negra y pegajosa. No sé qué es.

—¿Dónde está?

—En un recipiente de mármol. Ellos usan también eso, pero no sé para qué sirve.

—¿Hay algo en la cueva que puedas leer, para que me indiques el nombre del país, del lugar en donde vives o la fecha?

—En los muros no hay nada; están vacíos. No conozco el nombre.

La hice avanzar en el tiempo.

—Hay un frasco blanco, una especie de frasco blanco. El asa de la tapa es de oro; está como incrustada en oro.

—¿Qué contiene ese frasco?

—Una especie de ungüento. Tiene algo que ver con el paso al otro mundo.

—¿Eres tú la persona que va a pasar ahora?

—¡No! No es nadie que yo conozca.

—¿Éste también es tu trabajo? ¿Preparar a las personas para ese paso?

—No. Es el sacerdote quien debe hacer eso, no yo. Nosotros nos limitamos a suministrarle los ungüentos, el incienso...

—¿Qué edad pareces tener ahora?

—Dieciséis.

—¿Vives con tus padres?

—Sí, en una casa de piedra, una especie de vivienda de piedra. No es muy grande. Hace mucho calor. El clima es caliente y seco.

—Ve a tu casa.

—Estoy ahí.

—¿Ves a otras personas de tu familia?

—Veo a un hermano; también está ahí mi madre. Y un bebé, el bebé de alguien.

—¿Es tuyo ese bebé?

—No.

—¿Qué hay de importante ahora? Ve hacia algo importante, que explique tus síntomas en la vida actual. Necesitamos comprender. No hay riesgo en la experiencia. Ve hacia los hechos.

Ella respondió con un susurro muy suave.

—Todo a su tiempo... Veo morir a la gente.

—¿Gente que muere?

—Sí... no saben qué es.

—¿Una enfermedad?

De pronto caí en la cuenta de que ella tocaba nuevamente una vida antigua, a la que había regresado en otra oportunidad. En esa vida, una plaga transmitida por el agua había matado a su padre y a uno de sus hermanos. Catherine también había padecido la enfermedad, pero sin sucumbir a ella. La gente usaba ajo y otras hierbas para tratar de rechazar la plaga. Ella se había sentido muy inquieta porque no se embalsamaba debidamente a los muertos. Pero ahora nos enfrentábamos a esa vida desde un ángulo diferente.

—¿Tiene algo que ver con el agua?

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