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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Motín en la Bounty (25 page)

BOOK: Motín en la Bounty
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El capitán lo consideró un instante y entonces, para mi alegría, asintió con un gesto.

—Desde luego —aceptó—. Una buena solución. Pero empecemos ya, sir Robert. Estoy ansioso por ver toda la vida vegetal que pueda. Como sabe, sir Joseph espera…

Su voz se fue apagando al tiempo que los dos hombres se alejaban. Me volví para mirar a varios criados de sir Robert, que me hicieron inclinaciones y señas de que entrara para resguardarme del sol.

—No hace falta que parezcas tan abatido —me dijo uno—. Créeme, estarás mejor aquí sentado que subiendo y bajando laderas toda la tarde.

—No dirías eso si llevaras metido en un barco los últimos cinco meses —repliqué, pero la rápida aparición de la comida me hizo cambiar de opinión, puesto que mi plato contenía carne, patatas y verduras recién cocinadas, un festín que no había esperado o visto desde antes de Navidad.

Comí con rapidez y voracidad mientras varios miembros del séquito de sir Robert me hablaban, tratando de averiguar cuanto podían sobre nuestro navío. El asentamiento holandés de Bahía Falsa se remontaba a varias décadas, y resultó que la mayoría de la gente que trabajaba allí tenía tantas ganas de regresar a Holanda como yo de escapar de la
Bounty
. Pero ¿me dejarían solo? Por lo visto no. Por fin conseguí llevarlos al tema de la geografía y averigüé que la población importante más cercana era Ciudad del Cabo, por lo que resolví llegarme hasta ella. A última hora de la tarde, cuando se hubo servido el alcohol, conseguí por fin escabullirme de la taberna y hallarme a solas.

El sol se había puesto y la verdad es que me sorprendió que el capitán y sir Robert no hubiesen regresado aún, pero debido a la oscuridad me resultó más difícil encontrar el camino. No había letreros en ningún sitio y de Ciudad del Cabo sólo sabía la dirección general en que se hallaba, hacia el noroeste. Resolví buscar algún sitio donde ocultarme durante la noche para orientarme por la mañana, con el sol naciente. No llevaba ni diez minutos en camino cuando empecé a oír ruidos.

A bordo de un barco, todo es calma o bien ruido. O surcamos aguas tranquilas en que los hombres guardan silencio, miran al frente y mantienen el barco en paz, o bien aguas revueltas en que todos gritan y arman alboroto. En el establecimiento del señor Lewis siempre reinaba el alboroto: de mis hermanos, de las calles, de los caballeros en su ebriedad. Pero ahí, en ese extraño lugar, rodeado sólo por montañas y colinas, me pareció captar vida animal dispuesta a atacarme y reclamarme como su merecida cena. Entonces oí pasos. Y voces. Sabía que los criminales se ocultaban con frecuencia en sitios como ése, pero me convencí de que tales rumores no eran más que trucos de mi imaginación, hasta que poco a poco se fueron haciendo cada vez más audibles y comprendí que varios hombres se acercaban en mi dirección. Titubeé, miré a derecha e izquierda en la oscuridad, y estaba a punto de echar a correr en dirección opuesta cuando una mano me agarró con fuerza el hombro. Di un respingo y grité de miedo.

—Turnstile —bramó la voz—. ¿Qué diantre estás haciendo aquí?

Mis ojos se acostumbraron a la penumbra y mis oídos reconocieron la voz.

—Capitán —dije—. Me he perdido.

—¿Perdido? —intervino sir Robert—. Si estás a un buen cuarto de hora de la taberna. ¿Qué te ha traído hasta aquí a estas horas de la noche?

El señor Bligh me miraba sorprendido, e improvisé.

—He salido para hacer mis necesidades, señor. Y me he alejado demasiado de la taberna. Al acabar, no he conseguido encontrar el camino de regreso. He acabado aquí.

—Pues menos mal que te hemos encontrado —repuso sir Robert riendo—. Podrías haber vagado perdido toda la noche. Seguramente habrías acabado en Ciudad del Cabo, pues vas exactamente en esa dirección.

—¿No hay servicios en la taberna? —preguntó el capitán, suspicaz.

—Desde luego, señor —contesté—. Sólo que no se me ha ocurrido utilizarlos, ya que sólo soy un criado. He pensado que estarían reservados para la gente de alcurnia.

Asintió con la cabeza y me ordenó que los siguiera, y eso hice, enfadado conmigo mismo por haber dejado que mi primera oportunidad de escapar se arruinara. El criado de sir Robert iba cargado con cestas de esquejes, raíces y plantones, y cuando llegamos al carruaje las dispuso con cuidado en el suelo, entre nosotros.

—Confío en no haberme excedido —musitó el capitán Bligh cuando partimos de regreso—. Pero juro que podría haberme llevado diez veces más, tantas cosas interesantes había. Le daré todo esto al señor Nelson cuando estemos a bordo y me ocuparé de que lo cuide bien. Sir Joseph quedará encantado.

—Sí, señor —contesté, mirando al frente. El agua apareció de pronto, como salida de la nada, y sobre ella vi flamear nuestras altas velas al impulso de la brisa.

—Turnstile —dijo el capitán cuando nos acercábamos—. Antes, cuando te hemos encontrado, te habías perdido, ¿no es así?

—Por supuesto —aseguré, incapaz no obstante de mirarlo a los ojos—. Eso le he dicho, ¿no? No encontraba el camino de vuelta.

—Lo digo sólo porque en la Armada de Su Majestad se castiga con dureza a los desertores. Sólo para que lo recuerdes.

Guardé silencio y me limité a mirar hacia la
Bounty
, el lugar donde había vivido durante los últimos cinco meses y que, para mi sorpresa, no me desagradó volver a ver. Era una suerte de hogar.

17

Tuvo lugar un incidente más antes de que nuestro barco zarpara de Sudáfrica y continuara con su alegre rumbo, y dejó una especie de nube oscura detrás de nosotros al partir.

La
Bounty
había sufrido grandes dificultades e inclemencias del tiempo desde que zarpamos de Inglaterra antes de Navidad, y el supuesto descanso de que debía disfrutar la tripulación en Bahía Falsa se vio mermado por el trabajo, casi tanto como el que había soportado durante los tormentosos días pasados en el mar. El capitán y demás mandos, por su parte, disfrutaban de la hospitalidad de sir Robert y los oficiales del asentamiento holandés, y como solía incluir las cenas, mis propias veladas no eran tan ajetreadas como antes. En realidad el único día que me vi dedicado a mis obligaciones habituales fue el último antes de zarpar, cuando sir Robert invitó a todos los oficiales a un baile en su casa y me vi forzado a asegurarme de que los uniformes de todos estuviesen limpios y almidonados para las distracciones de la velada. Y dio gusto ver al elegante grupo que salió aquella noche, limpio y reluciente, todos listos para encontrarse con las damas, el cabello peinado con pomada y la piel lavada con colonia. Sólo el pobre señor Elphinstone quedó atrás para vigilar el barco y no le hizo ni pizca de gracia, pero si nosotros no podíamos disfrutar de la fiesta, por qué iba a hacerlo él, así que no se ganó la compasión de ninguno.

A últimas horas de la tarde siguiente me hallaba en cubierta ayudando a pulir la carpintería con Edward Young, un guardiamarina a quien se le había permitido bajar a tierra cada mañana a causa de su fervor religioso. Yo no permití que ese hecho influyera negativamente en mi opinión sobre él; religión aparte, era un hombre perfectamente razonable y agradable.

—Lamentarás dejar atrás la iglesia —dije, pues una vez hubiésemos zarpado no le quedaría otro recurso que musitar sus palabras a Nuestro Señor desde la estratégica posición de su litera—. Pero vaya suerte has tenido con lo de poder bajar del barco todas las mañanas, ¿eh?

—El capitán fue generoso al permitirlo, sí —convino—. Y se lo agradezco. Deberías haberme acompañado, Tunante. Me parece que no te vendría mal un poco más de Biblia.

Estaba a punto de responder de una forma que tal vez no le habría gustado cuando qué vi sino el carruaje del mismísimo sir Robert recorriendo en estampida el sendero que llevaba al barco.

—He ahí otro al que no le vendría mal el Señor —comentó Young indicando el carruaje con la cabeza—. Imagino que viene a invitarlos a todos a disfrutar de más frivolidades en su guarida. Baile, bebida y conducta carnal que acabarán por condenar sus almas.

—No sabía que se esperara su visita —comenté, dejando la brocha y alzando la vista al cielo para calcular la hora, disciplina en que era cada vez más experto con el paso de los meses—. El capitán no ha mencionado nada al respecto.

Sir Robert se apeó del carruaje y permaneció de pie unos instantes, mirando la
Bounty
con expresión iracunda, antes de recorrer la pasarela, en cuyo extremo lo recibió el señor Elphinstone. Advertí que Heywood, el muy perro, se alejaba rápidamente para no ser visto, pero en ese momento no concedí importancia a ese detalle y pensé tan sólo que era un bruto insociable, dispuesto a disfrutar de la hospitalidad de un hombre una velada y luego volverle la cara al día siguiente.

—Buenas tardes, sir Robert —saludó Elphinstone, actuando como si fuera el maestre del barco y no uno de los oficiales más jóvenes—. Estoy encantado de verle. Me proporciona la oportunidad de agradecerle…

—Quítese de mi camino, señor —espetó sir Robert, apartándolo con la palma de la mano para seguir adelante y mirar de un lado a otro de la cubierta con ojos fieros, hasta que me vio a mí al fondo y, al recordarme de cuando nos habían presentado unos días antes, se acercó a paso tan vivo que retrocedí un poco, temiendo que fuese a pegarme. En mi mente se agolparon las posibilidades de qué podía haber hecho yo para ofenderlo, pero, por más que lo intenté, no se me ocurrió ninguna.

—Tú —dijo señalándome con su grueso dedo—. Te conozco, chico, ¿no es así?

—Soy John Jacob Turnstile, señor —contesté—. El paje de escoba del capitán.

—Me importa un cuerno cómo te llames. ¿Dónde está tu señor?

Tenía el rostro escarlata de ira apenas contenida y por un momento temí decírselo, no fuera a acabar de forma violenta la entrevista. Lo había visto casi todos los días desde que estábamos en Bahía Falsa, pero nunca en semejante estado.

—In… informaré al capitán Bligh de que desea hablar con él —dije, alejándome hacia las escaleras—. Si quiere puede esperar en cubierta y tomar el aire un momento.

—Gracias, te seguiré si no te importa —espetó, colocándose a tan poca distancia de mí que, de haberme detenido en seco, habríamos chocado y yo me habría llevado la peor parte, pues era un hombre robusto, gordo para ser poco caritativo. Habría aterrizado en cubierta convertido en puré de Tunante.

—Este de aquí es nuestro gran camarote —expliqué cuando lo atravesamos, pues aunque el tipo estaba al borde del colapso, me resultaba gracioso fingir que no me daba cuenta, teniendo en cuenta que ni siquiera había mostrado un educado interés por mi nombre—. Como ve, tenemos centenares de macetas aquí para los frutos del árbol del pan que recogeremos en Otaheite, pero por el momento están simplemente aquí en medio del paso. Excepto, por supuesto, las plantas que el capitán se trajo consigo de su expedición botánica con usted. Se hallan ahora al cuidado del señor Nelson, que es quien…

—Chico, voy a decírtelo sólo esta vez y no volveré a repetírtelo —declaró entonces en tono sombrío y alterado a mi espalda—. Cierra la boca y mantenla cerrada. No quiero oír tus paparruchadas.

Obedecí, pues se me ocurrió entonces que quizá aquello no era ninguna farsa y sir Robert se hallaba allí con una misión más seria de lo que pensaba; de qué podía tratarse, no me atrevía a imaginarlo. No dije nada más durante el resto del breve trayecto, excepto que el camarote del capitán quedaba un poco más allá.

Cuando llegamos, la puerta estaba cerrada, algo muy poco frecuente. El capitán Bligh casi nunca se recluía en su camarote, pues prefería que los hombres tuviesen la sensación de que podían recurrir a él para cuestiones de importancia a cualquier hora del día o la noche. Incluso de madrugada la dejaba entornada, lo cual era gran motivo de queja para mí puesto que roncaba mucho; desde mi litera en el exterior de su camarote oía cada inspiración y espiración, impidiéndome dormir, y con frecuencia deseaba agarrar una almohada y ahogarlo a él, o a los dos.

—Si hace el favor de esperar aquí un momento, señor —le rogué, volviéndome—, le haré saber que está usted aquí.

Sir Robert asintió con un gesto y yo llamé un par de veces a la puerta. No hubo respuesta, de modo que volví a llamar. En esta ocasión el capitán soltó un «adelante», así que accioné el picaporte y entré. El señor Bligh estaba sentado con el oficial Fryer, conversando, y ambos me miraron con irritación cuando entré.

—Sí, Turnstile, ¿qué ocurre? —quiso saber el capitán con gran impaciencia.

Advertí que se lo veía ruborizado y enfadado, y que Fryer estaba un poco pálido pero hacía gala de cierto aire de determinación.

—Lamento molestarle, su señoría —dije, esmerándome al máximo—. Es sólo que tiene un visitante que desea unos instantes de su tiempo.

—Di a los hombres que ahora no puedo concederles ni un instante —replicó a toda prisa, despachándome—. Los señores Christian y Elphinstone están en cubierta. Que ellos se ocupen de cualquier tontería que…

—No es nadie de la tripulación, señor —lo interrumpí—. Es sir Robert, del asentamiento.

El capitán abrió la boca un instante y luego volvió a cerrarla, volviéndose hacia el señor Fryer, que enarcó una ceja como si no le sorprendiera en lo más mínimo la identidad del visitante.

—¿Sir Robert está aquí? —preguntó el capitán en algo parecido a un susurro.

—De pie ante su puerta —declaré—. ¿Le pido que espere?

—Sí —contestó de inmediato el capitán, acariciándose el bigote antes de mirar al señor Fryer y cambiar de opinión—. No, no puedo hacer eso, ¿verdad? No puedo pedirle a un hombre como él que espere. ¡Sería el colmo de la grosería y la desconsideración! Será mejor que lo hagas pasar. Señor Fryer, ¿se quedará usted?

—No sé si debería, capitán —adujo—. ¿No preferiría que…?

—Por el amor de Dios, señor, quédese y muestre un poco de solidaridad por una vez —siseó en voz baja el capitán—. Hazlo pasar, Turnstile. ¡No, aguarda! Dime, ¿de qué humor está?

Me quedé mirándolo, sorprendido por la pregunta.

—¿Disculpe, señor?

—Su humor, muchacho, su humor —repitió con irritación—. ¿Se le ve contento o…?

—Enojado, señor —respondí—. La verdad sea dicha, diría que parece un poco enojado.

—De acuerdo —contestó, y se puso en pie exhalando un profundo suspiro—. Entonces más vale que no le hagamos esperar más. Hazlo pasar.

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