Motín en la Bounty (11 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: Motín en la Bounty
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—Sí, capitán —contesté, y lo observé unos instantes mientras él sacaba mapas y cartas de los estantes y los desplegaba, colocando pesos en las esquinas para mantenerlos planos.

—¡Vete ya, Turnstile! —gritó—. Que sea para tres, si haces el favor.

Corrí hacia la cocina y busqué con la mirada al señor Hall, pero no lo encontré; había descubierto que en momentos como aquél a casi todos los miembros de la tripulación se los hallaba en cubierta, contribuyendo a los esfuerzos por mantenernos a flote. Sólo unos cuantos se quedaban abajo. De momento yo era uno de ellos, pues no servía de gran cosa a nadie. Me fijé en que otro que se mantenía alejado del trabajo duro era el cirujano de a bordo, el doctor Huggan, a quien sólo había visto en un par de ocasiones y que parecía estar permanentemente ebrio y confinado en su camarote. Un tercero era el joven señor Heywood, que nunca parecía hallarse en cubierta cuando había problemas y siempre descubría algún asunto urgente que era preciso atender en una zona más segura del barco, el muy cobarde.

Cuando volví con la tetera, me encontré al capitán examinando cartas y mapas con una lupa mientras el maestre, el señor Fryer, y el primer oficial, el señor Christian, lo observaban. Esos dos eran un poema, sin duda: el primero con su cara roja y su expresión ansiosa, tratando de hacerse oír a cada palabra, y el segundo con aspecto de acabar de tomar un baño y haber acudido al peluquero, ajeno por completo a la idea de que corriéramos peligro alguno. De hecho, cuando entré en el camarote se examinaba las uñas por si las tenía sucias. Era un tipo apuesto, eso sí había que concedérselo.

—Capitán, no podemos continuar bregando contra esta tempestad mucho tiempo —insistía el señor Fryer—. Las olas que baten contra nosotros son enormes; de hecho, la cubierta está casi anegada. Tenemos que aproarnos al viento.

—¿Aproarnos al viento? —exclamó el señor Bligh, alzando la vista del mapa y negando con la cabeza—. ¿Cómo que aproarnos al viento? ¡Eso es impensable, señor mío! ¡La
Bounty
no va a aproarse, no mientras yo sea su comandante! ¡Seguimos navegando de empopada!

—¿Sin un ancla de capa, señor? —preguntó el señor Fryer abriendo mucho los ojos—. ¿Le parece sensato?

Yo tenía bien poca idea de hasta qué punto podía ser de utilidad un ancla de capa para impedir que las olas rompieran sobre la popa de un barco, pero me pareció importante y lamenté que no tuviésemos una.

—Sí, señor Fryer —insistió el capitán—. Sin ancla de capa.

—Pero, señor, si orientamos las velas y el timón a sotavento, al menos tendremos alguna posibilidad de mantener nuestra posición.

—Vaya aburrimiento mantener la posición —intervino el señor Christian con un suspiro y tono distraído, como si la cuestión revistiese bien poca importancia para él y prefiriera volver a su litera mientras no se llegara a una conclusión satisfactoria—. Personalmente, preferiría avanzar. Después de todo, tenemos un calendario que cumplir, ¿no es así? Y aproarse al viento supondría una considerable pérdida de tiempo. No embarqué en la
Bounty
para eso.

—Señor Christian, me temo que no se halla usted en la mejor posición para discutir esta cuestión —lo increpó el señor Fryer, volviéndose hacia él con una mirada furibunda—. Y si se me permite decirlo, su sitio en este momento está en cubierta con el señor Elphinstone. Éste es un asunto que debemos dirimir el capitán y yo.

—Y yo le digo a usted, señor Fryer, que compete al capitán decidir a quién invita a su camarote y a quién no —exclamó el señor Bligh, iracundo, irguiéndose en toda su estatura y contemplando al maestre—. He sido yo quien ha invitado a Fletcher a participar en esta conversación y seré yo quien lo despache, no usted, señor Fryer. No usted, ¿entendido?

Se hizo un breve silencio mientras la víctima de aquella invectiva miraba de un hombre a otro, con la cara cada vez más encendida, antes de clavar la vista en su superior y asentir con un gesto.

—Bueno, señor Christian —prosiguió el capitán, tirándose de los faldones de la chaqueta para recobrar la compostura, al tiempo que se volvía hacia el primer oficial, y desde luego nunca lo había visto tan enfadado—. ¿Qué opina usted? ¿Cree que deberíamos navegar de empopada?

El señor Christian titubeó un instante y dirigió una rápida mirada al señor Fryer; luego se encogió de hombros y contestó con el mismo tono aburrido y desafecto:

—Tengo la sensación de que la
Bounty
puede lograrlo. Las tempestades son espantosas, tal como dice el señor Fryer, eso no lo discuto, pero ¿van a mandar ellas en el mar, o vamos a hacerlo nosotros? Somos ingleses, después de todo. Y no olvidemos que el capitán Cook lo consiguió, ¿no es así?

Comprendí que acababan de ser pronunciadas las palabras mágicas (el señor Christian no tenía un pelo de tonto), y el capitán se volvió de nuevo hacia el señor Fryer con expresión de triunfo.

—¿Y bien? —inquirió—. ¿Qué dice usted a eso, John Fryer?

—Capitán, usted está al mando de este barco y por supuesto obedeceré sus órdenes —contestó, vencido.

—Maldita sea, ya lo creo que lo hará —replicó el capitán, y su actitud me pareció poco digna de él, pues la respuesta del señor Fryer había sido elegante. No se me escapó la expresión de diversión del señor Christian, aunque no me explicaba el motivo—. Ustedes dos —prosiguió, enjugándose el sudor de la frente y disponiéndose a abrir el diario de navegación—. A cubierta los dos. Dé la orden de navegar de empopada, señor Fryer. Nos abriremos paso a través de la tormenta durante toda la noche y la siguiente, y la de después de ser necesario, aunque nos ahoguemos en el intento. Quiero hasta el último hombre en cubierta y el barco perfectamente equilibrado de babor a estribor, de puño de amura a puño de escota, y nos abriremos paso, insisto, hasta que consigamos dejar atrás estas condiciones. Nos han encomendado una misión, caballeros, y con la gracia de Dios la llevaremos a cabo. ¿Me he expresado con claridad?

Los dos hombres asintieron y abandonaron el camarote, así que serví el té al capitán —no había ya necesidad de hacerlo en las otras dos tazas— y lo dejé en la mesa a su lado. No alzó la vista hacia mí ni me dio las gracias, sino que continuó tomando notas en el diario, arañando el papel tan ferozmente con la pluma que temí que lo desgarrara; cada vez que recurría al tintero lo hacía presa de la ira y salpicaba de gotas de tinta azul el escritorio, dejando marcas que yo debería limpiar antes de que se secaran. Abrí la boca para decirle algo, pero me lo pensé mejor y di media vuelta. Salí y cerré la puerta sin hacer ruido.

6

Esa noche fue muy oscura. Me hallaba tendido en mi litera, sin poder conciliar el sueño y sin saber si los cabeceos del barco nos harían zozobrar y acabaríamos todos ahogados. No pude evitar recordar aquella mañana de diciembre en Portsmouth cuando había recorrido las calles sin ninguna preocupación, previendo mi comida navideña, ignorante de lo que me reservaba el destino. Hasta pensé en el señor Lewis, quien se había ocupado de mí desde mi más tierna edad, y me pregunté si habría descubierto la verdad sobre mi actual paradero. Confiaba en que no. Habría estado esperando que yo regresara a la hora de cenar con mis ganancias, o al menos con la parte de ellas que le daba, y al ver que no había noticias de mí habría empezado a enfadarse. Y para cuando hubiese comenzado el trabajo de la noche, habría estado ya furioso, pues yo había adquirido cierta fama entre sus clientes en los doce meses anteriores, más de lo que yo habría deseado. Por extraño que parezca y para mi eterna vergüenza, nunca había hecho planes de abandonarlo pese a aquellas actividades en su establecimiento, e incluso, de haber trazado un plan recurriendo a mi ingenio, probablemente hubiese fracasado y me hubiera encontrado en problemas aún peores. Seguramente estaría dando brincos de pura rabia, el muy monstruo, maldiciendo que me las hubiese apañado para huir de él. Lo imaginé en el juzgado, exigiendo una compensación por mi secuestro que le sería negada, pues qué derechos tenía sobre mí si no era mi padre, y qué hacía yo para él sino robar y timar. Aparte de lo otro.

Aun así, sabía que si me atrapaba a mi regreso, no tendría la menor posibilidad. Me rebanaría el cuello de oreja a oreja en nombre de la justicia.

7

La mañana siguiente amaneció fresca y despejada. Abrí los ojos, sorprendido de que me hubiese dormido siquiera, al oír un rugido del capitán que me resonó en la cabeza como un trueno.

—¡Turnstile! —gritó—. ¿Dónde diantre te has metido, chico?

Bajé de un salto de la litera y me puse la ropa antes de correr hacia su camarote, llamar a toda prisa y entrar con aspecto de haberme dedicado a una serie de importantísimas tareas, en lugar de estar dormido en mi agujero, soñando con una chavala que conocía. El capitán volvía a estar enfrascado en las cartas de navegación, en compañía del señor Christian, que fumaba en pipa.

—Por fin apareces —me dijo con irritación—. ¿Por qué demonios has tardado tanto, muchacho? Acude cuando se te llame, ¿quieres?

—Le ruego que me disculpe, capitán —contesté con una leve inclinación—. ¿En qué puedo servirlo?

—Más agua caliente —contestó; al parecer ésa era su respuesta para todo—. Y té. Hace una buena mañana, Turnstile —añadió en tono alegre y enérgico—. ¡Una mañana estupenda para estar vivo y en el mar y al buen servicio del rey!

Asentí con un gesto y eché a correr hacia la cocina, donde me hice con una tetera de los fogones, que llevé de vuelta al camarote para dejarla ante los dos hombres. Me sorprendió que el señor Fryer no estuviese con ellos, pues después de todo era el segundo de a bordo y por tanto estaba por encima del señor Christian, pero no vi ni rastro de él.

—Excelente —opinó el capitán dando una palmada—. No, no, Fletcher, permítame —añadió cuando el otro hizo ademán de servir.

Eché un vistazo al capitán Bligh; su uniforme mostraba manchas oscuras por las energías que debía de haber consumido la noche anterior para ponernos a salvo devolviéndonos a aguas calmas. Tenía ojos de cansancio y le hacía falta afeitarse las patillas. El señor Christian, en cambio, parecía la viva imagen de un apuesto oficial de la armada, como los que deben de exhibirse en el escaparate de un sastre en Londres. Su actitud era la de quien ha dormido en una cama limpia en un burdel parisino toda la noche y se ha concedido ocho horas de sueño tras hacer lo innombrable no una ni dos veces, sino tres. Estaba convencido de que lo rodeaba además cierto tufo a perfume, y sólo Dios sabía de dónde salía.

—Turnstile —dijo entonces el capitán volviéndose hacia mí, y por un instante fui lo bastante tonto para creer que iba a incluirme en su compañía y sus consultas—. Esas estanterías de ahí, y mis papeles. Todo ha acabado fuera de su sitio durante la tormenta. Ordénalos, ¿quieres? No soporto el desorden; me saca de mis casillas.

—Enseguida, capitán —respondí, contento de tener una tarea que me permitiese quedarme un poco más e imaginarme un señor de los mares junto a ellos.

—Tengo que elogiarlo, capitán —dijo el señor Christian, que según advertí no mostraba el menor interés en mi presencia—. Hubo momentos anoche en que empecé a temer por nuestra seguridad. Usted no dudó ni una sola vez, ¿no es así?

—Ni por un instante, Fletcher —replicó el capitán con vehemencia, inclinándose en su asiento como para dar mayor énfasis a sus palabras—. Ni un solo instante. Si he aprendido algo de mis años en el mar, es que uno puede establecer el aguante de un barco desde el instante en que sube a bordo. ¿Y sabe una cosa? En cuanto le puse la vista encima a la
Bounty
en el puerto de Deptford, supe con exactitud de qué era capaz. Así se lo expresé a sir Joseph aquella misma mañana. Le dije que era un barco que nos llevaría a través de aguas embravecidas hasta ponernos a salvo, y estaba en lo cierto, ¿no es así? ¡Por Dios que estaba en lo cierto!

De nuevo se mencionaba a ese tal sir Joseph. Yo no sabía quién era o si estaba a bordo, pero, si lo estaba, aún tenía que verlo.

—Pese a ello —prosiguió el oficial más joven, examinándose las uñas para asegurarse de que no se hubiesen ensuciado desde la última vez que las había comprobado unos instantes antes—, hace falta mucho carácter para continuar navegando de popa como hizo usted. Los hombres siempre lo han admirado, señor, como bien sabe. Pero esta mañana le juro que están dispuestos a hacer una estatua de oro a su imagen y semejanza.

El señor Bligh se echó a reír y negó con la cabeza.

—Oh, Dios me libre, no —repuso, pero advertí que la noticia lo complacía—. No hay necesidad de nada parecido. Ése es el cometido del comandante de un barco, como descubrirá usted mismo algún día, Fletcher, cuando esté al mando de un navío propio. Verá, resulta que tengo un objetivo que no le he confiado a hombre alguno. Quizá le agradará a usted ser digno de dicha confianza.

—Sería un honor para mí, señor —contestó el oficial con un tono ligeramente más entusiasta de lo habitual. Yo mismo agucé el oído con cierto interés.

—La cuestión es, Fletcher —prosiguió el capitán—, que no pretendo tan sólo llevar a cabo nuestra misión como dictan las órdenes, aunque por supuesto me ceñiré a ellas como si fueran la mismísima Biblia. Pero además de eso tengo la intención de que nuestra tripulación regrese a Spithead sin una sola baja y sin castigo alguno. Menuda ambición la mía, ¿no?

La frente del señor Christian se vio surcada de leves arrugas, y consideró esas palabras antes de decir nada.

—No podemos sino rogar que no haya bajas —expuso con cautela, y me pareció un hombre que siempre elegía las palabras con sumo cuidado—. Pero ¿sin castigos? ¿Ni uno solo? ¿Es acaso un sueño posible?

—Oh, bien puede tratarse de una vana esperanza, se lo concedo —admitió el capitán con un ademán despectivo—. Pero ¿recuerda usted alguna misión como la nuestra, que cubriera tanta distancia durante un período de tiempo tan prolongado, en que la tripulación volviese sin recibir un solo azote o latigazo?

—Ninguna, capitán —contestó el señor Christian negando con la cabeza—. Es algo inaudito.

—Pero ¿no sería ésa precisamente la cuestión? —continuó el capitán, entusiasmado con el tema—. ¿Un viaje pacífico? ¿No haría eso que los almirantes de Londres se fijaran en todos nosotros? Una tripulación que trabaja unida y en armonía nunca dará motivos para que haga su aparición el látigo del contramaestre. Y creo que podemos conseguirlo, Fletcher. De veras confío en ello.

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