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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Motín en la Bounty (8 page)

BOOK: Motín en la Bounty
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—Esto pasará, amigo mío —dijo el desconocido, quienquiera que fuese, en voz baja y amable—. Deja que tu cuerpo se acostumbre al vaivén y esto, como todo, no tardará en pasar.

Traté de centrar la mirada en mi generoso protector, pero la niebla que enturbiaba mis ojos no me dejó distinguir su rostro. Me volví de costado, encogiéndome entre gemidos y llantos, y hubo entonces un gran silencio que me permitió dormir sin sueños. Al despertar fui consciente de la luz del día, de cierto equilibrio, del sabor nauseabundo en los labios y la lengua y de un hambre como la que no había conocido antes de ese día pero que volvería a conocer, y durante más tiempo aún, antes de que mis aventuras llegaran a su fin.

2

Para mi enorme sorpresa, transcurrieron dos días enteros antes de que mi cuerpo recuperase su antigua condición y fuese capaz de caminar de nuevo por cubierta sin temor a desplomarme. Por supuesto, al principio seguía un poco inestable y no podía fiarme mucho rato de mis intestinos, pero los vómitos constantes habían remitido por fin y por eso al menos me sentía agradecido.

La litera baja en que había yacido durante aquellos horribles días y noches resultó sorprendentemente cómoda, pero al verla de nuevo desde la posición erecta no pude sino recordar las interminables horas de sacudidas y vueltas que tanta angustia me habían causado. Mientras me hallaba en mi lecho de enfermo había oído hombres que pasaban arriba y abajo, con las botas resonando en el suelo de madera y cobre, conversando alegremente en tanto se ocupaban de sus asuntos, sin prestar la menor atención a la pobre y desgraciada criatura que yacía en un abismo de agonía junto a sus pies, los muy perros egoístas. En realidad, la única persona de a bordo que se había mostrado amable conmigo era el misterioso desconocido que me había vaciado la maceta de vómitos aquella primera noche (y en varias ocasiones más desde entonces), y que me había puesto la compresa fría en la sudorosa frente para que las fiebres no me torturasen más. Resolví averiguar el nombre de aquel tipo de buen corazón en cuanto tuviese oportunidad y demostrarle de algún modo mi agradecimiento.

La tarde en que recuperé la salud, me aventuré a realizar unos cautelosos movimientos alejándome del rincón del barco en que había yacido tanto tiempo, notando el balanceo y tratando de que mis pisadas se avinieran a él, para decidir finalmente que mi cuerpo se había acostumbrado a los cambios de equilibrio y que todo marcharía bien. Recorrí la gran estancia en que se guardaban las macetas y cajas para dirigirme a las escaleras del fondo, cuando vi descender por ellas a la comadreja en persona, el señor Samuel.

—Ya andas por aquí otra vez, ¿eh? —exclamó, deteniéndose un instante para mirarme con tanto asco que cualquiera habría pensado que yo acababa de susurrar alguna obscenidad al oído de su madre.

—He estado enfermo —repliqué en voz baja pues, pese a mi restablecimiento, aún no estaba en condiciones de enzarzarme en una justa verbal con alguien como él—. Pero me parece que ya me encuentro mejor.

—Bueno, pues qué maravilla —ironizó rebosando amargura con su sonrisa torcida—. Quizá deberíamos detener el barco y disparar una salva de seis cañones en reconocimiento.

—No es necesario —dije negando con la cabeza—. Además, sería una lástima desperdiciar así la artillería. —Y añadí—: El médico me ayudó, me parece. ¿Anda por aquí, para poder darle las gracias?

—¿El doctor? —preguntó el señor Samuel, riendo y mirándome como si fuera un tarado—. El doctor Huggan no se ha acercado a ti. Si tú no eres nadie… ¿Crees acaso que a un hombre con sus responsabilidades le preocupa siquiera si vives o mueres?

—Bueno, pues alguien lo hizo —protesté—. Supuse que…

—Vemos menos al doctor de lo que te vemos a ti —murmuró—. Ha estado borracho desde que embarcamos. Y no te halagues pensando que una sola alma de este barco ha cuidado de ti; todos son tus superiores, hasta el último de ellos, así que quítatelo de la cabeza, porque a nadie le importa una mierda tu bienestar.

Exhalé un suspiro. Ese tipo tenía tan sólo una modalidad de discurso.

—No me iría mal un poco de comida —añadí al cabo de un momento—. Si puede encontrarse alguna.

Puso los ojos en blanco y se acercó un paso, mirándome de arriba abajo con una mueca de disgusto.

—¿Quién te has creído que soy? —espetó—. ¿Tu mayordomo? Comerás más tarde. Por el momento tienes que cambiarte. Apestas a mil demonios. Hueles como un perro muerto al que hayan dejado pudriéndose al sol.

Bajé la vista para mirarme y, en efecto, comprobé que iba vestido con la misma ropa que había llevado antes en Portsmouth. Y habían sido varios días de sacudidas y vueltas en la litera, sudando como un caballo y vomitando como un mocoso, que no le habían hecho ningún bien.

—Pero no tengo otra ropa —aduje—. Subí a bordo sin previo aviso.

—Pues claro que no tienes más, pequeño imbécil. ¿Te has creído que éste es un sitio al que puedes traer equipaje? No eres un caballero y no pienses que lo eres por dormir entre sus dependencias. Tengo un uniforme para ti, el uniforme de un MP.

—¿Un MP?

—Sí, y no me digas que no sabes qué es o haré que te tiren por la borda por ignorante. Tendrás que llevarlo en todo momento, Tunante, excepto cuando estés dormido. ¿Me has entendido?

—Es Turnstile —repuse—. John Jacob Turnstile.

—¿Crees que me importa un carajo? Sígueme, chico.

Hizo que los dos recorriésemos a buen paso un pasillo que no había visto antes y sacó entonces un gran manojo de llaves del delantal, buscó una y abrió una puerta, para entrar un momento en una habitación a oscuras antes de salir de nuevo y mirarme de arriba abajo, darme vueltas como a una peonza y musitar unas obscenidades por lo bajo. Desapareció de nuevo en el interior y unos instantes después estuvo de vuelta, trayendo esta vez un par de pantalones largos y sueltos, una casaca larga, una chaqueta azul oscuro y unas zapatillas.

—Ahí encontrarás donde lavarte —dijo, indicando una puerta al final del pasillo—. Haz lo posible por quitarte el mal olor del cuerpo y luego ponte esto. Y no te entretengas con sucios jueguecitos. Tienes que servir al capitán en la mesa esta noche y debes estar presentable.

—Pero si aún no lo conozco —protesté—. ¿Cómo voy a reconocerlo?

El señor Samuel soltó una risotada.

—Lo reconocerás de inmediato. El señor Hall, el cocinero, estará presente y te dará instrucciones. Hasta entonces, ni una palabra más. Lávate y vístete; ésas son tus órdenes y soy tu superior, así que hazme caso.

Asentí con un gesto y me dirigí hacia la puerta, como me indicaba. Allí dentro encontré un par de tinas enormes, ambas llenas de agua, con un cajón al lado para llegar hasta ellas. Fruncí el ceño. No soy ningún gitano y he utilizado en muchas ocasiones los baños públicos de Portsmouth —el señor Lewis siempre andaba diciendo que era un mariquita por la frecuencia con que me gustaba lavarme de pies a cabeza: dos veces al año sin falta—, pero no sabía cuántos marineros habían usado ya el agua de aquellas tinas y la idea me produjo repugnancia. Aun así, me llegaba la peste de mi propia suciedad, por no mencionar el vómito que manchaba mi camisa y me hostigaba las narices, de forma que no me quedó otro remedio que desnudarme por completo y meterme dentro. El agua estaba fría, tan helada que grité de pura impresión, y me alegré de que la habitación estuviera en penumbra, pues no deseaba ver qué habría flotando ahí dentro, y no verlo era ya una gran cosa. Apenas tocaba con los pies el fondo, de modo que me veía obligado a levantar la barbilla para no desaparecer del todo y ahogarme, y lo hice con cautela porque no deseaba que mis ojos o mi boca entraran en contacto con aquel nocivo líquido. Permanecí dentro no más de un par de minutos antes de volver a salir, y una vez en el suelo sacudí brazos y piernas para secarme antes de ponerme el uniforme nuevo. Deseé tener un espejo para ver mi reflejo, pero no disponía de semejantes sutilezas, así que salí otra vez al pasillo y regresé por donde había llegado en busca de comida.

3

Tuve que hacer muy poco en mi tarea de atender a la mesa del capitán, lo cual me dejó más contento que un cerdo en el lodo, porque yo nunca había servido a un hombre en su cena, no digamos ya a uno que pudiese echarme por la borda si no lo hacía bien, y no sabía por dónde empezar. Nunca había tenido un empleo ni de un solo día. El señor Lewis, el que me crió, me enseñó a hacer ciertas cosas para ganarme el pan —de carterista y cosas así, buenos y honestos hurtos y otros trabajitos—, pero nunca había tenido un puesto que implicase un salario y expectativas.

Uno de mis hermanos en el establecimiento del señor Lewis, un chico llamado Bill Holby, consiguió un empleo una vez, y cuando volvió a casa para anunciarlo se armó la gorda. Le habían ofrecido un puesto en una casa de avituallamiento en Portsmouth y cuando el señor Lewis se enteró dijo que menuda señal de gratitud, que él recogía a un chico y le enseñaba un oficio sólo para que ese desharrapado volviera a casa un día diciendo que ya no quería saber nada y que no buscaba otra cosa en la vida que una jornada honrada de trabajo por una paga honrada. Yo era sólo un crío entonces y me escondí atemorizado en un rincón cuando el señor Lewis avanzó hacia él con el atizador, pero Bill, que era fuerte y más alto que la mayoría de nosotros, se lo arrancó de la mano y lo amenazó con él por todas las cosas que el señor Lewis le había obligado a hacer a lo largo de los años. «Todo esto se acabó para mí —recuerdo haberle oído gritar, y la expresión de sus ojos habría bastado para asustar a un italiano—. Ojalá encontrara la forma de salvar a estos niños…». Por un instante creí que Bill iba a asesinarlo, tan furioso estaba, y esa idea me asustó, pero al final arrojó a un lado el atizador con un grito terrible, como si se odiara más a sí mismo que a cualquier otro, antes de mirarnos a todos y decirnos que deberíamos escapar de allí antes de que el señor Lewis nos corrompiera tal como lo había corrompido a él.

Por entonces Bill me pareció sumamente desagradecido, pues ¿no nos proporcionaba el señor Lewis cama y comida y protección de la lluvia? Ahora pienso de forma distinta. Pero en esa época tenía sólo cinco o seis años y Bill había pasado ya por lo que a mí me esperaba en un futuro no muy lejano.

Salía del camarote del capitán, donde le había estirado las sábanas en un intento de que se vieran limpias, cuando el cocinero del barco apareció de la cocina, me vio y soltó un grito como si fuese un polizón al que hubiesen pillado robando en la zona más reservada del navío.

—¿Quién demonios eres tú? —exclamó, y me encogí en mi elegante uniforme nuevo, que debería haberle dado alguna clase de pista de haber estado en posesión de un poco de inteligencia.

—El nuevo paje —contesté a toda prisa, pues era un tipo grandote con un par de manazas entre las que habría durado bien poco de haber tenido él intención de utilizarlas; era obvio que la noticia de mi empleo no se había considerado de interés suficiente como para que la tripulación debiera estar al corriente.

—¿El criado del capitán? No me mientas, chico. Ése es John Smith, y lo conozco porque está por debajo de mí.

Por la madre de Lucifer, ¿nadie en aquel barco tenía otro capricho que no fuese su posición en la sempiterna escala?

—Se partió las piernas —expliqué, retrocediendo un poco—. Un accidente en la pasarela. Yo he ocupado su lugar.

Aguzó la mirada y se inclinó un poco para olisquearme, como si yo fuera un pedazo de carne y quisiera asegurarse de que me encontraba en buen estado antes de trincharme.

—Yo te he visto antes, ¿no? —preguntó en voz baja e hincándome un dedo entre las costillas—. Hecho un ovillo en ese rincón de ahí, apestando a mil demonios y más.

—Pues sí, ése era yo —admití—. No me he sentido muy bien. —Se me ocurrió que tal vez él había sido mi benefactor desconocido, el que me había ayudado en mi enfermedad, así que pregunté—: ¿Fue usted quien me puso la compresa?

—¿Quien hizo qué?

—¿Y quien se llevó la maceta? —añadí, y pareció a punto de darme un mamporro y lanzarme por la cubierta.

—No tengo tiempo de escuchar sandeces —dijo al fin, siseando despacio como una cacerola al quitarla del fuego—. De todas formas, John Smith era un pedazo de inútil y tú no puedes ser mucho peor, así que yo diría que servirás por el momento. Conoces tus obligaciones, ¿no?

—Bueno, pues no —respondí, negando con la cabeza—. Nadie me ha dicho gran cosa de momento, teniendo en cuenta que estos últimos días he estado enfermo, y luego al despertarme…

—Amigo —me interrumpió el señor Hall levantando una mano para silenciarme y brindándome lo que podría haberse tildado de sonrisa—, me importa una mierda.

Eso me acalló de inmediato, no me molesta admitirlo, y cerré el pico para estudiarlo de arriba abajo. Era un hombre de mediana edad con una barba encrespada, y su aspecto de estar siempre sudoroso y el hedor que emergía de la cocina en que trabajaba no hacían nada por estimular el apetito. Aun así, me agradaba, y no supe por qué.

—Sea como fuere, ¿cómo te llamas? —quiso saber.

—John Jacob Turnstile. A su servicio.

—Al servicio del capitán, más bien —murmuró—. Aunque no es que tengamos uno, por supuesto.

—¿Cómo dice? —pregunté, y él rió.

—¿No lo sabes? La
Bounty
es un barco sin capitán. Bueno, ése sí que es un buen presagio para ti.

Fruncí el entrecejo. Eso no tenía ningún sentido; después de todo, el señor Zéla se había referido al capitán Bligh como amigo personal y el señor Samuel, la despreciable comadreja, había comentado el hecho en varias ocasiones.

—La comida está lista de todos modos y ahí dentro la están esperando, así que espabila —prosiguió, guiándome al interior de la cocina e indicándome una hilera de bandejas plateadas, todas con tapa—. Sólo has de llevarlas al comedor del capitán y dejarlas sobre la mesa; luego siéntate en el suelo en un rincón del camarote por si alguien te necesita. Sirve primero al señor Bligh; estará en la cabecera de la mesa. Puedes llenar las copas de los oficiales si ves que se están quedando vacías, pero mantén la boca cerrada todo el tiempo, ¿entendido? A nadie le importa lo que tengas que decir y no estás ahí para ofrecer conversación, así que no imagines que le interesa a alguien.

—De acuerdo —asentí, cogiendo la primera bandeja para trasponer la puerta.

No sabía qué esperar cuando llegara al comedor, que se hallaba inmediatamente detrás del camarote del capitán, pues ni siquiera había mirado aún por el ojo de esa cerradura. Al recorrer la estancia advertí que se habían intercambiado las posiciones de dos de los tres retratos enmarcados que yo había colocado en el escritorio —los de la dama y el muchacho se habían situado a mano derecha de la silla; y el del anciano del ceño fruncido, a mano izquierda— y el fajo de cartas con la cinta roja había desaparecido de su nido a un lado; sospeché que eran de naturaleza privada y que las había puesto fuera del alcance de miradas curiosas. A través de la puerta del fondo me llegó sonido de conversación, y quiso la suerte que el señor Fryer apareciera detrás de mí cuando me disponía a entrar y dar a conocer mi presencia.

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