¡Al joven Tunante, nada menos! Podría haberme dejado fuera de su comparación guasona.
—Y en cuanto a la señorita Wilton —continuó—, confieso que nuestros caminos se cruzaron en varias ocasiones anoche y que me habló de algunas de sus aficiones, y no estoy convencido de que sea tan pura como pueda creer sir Robert. Tengo entendido que es lectora de novelas, señor, algo que difícilmente resulta apropiado. Hacía gala de cierta actitud, eso es todo lo que diré. De cierta actitud experimentada, si me sigue usted, señor, que me llevó a pensar que era una persona de carácter especial.
Bueno, eso daba un nuevo cariz al asunto, sin duda. Yo estaba a favor de que al señor Heywood, el muy perro, lo pasaran por la quilla por haberse tomado ciertas libertades, pero por mucho que me desagradara aquel tipo, ni siquiera yo quería verlo castigado por culpa de la maliciosa mentira de una casquivana.
—Todo esto es muy penoso —dijo por fin el señor Bligh—. Muy penoso, la verdad. La única opción que me queda es aceptar su palabra de caballero, señor Heywood, y no llevar a cabo represalias.
—Me tranquiliza oírlo —repuso éste.
—Pero no voy a olvidar el incidente —añadió el capitán—, pues hay algo que no acabo de entender, mas de momento lo dejaré aquí. Sin embargo, tengo la vista puesta en usted, señor Heywood, ¿me oye? Mis ojos están fijos en usted.
—Muy bien, señor, pero quisiera decir…
No pude oír qué seguía entonces porque el señor Nelson, el botánico, y el señor Brown, su ayudante, volvieron la esquina de camino al gran camarote, y me dieron tal susto que me metí de un salto en el camarote de los oficiales. Decidí quedarme allí hasta que se hubiesen marchado, pero, desafortunadamente, cuando estaba en tan delicada situación, oí abrirse la puerta del camarote del señor Bligh y a los tres hombres salir de él.
—¡Turnstile! —exclamó el capitán, y no pude sino hacer caso omiso, pues no tenía motivo para estar donde estaba y que me descubrieran allí habría sido una deshonra para mí—. ¿Dónde se habrá metido ese chico ahora? —añadió mientras se dirigía a grandes zancadas hacia cubierta, sin duda en mi busca.
Era mi intención esperar a que los dos oficiales salieran también antes de abandonar mi escondite, pero, para mi consternación, el señor Christian agarró al perro y lo empujó hacia su propio camarote, de tal manera que no me quedó más remedio que encogerme en un rincón oscuro donde no pudiesen verme.
—Entra ahí —dijo el de más edad, y cerró la puerta a sus espaldas. Mientras tanto, yo procuré controlar la respiración para no alertarlos de mi presencia—. Estúpido necio —añadió, y qué hizo entonces sino arrear al señor Heywood un par de fuertes bofetones que le hicieron soltar un gemido de dolor y luego echarse a llorar—. No volveré a mentir por ti, ¿me oyes?
—Era una furcia —gimoteó el perro, escupiendo las palabras a través de las lágrimas como un niño castigado—. ¿Por qué iba a querer bailar conmigo todas esas veces si no deseaba conocerme mejor?
—Ninguna dama querría conocerte mejor —espetó el otro—. He mentido para protegerte, pero te juro que no lo repetiré. Si vuelves a meterte en problemas, responderás tú solo de las acusaciones, ¿me has entendido? —Heywood permaneció en silencio; se limitó a sentarse en una litera y sollozar—. Quizá algún día necesite tu ayuda y entonces espero que me la ofrezcas, ¿entendido?
—Una provocadora, eso es lo que era —lloriqueó, lo cual no era lo que le habían preguntado.
—¿Me has entendido? —repitió el señor Christian.
—Sí —contestó gimoteando.
Y no dijo nada más, sino que se limitó a salir del camarote, y ahí me quedé yo, en el rincón, desesperado por ir al retrete e incapaz de moverme, hasta que el perro recobró al fin la compostura, se enjugó los ojos y salió de la habitación.
Vaya, me dije, pues sí que estaban bien las cosas. El perro era malo, malo hasta la médula. Ahora tenía pruebas de ello.
Y entonces, para mi sorpresa, reinó la paz durante unas semanas.
Nuestro alegre barco nos condujo a través del océano Índico hacia Australia en una travesía en la que el tiempo se mostró clemente. Las velas permanecieron en la jarcia, henchidas por vientos constantes. Los hombres estaban de buen humor, sabedores de que habíamos dejado atrás la parte más severa de nuestro periplo.
El único incidente destacable estuvo relacionado con una conversación personal que mantuve dos noches antes de la llegada prevista a la tierra de Van Diemen, una isla situada ante la punta más meridional de Australia, cuando me hallaba a solas con el capitán Bligh en su camarote, organizando su ropa interior y sus uniformes para cuando llegáramos a nuestro destino. El capitán había estado en general de buen talante y su ira ante la conducta del perro durante la estancia en Sudáfrica se había disipado un tanto, aunque no la había olvidado del todo, en mi opinión.
—Bueno, Turnstile —me dijo el capitán—. No tardaremos mucho en llegar a Otaheite. Me atrevería a decir que te alegrarás de escapar de la
Bounty
durante un tiempo, ¿no?
Lo miré, sorprendido por las palabras que había elegido. Lo que menos imaginaba era la escapada que yo tenía prevista.
—Bueno, señor —contesté—. He de admitir que será una buena cosa plantar los pies en tierra seca otra vez y no sentir el mundo moverse debajo de uno.
—¿De veras se mueve? —preguntó él sin prestar mayor atención—. He pasado tantos años en el mar que ya ni siquiera lo noto. De hecho, me resulta más difícil desenvolverme en tierra firme.
Asentí en silencio y seguí con mi trabajo. El capitán tenía la costumbre de entablar conversación conmigo de vez en cuando, habitualmente cuando no había nada urgente que atender a bordo y con frecuencia, según había advertido, cuando acababa de escribir otra carta a su familia.
—Debo elogiarte —continuó al cabo de un momento—. Has sido un buen criado. Éste ha sido tu primer viaje, ¿no es así?
—En efecto, señor.
—¿No te habías hecho antes a la mar?
—No, señor.
—Entonces, cuéntame —pidió no sin curiosidad—, ¿cómo acabaste embarcando?
Dejé uno de sus uniformes y exhalé un profundo suspiro al alzar la vista hacia él.
—Si quiere saber la verdad, no tuve mucha elección. En Portsmouth se produjo una suerte de malentendido que me condujo hasta el barco.
—¿Un malentendido? —repitió con una leve sonrisa—. ¿Puedo preguntar de qué clase?
—Sí, puede hacerlo —concedí—. Sólo que, para ser honesto con usted, supongo que no fue tanto un malentendido como una interpretación bastante exacta de las evidencias.
—Pero acabas de decir que…
—He mentido, señor —declaré, pues había llegado a la conclusión de que no ganaba nada con ocultar la verdad. Así pues, proseguí—: Me había labrado una reputación como ladronzuelo. Pañuelos, relojes de bolsillo, de vez en cuando un bolso o una cartera si tenía suerte. Y resulta que me pillaron mientras le birlaba un reloj a un caballero francés la mañana en que debía zarpar la
Bounty
y, por decirlo sin rodeos, me dieron a elegir entre ir a la cárcel un año o hacerme a la mar.
El capitán asintió y sonrió.
—He de concederte que tu elección fue sensata. ¿No estás de acuerdo?
—Sí —contesté encogiéndome de hombros—. Vista la alternativa, lo fue.
No dijimos más durante unos instantes. Consideraba que el capitán se había formado una buena opinión de mí durante el viaje, y desde luego yo de él, pues era un hombre justo y decente que trataba por igual a toda su dotación, y procuraba tanto mantenernos sanos y bien alimentados como completar nuestra misión lo antes posible. Pero advertí que me miraba mientras yo seguía con mi tarea, y por fin habló.
—Ese… hábito tuyo —señaló.
—¿Hábito, señor?
—El de carterista. El de robar. Llámalo como quieras. ¿Cuánto tiempo hacía que te dedicabas a eso?
Me ruboricé un poco, pero no estaba dispuesto a mentirle. No me avergonzaba tanto del pasado como para no hablarle de él si me preguntaba al respecto, pero no quería que se formara una mala opinión de mí y echar por tierra todo lo bueno que me había ganado. Aunque eso igualmente acabaría ocurriendo cuando huyera del barco para siempre y él no tuviera otra cosa que la decepción para juzgarme.
—Hasta donde alcanza mi memoria, señor —contesté—. El señor Lewis, que se ocupaba de mí, me enseñó el oficio.
—Bueno, no lo llamemos oficio, muchacho; eso sugiere que es un trabajo honesto. Ese señor Lewis, ¿qué clase de hombre es?
Pensé un momento.
—Uno de los malos, señor. Un hombre malo hasta la médula.
—Ya veo. ¿Es un pariente de alguna clase? ¿Un tío, quizá?
—No, señor. Nada de eso. No tengo familia; al menos ninguna que recuerde. El señor Lewis regenta un establecimiento para chicos y me acogió siendo yo un chiquillo.
—¿Un establecimiento? —preguntó frunciendo el entrecejo—. ¿Una especie de escuela, quieres decir?
—Más o menos. Allí se aprenden cosas, de eso no cabe duda. No la clase de conocimientos que uno desearía adquirir, pero conocimientos al fin y al cabo.
El capitán titubeó antes de hablar, y cuando lo hizo sus palabras me pillaron por sorpresa:
—Te refieres a él con mucha ira. Te tiembla la voz de rabia, como si odiases a ese hombre.
Abrí la boca para contestar, pero las palabras no acudieron a mis labios. Tenía razón: sentía ira cuando pensaba en el señor Lewis, pero ignoraba que se me notara tanto.
—Bueno, no era un lugar donde reinara la felicidad.
—Pero habría otros chicos allí, muchachos de tu misma edad, ¿no?
—Había chicos de todas las edades, hasta los dieciséis o diecisiete años, señor. El señor Lewis acogía a los niños a los cinco o seis años y los tenía consigo hasta que se hacían mayores. Sólo rechazaba a los que no tenían maña para robar o a los que no eran lo bastante apuestos…
—¿Lo bastante apuestos? —repitió, aferrándose a una palabra que había salido de mi boca insensatamente—. ¿Qué diantre quieres decir con eso?
—No lo sé —repuse—. Sólo pretendía…
—¿Qué puede importar que un muchacho fuera apuesto o no? ¿Ha de ser guapo un chico para ser ladrón? —Se quedó mirándome y me sonrojé mucho más que antes, tanto que me pareció que las mejillas me arderían. Para mi sorpresa me sentí al borde de las lágrimas, a punto de estropearlo todo. No era una conversación que hubiese imaginado mantener con el capitán y me desprecié por haberme dejado llevar hasta ese punto—. A menos que… —añadió entonces, reflexionando y frotándose la barbilla. Se levantó de detrás del escritorio y se acercó a mí—. Turnstile, ¿qué clase de sitio era ese establecimiento donde te criaste?
—Ya se lo he dicho, ¿no? —espeté en un tono que, hasta entonces, ni yo ni nadie a bordo había empleado nunca en su presencia—. Era un sitio malo. Un sitio al que no volveré, se lo juro. Preferiría morir que regresar allí, y ni usted ni nadie podrá hacerme regresar.
Nos quedamos los dos de pie, mirándonos, durante lo que me pareció mucho rato, y juro que el rostro del capitán reflejaba compasión por las desdichas ocurridas en mi vida. Abrió la boca y creo que iba a ofrecerme unas palabras de consuelo, pero el señor Christian apareció en el umbral en ese momento y nos interrumpió.
—Capitán, quizá quiera usted subir a… Oh, discúlpeme —añadió al captar la escena—. ¿Interrumpo algo?
—Nada en absoluto, Fletcher —contestó el capitán, apartándose de mí y carraspeando—. ¿Qué ocurre?
—Un grupo de delfines de lo más inusual, señor. Recorren el barco a babor y estribor. He pensado que podía ser de su interés.
—Sí, claro, claro —replicó el señor Bligh con aspereza y sin mirar a su primer oficial—. Subiré a cubierta dentro de un momento, Fletcher. Gracias por avisarme.
El señor Christian asintió y me dirigió una mirada de curiosidad antes de marcharse. Yo volví a mis obligaciones, deseando que el capitán subiera a ver los delfines y me dejara a solas con mis pensamientos. Sentí un gran alivio cuando vi que, en efecto, se dirigía a la puerta, pero no sin antes volverse y hablar por última vez.
—Creo que me hago una idea de por lo que has pasado, John Jacob —declaró, llamándome por primera vez por mi nombre de pila—. He oído hablar de esos antros de vicio. Baste decir que no permitiré que regreses allí. Tengo cierto interés en ti, joven Turnstile, lo admito. Me recuerdas a alguien, alguien a quien tengo en enorme estima.
Sus ojos se posaron en los retratos que tenía sobre el escritorio y yo seguí su mirada, diciéndome que difícilmente podía tratarse de ese chico suyo, que tenía la mitad de años que yo y cierto aire de gallina. Sin embargo, decidí guardar silencio, y al cabo de un instante él se había ido. Al encontrarme a solas, dejé los uniformes y me dejé caer en una silla; apoyé la cabeza entre las manos y lloré como un bebé al recordar todo aquello en lo que siempre procuraba no pensar.
Trescientos ocho días.
Ése es el tiempo que pasé a bordo de aquella vieja bañera destartalada, la
Bounty
, hasta que llegamos a nuestro destino. Y para mi sorpresa, más o menos la mitad de ese período consistió en días en que no me sentí tan mal conmigo mismo o con mi sitio en el mundo. Pasé una buena temporada molesto con la tripulación por lo que me habían hecho cuando cruzábamos el Ecuador, pero con el transcurso de los días eso, como tantas otras cosas, quedó olvidado. Entonces dediqué mucho tiempo a planear mi huida de las garras de la armada del rey, pero las visitas a tierra fueron tan escasas que al final también acabé por quitarme eso de la cabeza. Y el clima no tardó en cambiar, al igual que las aguas, y el aire se volvió un poco más dulce, de modo que se difundió la noticia de que cualquier semana de ésas, cualquier día, cualquier hora, o quizá al cabo de tan sólo unos minutos, uno de nosotros avistaría tierra, gritaría esa palabra y sería aclamado como un héroe por todos.
Como preparativo de tan esperado momento, una bonita mañana el capitán reunió a la dotación entera, oficiales y marineros por igual, para una cuestión, según él, «de la mayor urgencia». Yo solía tener alguna idea del contenido de sus discursos, puesto que lo oía murmurar para sí en el camarote sobre qué pensaba decir, pero esa mañana en particular no sospechaba siquiera qué pretendía comunicarnos. Cuando se encaramó a una caja para ver mejor a todos los hombres mientras les dirigía la palabra, me pareció que esbozaba una expresión de incomodidad.