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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Motín en la Bounty (46 page)

BOOK: Motín en la Bounty
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—No se trata de eso, muchacho —me confió Lamb—. Yo tenía un amigo, un tipo muy correcto llamado Charles Conway, que navegó con el capitán Clerk. Se detuvieron en las Fiji en una visita. Los nativos capturaron a tres de sus hombres, los ataron, los metieron en un caldero de agua, los hirvieron vivos y se los comieron.

—¿Con huesos y todo? —pregunté con los ojos muy abiertos.

—Utilizaron los huesos de mondadientes —aseguró—. Como los ogros en los cuentos de hadas que leías de niño.

—No creo que debamos ir a esas Fiji —comenté. Preferí no desilusionarlo mencionando que no había sido un niño lector—. No tengo deseos de que me coman vivo.

—Te hierven primero, eso hay que reconocerlo —declaró entonces encogiéndose de hombros, como si eso lo convirtiera en un asunto más agradable—. Imagino que después de eso ya no te queda vida en el cuerpo.

—Aun así, no es una forma agradable de morir.

—No —concedió—. No lo es. Pero oye una cosa, a ti el capitán te escucha. Quizá deberías ser tú quien le pida que busquemos una isla alternativa, alguna de naturaleza hospitalaria.

Miré hacia la proa, donde el capitán acababa de iniciar el reparto del banquete de la tarde. Uno por uno fuimos llamados a su presencia y nos dio un bocado de baya del cacao, un pedazo de plátano y una cuchara de té llena de ron. Apenas bastaba para llenar la panza de una criatura recién destetada, pero nos sentimos agradecidos, en especial ahora que nuestros estómagos habían vuelto a acostumbrarse al sustento tras nuestra breve estancia en las Amistosas.

—Capitán —susurré cuando me tendía mi ración.

—Muévete, Turnstile —dijo, haciendo ademán de que me apartara—. Hay otros hombres que esperan su pitanza.

—Pero capitán, las Fiji… —empecé—. Se cuentan historias terribles sobre…

—Muévete de una vez, Turnstile —insistió con mayor contundencia, y antes de que pudiera añadir más, el señor Elphinstone me agarró con brusquedad para enviarme a mi sitio.

Pero había tomado la decisión de que ningún salvaje convertiría en comida a John Jacob Turnstile. Ni muchísimo menos.

Día 8: 5 de mayo

Ese día se produjo una especie de disputa entre el señor Hall, que había sido el cocinero de la
Bounty
, y el cirujano Ledward. Empezó con una tontería, pues el matasanos sugirió que hasta un pinche de cocina sería capaz de convertir nuestras exiguas provisiones en algo más sabroso para el paladar.

—¿Y qué sugiere usted que haga, cirujano? —preguntó el señor Hall, quien pese a su buen carácter podía mostrarse bastante cascarrabias si se ponían en duda sus aptitudes culinarias—. ¿De qué disponemos, sino de unas cuantas nueces de cacao y unos plátanos, un poco de ron y algo de pan que se vuelve más duro a cada hora que pasa? ¿Acaso tengo que ser como el Señor? —prosiguió, sin importarle la blasfemia—. ¿Pretende que convierta el agua en vino?

—Eso no lo sé —replicó el cirujano apoyándose en la borda y rascándose la barba—. No he sido instruido en el arte de la cocina. Pero sí sé que un hombre diestro podría encontrar un modo de…

—Y un cirujano diestro podría haber saltado al agua y recuperado el cuerpo muerto de John Norton de manos de los salvajes para devolverle la vida —espetó el señor Hall, inclinándose para blandir el dedo como una vieja lavandera—. No me hable de destrezas, cirujano Ledward, cuando usted mismo carece de toda habilidad.

El cirujano exhaló con fuerza por la nariz antes de sacudir la cabeza y entornar los ojos. Pensé que, de habernos hallado en Otaheite o en la cubierta de la
Bounty
, una discusión así habría acabado en puñetazos, pero en aquel cascarón no teníamos libertad de movimientos; los hombres podían provocar fricciones y luego no encontrar un modo de resolver la cuestión. Aquello podría convertirse en nuestra perdición.

—John Norton estaba muerto, señor Hall —declaró Ledward al fin—. No hace falta un cirujano de talento para revivir a quienes han obtenido su recompensa, sino la voluntad de Dios.

—Sí, al igual que se precisaría la voluntad de Dios para convertir esas migajas que el capitán guarda bajo llave en algo digno de comerse. Estamos en esto juntos, cirujano Ledward, y le sugiero que conserve su dignidad y que impida que su desdichado estado le permita poner en entredicho a sus compañeros de deriva.

El cirujano asintió con la cabeza y dejó correr el asunto. Se había hecho gala de mal genio, se había levantado la voz y provocado una discusión, pero, de haber continuado, uno de los oficiales se habría visto obligado a intervenir, y eso ya no nos parecía justo. Formábamos una pequeña sociedad, los diecinueve hombres. O los dieciocho que éramos entonces. No podíamos pelearnos entre nosotros.

Esa noche se levantó un viento feroz del este nordeste, empujándonos en la dirección que según el capitán nos conduciría a casa. Sumido en un duermevela, en una ocasión desperté con un respingo, convencido de hallarme de vuelta en el establecimiento del señor Lewis en Portsmouth. El chapotear del agua no había informado aún a mis sentidos de que no me hallaba ni mucho menos en Inglaterra, y cuando por fin recobré la conciencia de quién era y dónde me hallaba, descubrí para mi sorpresa que añoraba el que antaño fuera mi hogar. Al señor Lewis no, por supuesto. Él me importaba un pepino. Pero echaba de menos Inglaterra. Y Portsmouth. Y a algunos de mis hermanos, a los que quería de verdad.

Me senté, frotándome los ojos, y miré a nuestra desmoralizada tripulación con esperanza en el corazón. Formábamos un grupo variopinto, de eso no cabía duda. Sucios, malolientes, barbados —hasta mi propio mentón empezaba a lucir unos pelillos—, pero éramos una tripulación. Nos habían dejado en medio del mar sin preocuparse lo más mínimo por nuestra supervivencia. Pero sobreviviríamos. El capitán se ocuparía de que así fuera. Sí, hasta el último de nosotros.

Entrecerré los ojos para observar el horizonte. En algún lugar, quizá a medio mundo de distancia, se hallaba Inglaterra. Y Portsmouth. Y el señor Lewis. El mismo lugar del que llevaba huyendo dieciséis meses, un lugar que había jurado no volver a visitar. Pero aquella noche, sentado en aquel cascarón y rodeado por la apestosa tripulación de desahuciados de la
Bounty
, juré que haría todo lo contrario: regresaría a casa. Volvería en busca de mi propia venganza. Y entonces empezaría otra vez de cero. La vida podía contener aún un montón de tesoros para John Jacob Turnstile y no permitiría que ningún hombre volviera a tomarse libertades conmigo.

—Qué mirada tan ardiente, Turnstile —comentó el capitán, observándome; estaba sentado a unos palmos de mí, intentando encontrar una posición cómoda para dormir.

Sonreí y asentí en silencio. Y cuando volvió a cerrar los ojos y empezó a roncar otra vez, lo observé y me dije que tenía ante mí a un gran hombre. Era una suerte de héroe, un líder en la batalla. Y en ese momento descubrí cuál era la ambición de mi propia vida.

Algún día llegaría a ser un gran hombre como el capitán Bligh. Sobreviviría, prosperaría y tendría éxito en mi empresa.

Y todos, hasta el último de nosotros, regresaríamos sanos y salvos a Inglaterra.

Día 9: 6 de mayo

Por fin avistamos tierra. La hambrienta, sedienta y exhausta tripulación prorrumpió en grandes vítores ante la posibilidad de descanso y de encontrar sustento.

—Llévennos allí, hombres —les ordenó el capitán a los remeros, señalando una isla verde y montañosa que se alzaba ante nosotros, precedida por una playa de arena que era una maravilla contemplar. No pude evitar advertir cómo había cambiado la voz del capitán en los nueve días desde que partiéramos de la
Bounty
; como todos nosotros, estaba deshidratado, pero capté una aspereza en ella que antes no estaba. Supuse que se sentía cada vez más deprimido por cómo se sucedían los acontecimientos. Aun así, el sentimiento general era que si podíamos sobrevivir de isla en isla, y luego acometer esa gran extensión de mar entre las dos últimas, quizá viviríamos para contar nuestra aventura, por lo que la visión de esa nueva isla nos llenó de esperanza.

Todos observábamos ansiosos la tierra a medida que nos acercábamos, pero entonces vimos emerger un grupo de salvajes de la espesura. Estábamos aún a cierta distancia de la orilla, lo bastante lejos para que no pudiesen alcanzarnos, pero el capitán dio la orden de mantener nuestra posición. Los hombres levantaron los remos y todos observamos.

—¿Capitán? —preguntó el señor Fryer—. ¿Qué opina?

Los de la orilla, unos treinta o cuarenta, parecían amigables. Nos hacían señas y algunos bailaban una curiosa danza, pero no llevaban piedras en las manos como los salvajes de las islas Amistosas.

—Opino que, para empezar, nos superan en número —respondió el capitán—. Pero quizá sólo quieran darnos la bienvenida.

—Pueden transcurrir días hasta que lleguemos a otra isla —comentó el señor Elphinstone, que al ser más alto que la mayoría empezaba a padecer dolorosos calambres por no poder estirar las piernas, y eso le impedía dormir—. Quizá deberíamos enviar unos hombres para averiguar qué pretenden, y luego tomar una decisión. Estaré encantado de ofrecerme voluntario.

—Y yo se lo agradezco, Elphinstone —respondió el señor Bligh—. Pero no pienso mandar a ningún hombre a la muerte. No olvidemos lo ocurrido al señor Norton.

—¡Miren! —exclamó a mi izquierda Peter Linkletter, el suboficial de bitácora—. ¡Miren qué llevan!

Todos los ojos se volvieron hacia la orilla, donde algunos salvajes más, una docena quizá, llevaban grandes cestas con frutas que dejaron en la arena. Otros se acercaron rápidamente con grandes tajadas de carne. Sólo de ver aquello se me hizo la boca agua. Entonces añadieron vasijas de agua para acompañar el banquete. Nos hicieron señas de que nos acercásemos y los nuestros prorrumpieron en vítores de alegría, levantándose tan repentinamente que amenazaron con volcar el bote.

—¡Siéntense! —bramó el capitán con voz ronca—. Quédense en sus puestos, no pienso tolerar algo así.

—¿Que no piensa tolerarlo, señor Bligh? —exclamó William Purcell—. ¡No estará hablando en serio! Podríamos sobrevivir semanas con esas ofrendas que nos hacen.

—No sobreviviremos si las ofrendan incluyen nuestro asesinato —replicó el capitán—. Piensa que son cordiales, ¿no es así?

—Creo que no nos traerían un festín así a la orilla si no fuesen gente hospitalaria.

—Entonces es que el sol le ha dado demasiado en la cabeza, señor. Si no es capaz de reconocer una trampa cuando la tiene ante las narices, es que no tiene ni la mitad de las luces que le atribuía. Es una treta, señor Purcell, ¿no se da cuenta? Desembarcamos, aceptamos su comida, compartimos sus viandas, y antes de que pase una hora nos habrán vaciado los sesos y jamás regresaremos a casa.

Me acordé entonces de lo que me había contado Robert Lamb dos días antes sobre las islas Fiji y empecé a preguntarme si llenarme la panza sería un pago razonable por la pérdida de mi vida. Y tenía tanta hambre y tanta sed que por un instante casi estuve dispuesto a aceptar el trueque.

—Vire el rumbo, señor Fryer —ordenó el capitán, suscitando exclamaciones de decepción en la tripulación—. ¡He dicho que haga virar el bote! —repitió más alto, sin mirar a ninguno y pareciéndose más al hombre que había estado al mando de la
Bounty
durante más de un año sin que nadie cuestionara su autoridad.

—Remeros —dijo el oficial no sin cierta frustración, aunque me pareció que consideraba prudente la decisión del capitán—. Rumbo nornordeste otra vez.

Los hombres murmuraron por lo bajo y yo me despatarré en el asiento, vencido y decepcionado, pero la cosa tenía sentido. Los salvajes de la orilla gritaron a voz en cuello al ver que habíamos descubierto su estratagema y algunos se internaron en el agua para seguirnos, esgrimiendo amenazadoras lanzas, pero estábamos demasiado lejos para ser objetivos potenciales o para temer sus intenciones.

—Encontraremos un sitio seguro donde amarrar, tripulación —aseguró el capitán al cabo de cierto rato—. Sé que todos tienen hambre y sed, pero no podemos aceptar semejante riesgo. Ya hemos sobrevivido hasta aquí. Lleguemos a nuestro destino.

—Pero ¿cómo, capitán? —preguntó John Samuel, el secretario, sin ocultar su desesperación—. ¿Cómo lo conseguiremos con tan poca comida y menos agua todavía? ¿Qué va a ser de nosotros?

El capitán lo miró un momento, negó con la cabeza y se volvió, y su rostro cambió ligeramente. Advertí que contemplaba el agua y lo que ocurrió entonces supuso un gran triunfo. Todos habíamos intentado en distintas ocasiones pescar un pez con el arpón, pero había sido en vano. Pensábamos que sería un gran logro personal para quien lo consiguiese primero. Y justo entonces, sorprendiéndonos a todos y sobresaltando a algunos por lo rápido que pasó, el capitán asió el arpón del suelo del bote, lo hundió con destreza y rapidez en las olas y lo sacó con un pez grande ensartado, de unos seis kilos diría yo. Lo arrojó a la cubierta, donde el animal se sacudió unos instantes antes de quedarse inmóvil, con el ojo vidrioso mirándonos con tanta sorpresa como la que sentíamos nosotros.

—Sobreviviremos —declaró el capitán mirándonos; todos, hasta el último de nosotros, estábamos demasiado asombrados y hambrientos para hacer otra cosa que esperar a que repartiera la presa.

Día 10: 7 de mayo

El capitán nos organizó en dos turnos, en los que la mitad de la tripulación se sentaba junto a las bordas en tanto la otra mitad buscaba un sitio para tenderse. Resultaba casi imposible, y como el fondo del casco estaba empapado, el sueño se veía dificultado por la amenaza constante de mojarse. Por culpa de ello nos dolían todos los huesos. Era una existencia miserable.

Como el capitán dormía, me acerqué al señor Fryer, que estaba ensimismado contemplando el mar. Me vi obligado a pronunciar su nombre tres veces antes de que me mirase, e incluso entonces lo hizo como si no tuviese ni idea de quién era yo.

—Ah, Turnstile —dijo al fin, frotándose los ojos como si acabara de despertar—. Estás aquí. ¿Me decías algo?

—Así es, señor. Parecía estar usted en otro mundo.

—Bueno, hay algo cautivador en todo esto, ¿no crees? —apuntó, contemplando la vasta extensión de azul que nos rodeaba—. Un hombre puede perderse con sólo mirarlo.

Asentí. Se me ocurrió que las fronteras entre capitán, oficiales, hombres y criados se volvían más borrosas cada día. Hablábamos entre nosotros con mucha mayor familiaridad que a bordo de la
Bounty
, y el capitán nos trataba casi como a iguales, aunque quizá tenía algo que ver con el hecho de que éramos una tripulación de leales y se mostraba naturalmente bien dispuesto hacia nosotros.

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