Read Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen Online
Authors: Hans Christian Andersen
Tags: #Cuentos
—Ayuda al señor a llevar sus pinturas —dijo la mujer al muchacho al día siguiente, cuando pasó el joven vecino, que era pintor, cargado con su caja y una gran tela arrollada. El niño cogió la caja, y los dos se dirigieron a la Galería y subieron por la escalera, que él conocía por su excursión nocturna con el jabalí. Reconoció las estatuas y los cuadros, la maravillosa Venus de mármol y todo lo que aquella noche había cobrado vida en toda la gama de colores; volvió a ver la Madonna, con Jesús y San Juan.
Se detuvieron frente al cuadro de Bronzino, aquel que representa a Cristo descendiendo a los infiernos, rodeado de niños que sonríen, seguros de ir al cielo. El pobre pequeño riose también, pues aquello era su cielo.
—Ahora vuélvete a casa —le dijo el pintor— cuando tuvo preparado el caballete y los pinceles.
—¿No me dejaría que yo mirase? —preguntó el niño—. ¿No podría mirar cómo pasa el cuadro a su lienzo blanco?
—No pintaré todavía —respondió el artista sacando el carboncillo. Su mano se movía rápidamente, el ojo calculaba las dimensiones del gran cuadro y, a pesar de que se limitó a trazar un fino rasgo, pronto quedó esbozado el Cristo flotante, como en la pintura.
—Ahora, márchate —insistió el pintor, y el niño se encaminó quietamente a su casa, sentóse a la mesa y se puso a aprender a coser guantes.
Sin embargo, su pensamiento estuvo todo el día concentrado en la sala de los cuadros; por eso se pinchó los dedos y mostró muy poca disposición para el oficio; pero dejó ya de reñir con Bellissima. Al llegar la noche, aprovechándose de que la puerta estaba abierta, se escapó de casa. Hacía frío, pero las estrellas brillaban con hermosísima claridad. Fue vagando por las calles, quietas y solitarias, y muy pronto estuvo frente al jabalí de bronce. Inclinándose sobre él, besóle el reluciente hocico y montó en su lomo. —. ¡Mi buen animal, cómo te eché de menos! —dijo—. Esta noche daremos otro paseo.
El jabalí permaneció inmóvil, mientras el agua fresca manaba por su boca. El pequeño seguía montado en él cuando alguien le tiró de la chaqueta. Al mirar a su lado vio a Bellissima, la perrita esquilada, que, habiendo escapado también de la casa, lo había seguido sin él darse cuenta. La perrita ladraba como diciendo: «Aquí estoy, mírame, ¿por qué te sientas ahí arriba?». Un dragón, echando fuego por las fauces no habría asustado al niño tanto como el perrillo en aquel lugar. Bellissima en la calle y sin vestir, como decía la abuela, ¿qué iba a resultar de todo aquello? El perro jamás salía en invierno sin que antes lo abrigasen con una diminuta piel de cordero, que había cortado y cosido a su medida. La piel se sujetaba al cuello por medio de una cinta roja, con un lazo y un cascabel, y de otra cinta que le pasaba por debajo del vientre. El animal parecía casi una cabrita cuando, en la estación fría, iba de paseo con la «signora». Y he aquí que ahora Bellissima estaba allí y desnuda; ¿qué pasaría? Todos los sueños se desvanecieron; el muchacho dio un beso al jabalí de bronce y, cogiendo a Bellissima, que tiritaba de frío, bajo el brazo, salió corriendo hacia casa.
—¿Qué llevas ahí? —le gritaron dos guardias con quienes se topó. Bellissima no cesaba de ladrar—. ¿Dónde has robado este hermoso perro? —le dijeron; y se lo quitaron.
—¡Devuélvanmelo, por favor! —suplicaba el chiquillo.
—Si no lo has robado, di a tus padres que encontrarán el perro en el puesto de guardia —. Y, dándole la dirección, se alejaron con Bellissima.
La situación era desesperada; el chico estaba indeciso entre arrojarse al Arno e irse a su casa y confesarlo todo. Seguramente lo matarían, pensó. «Pero perfiero que me maten. Así iré a reunirme con Jesús y la Madonna». Y se encaminó a casa, dispuesto a morir.
La puerta estaba cerrada; él no alcazaba el picaporte y no había nadie en la calle, pero cogiendo un adoquín suelto, llamó con él. —¿Quién va?— gritaron desde dentro.
—¡Soy yo! —respondió él—. Bellissima se ha escapado. ¡Abrid la puerta y matadme!
Los viejos, especialmente la «signora», tuvieron un susto terrible al saber que había desaparecido Bellissima. La mujer corrió a la pared donde guardaban el abrigo del perro: la piel de cordero colgaba de su sitio.
¡Bellissima en el cuerpo de guardia! —exclamó a voz en grito. ¡Ah, mozuelo endiablado! ¿Cómo la dejaste escapar? Se morirá de frío. ¡El pobre animalito entre esos policías, tan groseros!
El marido tuvo que salir precipitadamente en su busca. La mujer lloraba, y lloraba también el niño. Acudieron todos los vecinos de la casa, entre ellos el pintor. Cogiendo al pequeño entre las rodillas, lo interrogó, y, a fuerza de paciencia, pudo reconstituir toda la historia del jabalí de bronce y de la galería de pinturas. Muy coherente no lo era, pero el pintor consoló al niño y tranquilizó a la abuela; sin embargo, ésta no las tuvo todas consigo hasta la llegada del padre con Bellissima, rescatada de los gendarmes. Hubo entonces gran alegría; el pintor acarició al chiquillo y le dio un puñado de dibujos.
Eran unos apuntes magníficos; ¡qué cabezas más graciosas! Pero lo mejor era un retrato del jabalí de bronce. No se ha visto cosa más bella. Con unos pocos trazos, el animal había sido reproducido en el papel, e incluso se veía la casa del fondo.
«¡Ah, quién supiera dibujar y pintar! ¡Podría llevarme el mundo entero a mi casa!».
Al día siguiente, en su primer momento libre, el pequeño cogió el lápiz y trató de copiar el dibujo del jabalí en el reverso de uno de los apuntes. ¡Y le salió! Un tanto torcido e irregular, desde luego; una pata más gruesa, otra más delgada… pero se reconocía. El niño tuvo una gran alegría. El lápiz no se movía con la soltura deseable, bien se daba cuenta; pero al día siguiente apareció un segundo jabalí al lado del primero, cien veces mejor; el tercero salió tan bien, que todo el mundo lo reconoce enseguida.
Pero con el trabajo de guantería las cosas iban mal, y los recados se hacían con lentitud desesperante, pues el jabalí de bronce le había demostrado que todas las estatuas pueden llevarse al papel, y la ciudad de Florencia es un verdadero álbum de estampas para quien se toma la molestia de hojearlo. En la Piazza della Trinitá hay una esbelta columna que sostiene a la diosa de la Justicia, con los ojos vendados y la balanza. No tardó en pasar al papel, por obra del niño del guantero. La colección iba creciendo, pero sólo contenía objetos muertos; hasta que un día Bellissima se le acercó saltando: —. ¡Estáte quieta! —le gritó él—; te dibujaré, preciosa, y figurarás entre mis cuadros —. Pero Bellissima no quería estarse quieta, y el niño tuvo que atarla. La sujetó por la cabeza y por el rabo; el perro no paraba de ladrar y pegar saltos, y no hubo más remedio que apretar la cuerda. En esto entró la «
signora
».
—¿Qué haces, desalmado? ¡Pobre animalito! —fue todo lo que pudo decir. Apartó al niño a empujones y patadas, y lo echó de casa de mala manera—. ¡Golfo desagradecido y endiablado! —. Y, llorando, desató a su querida y casi asfixiada Bellissima.
En aquel momento el pintor subía las escaleras (y aquí es donde la historia da un vuelco).
En 1834 se celebró una exposición en la Academia delle Arti de Florencia; dos cuadros, colocados uno al lado del otro, atraían una gran multitud de admiradores. El más pequeño representaba un alegre chiquillo sentado, dibujando. Tenía por modelo un perrito boloñés esquilado al rape; pero como el animal no se estuviera quieto, lo habían atado fuertemente con bramantes por la cabeza y por la cola. Había en la composición una vida y una verdad que hablaban a los ojos de los espectadores.
Decíase que el autor era un joven florentino recogido de la calle, y que un viejo guantero había querido criar. A dibujar había aprendido él solo. Un joven pintor, famoso a la sazón, había descubierto su talento cuando el chiquillo era arrojado de la casa por haber atado y tomado por modelo el perrillo boloñés, favorito de la dueña.
El aprendiz de guantero había llegado a ser un gran pintor; bien lo demostraba aquel cuadro, y más aún el otro, mayor, expuesto a su lado. Contenía una sola figura: la de un hermoso chiquillo vestido de harapos, dormido en la calle y apoyado contra el jabalí de bronce de la calle de la Porta Rossa. Todos los visitantes conocían el lugar. Los brazos del niño descansaban sobre la cabeza del animal; el pequeño dormía tranquilamente, y la lámpara colocada delante de la imagen de la Madonna proyectaba un intenso chorro de luz sobre su pálida y hermosa cara. Era un cuadro delicioso; rodeábalo un gran marco dorado, de cuya esquina superior colgaba una corona de laurel; pero entre sus verdes hojas flotaba una cinta negra y un largo crespón de luto.
El joven artista acababa de morir.
(Den lykkelige Familie)
L
a hoja verde más grande de nuestra tierra es seguramente la del lampazo. Si te la pones delante de la barriga, parece todo un delantal, y si en tiempo lluvioso te la colocas sobre la cabeza, es casi tan útil como un paraguas; ya ves si es enorme. Un lampazo nunca crece solo. Donde hay uno, seguro que hay muchos más. Es un goce para los ojos, y toda esta magnificencia es pasto de los caracoles, los grandes caracoles blancos, que en tiempos pasados, la gente distinguida hacía cocer en estofado y, al comérselos, exclamaba: «¡Ajá, qué bien sabe!», persuadida de que realmente era apetitoso; pues, como digo, aquellos caracoles se nutrían de hojas de lampazo, y por eso se sembraba la planta.
Pues bien, había una vieja casa solariega en la que ya no se comían caracoles.
Estos animales se habían extinguido, aunque no los lampazos, que crecían en todos los caminos y bancales; una verdadera invasión. Era un auténtico bosque de lampazos, con algún que otro manzano o ciruelo; por lo demás, nadie habría podido suponer que aquello había sido antaño un jardín. Todo eran lampazos, y entre ellos vivían los dos últimos y matusalémicos caracoles.
Ni ellos mismos sabían lo viejos que eran, pero se acordaban perfectamente de que habían sido muchos más, de que descendían de una familia oriunda de países extranjeros, y de que todo aquel bosque había sido plantado para ellos y los suyos. Nunca habían salido de sus lindes, pero no ignoraban que más allá había otras cosas en el mundo, una, sobre todo, que se llamaba la «casa señorial», donde ellos eran cocidos y, vueltos de color negro, colocados en una fuente de plata; pero no tenían idea de lo que ocurría después. Por otra parte, no podían imaginarse qué impresión debía causar el ser cocido y colocado en una fuente de plata; pero seguramente sería delicioso, y distinguido por demás. Ni los abejorros, ni los sapos, ni la lombriz de tierra, a quienes habían preguntado, pudieron informarles; ninguno había sido cocido ni puesto en una fuente de plata.
Los viejos caracoles blancos eran los más nobles del mundo, de eso sí estaban seguros. El bosque estaba allí para ellos, y la casa señorial, para que pudieran ser cocidos y depositados en una fuente de plata.
Vivían muy solos y felices, y como no tenían descendencia, habían adoptado un caracolillo ordinario, al que educaban como si hubiese sido su propio hijo; pero el pequeño no crecía, pues no pasaba de ser un caracol ordinario. Los viejos, particularmente la madre, la Madre Caracola, creyó observar que se desarrollaba, y pidió al padre que se fijara también; si no podía verlo, al menos que palpara la pequeña cascara; y él la palpó y vio que la madre tenía razón.
Un día se puso a llover fuertemente.
—Escucha el rampataplán de la lluvia sobre los lampazos —dijo el viejo.
—Sí, y las gotas llegan hasta aquí —observó la madre—. Bajan por el tallo. Verás cómo esto se moja. Suerte que tenemos nuestra buena casa, y que el pequeño tiene también la suya. Salta a la vista que nos han tratado mejor que a todos los restantes seres vivos; que somos los reyes de la creación, en una palabra. Poseemos una casa desde la hora en que nacemos, y para nuestro uso exclusivo plantaron un bosque de lampazos. Me gustaría saber hasta dónde se extiende, y que hay ahí afuera.
—No hay nada fuera de aquí —respondió el padre—. Mejor que esto no puede haber nada, y yo no tengo nada que desear.
—Pues a mí —dijo la vieja— me gustaría llegarme a la casa señorial, que me cocieran y me pusieran en una fuente de plata. Todos nuestros antepasados pasaron por ello y, créeme, debe de ser algo excepcional.
—Tal vez la casa esté destruida —objetó el caracol padre—, o quizás el bosque de lampazos la ha cubierto, y los hombres no pueden salir. Por lo demás, no corre prisa; tú siempre te precipitas, y el pequeño sigue tu ejemplo. En tres días se ha subido a lo alto del tallo; realmente me da vértigo, cuando levanto la cabeza para mirarlo.
—No seas tan regañón —dijo la madre—. El chiquillo trepa con mucho cuidado, y estoy segura de que aún nos dará muchas alegrías; al fin y a la postre, no tenemos más que a él en la vida. ¿Has pensado alguna vez en encontrarle esposa? ¿No crees que si nos adentrásemos en la selva de lampazos, tal vez encontraríamos a alguno de nuestra especie?
—Seguramente habrá por allí caracoles negros —dijo el viejo— caracoles negros sin cáscara; pero, ¡son tan ordinarios!, y, sin embargo, son orgullosos. Pero podríamos encargarlo a las hormigas, que siempre corren de un lado para otro, como si tuviesen mucho que hacer. Seguramente encontrarían una mujer para nuestro pequeño.
—Yo conozco a la más hermosa de todas —dijo una de las hormigas—, pero me temo que no haya nada que hacer, pues se trata de una reina.
—¿Y eso qué importa? —dijeron los viejos—. ¿Tiene una casa?
—¡Tiene un palacio! —exclamó la hormiga—, un bellísimo palacio hormiguero, con setecientos corredores.
—Muchas gracias —dijo la madre—. Nuestro hijo no va a ir a un nido de hormigas. Si no sabéis otra cosa mejor, lo encargaremos a los mosquitos blancos, que vuelan a mucho mayor distancia, tanto si llueve como si hace sol, y conocen el bosque de lampazos por dentro y por fuera.
—¡Tenemos esposa para él! —exclamaron los mosquitos—. A cien pasos de hombre en un zarzal, vive un caracolito con casa; es muy pequeñín, pero tiene la edad suficiente para casarse. Está a no más de cien pasos de hombre de aquí.
—Muy bien, pues que venga —dijeron los viejos—. Él posee un bosque de lampazos, y ella, sólo un zarzal.
Y enviaron recado a la señorita caracola. Invirtió ocho días en el viaje, pero ahí estuvo precisamente la distinción; por ello pudo verse que pertenecía a la especie apropiada.