Read Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen Online
Authors: Hans Christian Andersen
Tags: #Cuentos
El soldado estaba ya en lo alto de la escalera, pero cuando quisieron ajustarle la cuerda al cuello, rogó que, antes de cumplirse el castigo, se le permitiera, pobre pecador, satisfacer un inocente deseo: fumarse una pipa, la última que disfrutaría en este mundo.
El Rey no quiso negarle tan modesta petición, y el soldado, sacando la yesca y el pedernal, los golpeó una, dos, tres veces. Inmediatamente se presentaron los tres perros: el de los ojos como tazas de café, el que los tenía como ruedas de molino, y el de los del tamaño de la Torre Redonda.
—Ayudadme a impedir que me ahorquen, —dijo el soldado. Y los canes se arrojaron sobre los jueces y sobre todo el consejo, cogiendo a los unos por las piernas y a los otros por la nariz y lanzándolos al aire, tan alto, que al caer se hicieron todos pedazos.
—¡A mí no, a mí no! —gritaba el Rey; pero el mayor de los perros arremetió contra él y la Reina, y los arrojó adonde estaban los demás. Al verlo, los soldados se asustaron, y todo el pueblo gritó:
—¡Buen soldado, serás nuestro Rey y te casarás con la bella princesa!
Y a continuación sentaron al soldado en la carroza real, los tres canes abrieron la marcha, danzando y gritando —¡hurra!—, mientras los muchachos silbaban con los dedos, y las tropas presentaban armas. La princesa salió del palacio de cobre y fue Reina. ¡Y bien que le supo! La boda duró ocho días, y los perros, sentados junto a la mesa, asistieron a ella con sus ojazos bien abiertos.
(Elverhøj)
V
arios lagartos gordos corrían con pie ligero por las grietas de un viejo árbol; se entendían perfectamente, pues hablaban todos la lengua lagarteña.
—¡Qué ruido y alboroto en el cerro de los ellos! —dijo un lagarto—. Van ya dos noches que no me dejan pegar un ojo. Lo mismo que cuando me duelen las muelas, pues tampoco entonces puedo dormir.
—Algo pasa allí adentro —observó otro—. Hasta que el gallo canta, a la madrugada, sostienen el cerro sobre cuatro estacas rojas, para que se ventile bien, y sus muchachas han aprendido nuevas danzas. ¡Algo se prepara!
—Sí —intervino un tercer lagarto—. He hecho amistad con una lombriz de tierra que venía de la colina, en la cual había estado removiendo la tierra día y noche. Oyó muchas cosas. Ver no puede, la infeliz, pero lo que es palpar y oír, en esto se pinta sola. Resulta que en el cerro esperan forasteros, forasteros distinguidos, pero, quiénes son éstos, la lombriz se negó a decírmelo, acaso ella misma no lo sabe. Han encargado a los fuegos fatuos que organicen una procesión de antorchas, como dicen ellos, y todo el oro y la plata que hay en el cerro —y no es poco— lo pulen y exponen a la luz de la luna.
—¿Quiénes podrán ser esos forasteros? —se preguntaban los lagartos—. ¿Qué diablos debe suceder? ¡Oíd, qué manera de zumbar!
En aquel mismo momento se partió el montículo, y una señorita elfa, vieja y anticuada, aunque por lo demás muy correctamente vestida, salió andando a pasitos cortos. Era el ama de llaves del anciano rey de los elfos, estaba emparentada de lejos con la familia real y llevaba en la frente un corazón de ámbar. ¡Movía las piernas con una agilidad!: trip, trip. ¡Vaya modo de trotar! Y marchó directamente al pantano del fondo, a la vivienda del chotacabras.
—Están ustedes invitados a la colina esta noche —dijo—. Pero quisiera pedirles un gran favor, si no fuera molestia para ustedes. ¿Podrían transmitir la invitación a los demás? Algo deben hacer, ya que ustedes no ponen casa. Recibimos a varios forasteros ilustres, magos de distinción; por eso hoy comparecerá el anciano rey de los elfos.
—¿A quién hay que invitar? —preguntó el chotacabras.
—Al gran baile pueden concurrir todos, incluso las personas, con tal que hablen durmiendo o sepan hacer algo que se avenga con nuestro modo de ser. Pero en nuestra primera fiesta queremos hacer una rigurosa selección; sólo asistirán personajes de la más alta categoría. Hasta disputé con el Rey, pues yo no quería que los fantasmas fuesen admitidos. Ante todo, hay que invitar al Viejo del Mar y a sus hijas. Tal vez no les guste venir a tierra seca, pero les prepararemos una piedra mojada para asiento o quizás algo aún mejor; supongo que así no tendrán inconveniente en asistir, siquiera por esta vez. Queremos que vengan todos los viejos trasgos de primera categoría, con cola, el Genio del Agua y el Duende y, a mi entender, no debemos dejar de lado al Cerdo de la Tumba, al Caballo de los Muertos y al Enano de la Iglesia, todos los cuales pertenecen al elemento clerical y no a nuestra clase. Pero ése es su oficio; por lo demás, están emparentados de cerca con nosotros y nos visitan con frecuencia.
—¡Muy bien! —dijo el chotacabras, emprendiendo el vuelo para cumplir el encargo.
Las doncellas elfas bailaban ya en el cerro, cubiertas de velos, y lo hacían con tejidos de niebla y luz de la luna, de un gran efecto para los aficionados a estas cosas. En el centro de la colina, el gran salón había sido adornado primorosamente; el suelo, lavado con luz de luna, y las paredes, frotadas con grasa de bruja, por lo que brillaban como hojas de tulipán. En la colina había, en el asador, gran abundancia de ranas, pieles de caracol rellenas de dedos de niño y ensaladas de semillas de seta y húmedos hocicos de ratón con cicuta, cerveza de la destilería de la bruja del pantano, amén de fosforescente vino de salitre de las bodegas funerarias. Todo muy bien presentado. Entre los postres figuraban clavos oxidados y trozos de ventanal de iglesia.
El anciano Rey mandó bruñir su corona de oro con pizarrín machacado (entiéndase pizarrín de primera); y no se crea que le es fácil a un rey de los elfos procurarse pizarrín de primera. En el dormitorio colgaron cortinas, que fueron pegadas con saliva de serpiente. Se comprende, pues, que hubiera allí gran ruido y alboroto.
—Ahora hay que sahumar todo esto con orines de caballo y cerdas de puerco; entonces yo habré cumplido con mi tarea —dijo la vieja señorita.
—¡Dulce padre mío! —dijo la hija menor, que era muy zalamera—, ¿no podría saber quiénes son los ilustres forasteros?
—Bueno —respondió el Rey, tendré que decírtelo. Dos de mis hijas deben prepararse para el matrimonio; dos de ellas se casarán sin duda. El anciano duende de allá en Noruega, el que reside en la vieja roca de Dovre y posee cuatro palacios acantilados de feldespato y una mina de oro mucho más rica de lo que creen por ahí, viene con sus dos hijos, que viajan en busca de esposa. El duende es un anciano nórdico, muy viejo y respetable, pero alegre y campechano. Lo conozco de hace mucho tiempo, desde un día en que brindamos fraternalmente con ocasión de su estancia aquí en busca de mujer. Ella murió; era hija del rey de los Peñascos gredosos de Möen. Tomó una mujer de yeso, como suele decirse. ¡Ah, y qué ganas tengo de ver al viejo duende nórdico! Dicen que los chicos son un tanto mal criados e impertinentes; pero quizás exageran. Tiempo tendrán de sentar la cabeza. A ver si sabéis portaros con ellos en forma conveniente.
—¿Y cuándo llegan? —preguntó una de las hijas.
—Eso depende del tiempo que haga —respondió el Rey. Viajan en plan económico. Aprovechan las oportunidades de los barcos. Yo habría querido que fuesen por Suecia, pero el viejo se inclinó del otro lado. No sigue las mudanzas de los tiempos, y esto no se lo perdono.
En esto llegaron saltando dos fuegos fatuos, uno de ellos más rápido que su compañero; por eso llegó antes.
—¡Ya vienen, ya vienen! —gritaron los dos.
—¡Dadme la corona y dejad que me ponga a la luz de la luna! —ordenó el Rey.
Las hijas, levantándose los velos, se inclinaron hasta el suelo. Entró el anciano duende de Dovre con su corona de tarugos de hielo duro y de abeto pulido. Formaban el resto de su vestido una piel de oso y grandes botas, mientras los hijos iban con el cuello descubierto y pantalones sin tirantes, pues eran hombres de pelo en pecho.
—¿Esto es una colina? —preguntó el menor, señalando el cerro de los elfos—. En Noruega lo llamaríamos un agujero.
—¡Muchachos! —les riñó el viejo—. Un agujero va para dentro, y una colina va para arriba. ¿No tenéis ojos en la cabeza?
Lo único que les causaba asombro, dijeron, era que comprendían la lengua de los otros sin dificultad.
—¡Es para creer que os falta algún tornillo! —refunfuñó el viejo. Entraron luego en la mansión de los elfos, donde se había reunido la flor y nata de la sociedad, aunque de manera tan precipitada, que se hubiera dicho que el viento los habla arremolinado; y para todos estaban las cosas primorosamente dispuestas. Las ondinas se sentaban a la mesa sobre grandes patines acuáticos, y afirmaban que se sentían como en su casa. En la mesa todos observaron la máxima corrección, excepto los dos duendecitos nórdicos, los cuales llegaron hasta poner las piernas encima. Pero estaban persuadidos de que a ellos todo les estaba bien.
—¡Fuera los pies del plato! —les gritó el viejo duende, y ellos obedecieron, aunque a regañadientes. A sus damas respectivas les hicieron cosquillas con piñas de abeto que llevaban en el bolsillo; luego se quitaron las botas para estar más cómodos y se las dieron a guardar. Pero el padre, el viejo duende de Dovre, era realmente muy distinto.
Supo contar bellas historias de los altivos acantilados nórdicos y de las cataratas que se precipitan espumeantes con un estruendo comparable al del trueno y al sonido del órgano; y habló del salmón que salta avanzando a contracorriente cuando el Nöck toca su arpa de oro. Les habló de las luminosas noches de invierno, cuando suenan los cascabeles de los trineos, y los mozos corren con antorchas encendidas por el liso hielo, tan transparente, que pueden ver los peces nadando asustados bajo sus pies. Sí, sabía contar con arte tal, que uno creía ver y oír lo que describía. Se oía el ruido de los aserraderos y los cantos de los mozos y las rapazas mientras bailaban las danzas del país. ¡Ohó! De pronto, el viejo duende dio un sonoro beso a la vieja señorita elfa. Fue un beso con todas las de la ley, y eso que no eran parientes.
A continuación las muchachas hubieron de bailar, primero bailes sencillos, luego zapateados, y bien que lo hacían; finalmente, vino el baile artístico. ¡Señores, y qué manera de extender las piernas, que no sabía uno dónde empezaban y dónde terminaban, ni lo que eran piernas y lo que eran brazos! Era aquello como un revoltijo de virutas, y metían tanto ruido, que el Caballo de los Muertos se mareó y hubo de retirarse de la mesa.
—¡Brrr! —exclamó el viejo duende—, ¡vaya agilidad de piernas! Pero, ¿qué saben hacer, además de bailar, alargar las piernas y girar como torbellinos?
—¡Pronto vas a saberlo! —dijo el rey de los elfos, y llamó a la menor de sus hijas. Era ágil y diáfana como la luz de la luna, la más bonita de las hermanas. Metióse en la boca una ramita blanca y al instante desapareció; era su habilidad.
Pero el viejo duende dijo que este arte no lo podía soportar en su esposa, y que no creía que fuese tampoco del gusto de sus hijos.
La otra sabía colocarse de lado como si fuese su propia sombra, pues los duendes no la tienen.
Con la hija tercera la cosa era muy distinta. Había aprendido a destilar en la destilería de la bruja del pantano y sabía mechar nudos de aliso con gusanos de luz.
—¡Será una excelente ama de casa! —dijo el duende anciano, brindando con la mirada, pues consideraba que ya había bebido bastante.
Acercóse la cuarta elfa. Venía con una gran arpa, y no bien pulsó la primera cuerda, todos levantaron la pierna izquierda, pues los duendes son zurdos, y cuando pulsó la segunda cuerda, todos tuvieron que hacer lo que ella quiso.
—¡Es una mujer peligrosa! —dijo el viejo duende; pero los dos hijos salieron del cerro, pues se aburrían.
—¿Qué sabe hacer la hija siguiente? —preguntó el viejo.
—He aprendido a querer a los noruegos, y nunca me casaré si no puedo irme a Noruega.
Pero la más pequeña murmuró al oído del viejo:
—Esto es sólo porque sabe una canción nórdica que dice que, cuando la Tierra se hunda, los acantilados nórdicos seguirán levantados como monumentos funerarios. Por eso quiere ir allá, pues tiene mucho miedo de hundirse.
—¡Vaya, vaya! —exclamó el viejo—. ¿Esas tenemos? Pero, ¿y la séptima y última?
—La sexta viene antes que la séptima —observó el rey de los elfos, pues sabía contar. Pero la sexta se negó a acudir.
—Yo no puedo decir a la gente sino la verdad —dijo—. De mí nadie hace caso, bastante tengo con coser mi mortaja.
Presentóse entonces la séptima y última. Y, ¿qué sabía? Pues sabía contar cuentos, tantos como se le pidieran.
—Ahí tienes mis cinco dedos —dijo el viejo duende—. Cuéntame un cuento acerca de cada uno.
La muchacha lo cogió por la muñeca, mientras él se reía de una forma que más bien parecía cloquear; y cuando ella llegó al dedo anular, en el que llevaba una sortija de oro, como si supiese que era cuestión de noviazgo, dijo el viejo duende:
—Agárralo fuerte, la mano es tuya. ¡Te quiero a ti por mujer!
La elfa observó que faltaban aún los cuentos del dedo anular y del meñique.
Los dejaremos para el invierno —replicó el viejo—. Nos hablarás del abeto y del abedul, de los regalos de los espíritus y de la helada crujiente. Tú te encargarás de explicar, pues allá arriba nadie sabe hacerlo como tú. Y luego nos entraremos en el salón de piedra, donde arde la astilla de pino, y beberemos hidromiel en los cuernos de oro de los antiguos reyes nórdicos. El Nöck me regaló un par, y cuando estemos allí vendrá a visitarnos el diablo de la montaña, el cual te cantará todas las canciones de las zagalas de la sierra. ¡Cómo nos vamos a divertir! El salmón saltará en la cascada, chocando contra las paredes de roca, pero no entrará. ¡Oh, sí, qué bien se está en la vieja y querida Noruega! Pero, ¿dónde se han metido los chicos?