Read Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen Online
Authors: Hans Christian Andersen
Tags: #Cuentos
—Permítame una observación, señor Pegaojos —dijo un viejo retrato que colgaba de una pared del cuarto de Federico—. Yo soy el bisabuelo de Federico. Le agradezco que cuente historias al niño, pero no le embrolle las ideas. Las estrellas no pueden bajarse ni pulimentarse. Son esferas, lo mismo que nuestra Tierra, y esto es precisamente lo que tienen de bueno.
—Gracias, viejo bisabuelo —respondió Pegaojos—, ¡muchas gracias! Si tú eres el cabeza de la familia, yo soy aún más viejo que tú. Soy un viejo pagano; los romanos y los griegos me llamaron Morfeo. He estado en las casas más nobles, y todavía voy a ellas; y sé tratar lo mismo con los humildes que con los grandes. ¡Ahora cuenta tú! —. Y Pegaojos cerró su paraguas y se fue.
—¡Vaya, vaya! ¡Qué no pueda uno decir lo que piensa! —refunfuñó el retrato.
Entonces se despertó Federico.
Domingo
¡Buenas noches! —dijo Pegaojos; y Federico, saludándolo con un gesto de la cabeza, volvió contra la pared el retrato de su bisabuelo para evitar que se metiese de nuevo en la conversación, como la víspera.
—Ahora vas a contarme cuentos: el de los cinco guisantes verdes que vivían en una vaina, y el del ranúnculo que hacía la corte a la francesilla, y el de la aguja saquera, tan pagada de sí, que se creyó ser una aguja de coser.
—¡Moderación, niño, que no hay que abusar ni de lo bueno! —respondió el duende—. Ya sabes cuánto me gusta enseñarte cosas nuevas. Hoy te presentaré a mi hermano. Se llama Pegaojos, como yo, pero nunca se presenta más que una vez a una persona, y cuando lo hace se la lleva en su caballo y le cuenta historias. Sólo sabe dos: una de ellas, tan hermosa que nadie en el mundo sería capaz de imaginársela; la otra es tan fea y horrible, que no puede describirse —. Y, levantando a Federico hasta la ventana, le dijo:
—Verás ahora a mi hermano: lo llaman también la Muerte. ¿La ves? No es tan horrible como la pintan en los libros de estampas, donde aparece en forma de esqueleto. No. Lleva un vestido recamado de plata, un hermosísimo uniforme de húsar, y a su espalda, sobre el caballo, ondea un manto de terciopelo negro. ¡Fíjate cómo galopa!
Federico vio a la Muerte corriendo veloz y llevándose en su carrera a seres humanos, viejos y jóvenes. A unos los sentaba delante, a otros en la grupa del caballo, pero a todos les preguntaba: —¿Qué tal, tu libro de notas?—. ¡Bien! —respondían todos.—. ¡Quiero verlo! —decía ella, y no tenían más remedio que enseñárselo. Los que tenían «bien» o «sobresaliente», pasaban a la parte delantera del corcel y disfrutaban de bellísimas historias; pero los que tenían «pasadero» o «regular» eran puestos sobre la grupa y debían escuchar cuentos horribles; temblaban y lloraban, esforzándose por saltar del caballo; pero era inútil, pues estaban pegados a él.
—¡Pero si la Muerte es un Pegaojos estupendo! —exclamó Federico—. No me da ni pizca de miedo.
—Claro, no tienes por qué temerle —contestó el duende—; tú, sólo procura llevar buenas notas.
—Esto sí que es instructivo —murmuró el retrato del bisabuelo—. Al menos sirve de algo decir lo que uno piensa —. Y se sintió satisfecho.
Y ésta es la historia de Pegaojos. A lo mejor esta misma noche viene a contarte sus cuentos.
(Den gamle gadelygte)
¿
H
as oído la historia del viejo farol de la calle? No es muy alegre por cierto; sin embargo, vale la pena oírla.
Era un buen farol que había estado alumbrando la calle durante muchos años. Lo dieron de baja, y aquélla era la última noche que, desde lo alto de su poste, debía enviar su luz a la calle. Por eso su estado de ánimo era algo parecido al de una vieja bailarina que da su última representación, sabiendo que al día siguiente habrá de encerrarse, olvidada, en su buhardilla. El farol tenía miedo del día siguiente, pues no ignoraba que sería llevado por primera vez a las casas consistoriales, donde el «ilustre Concejo municipal» dictaminaría si era aún útil o inútil. Decidirían entonces si lo enviarían a iluminar uno de los puentes o una fábrica del campo; tal vez iría a parar a una fundición, como chatarra, y entonces podría convertirse en mil cosas diferentes; pero lo atormentaba la duda de si en su nueva condición conservaría el recuerdo de su existencia como farol. Lo que sí era seguro es que debería separarse del vigilante y su mujer, a quienes consideraba como su familia: se convirtió en farol el día en que el hombre fue nombrado vigilante. Por aquel entonces la mujer era muy peripuesta; sólo al anochecer, cuando pasaba por allí, levantaba los ojos para mirarlo; pero de día no lo hacía jamás. En cambio, en el curso de los últimos años, cuando ya los tres, el vigilante, su mujer y el farol, habían envejecido, ella lo había cuidado, limpiado la lámpara y echado aceite. Era un matrimonio honrado, y a la lámpara no le habían estafado ni una gota. Y he aquí que aquélla era su última noche de calle; al día siguiente lo llevarían al ayuntamiento. Estos pensamientos tenían muy perturbado al farol; imaginaos, pues, cómo ardería. Pero por su cabeza pasaron también otros recuerdos; había visto muchas cosas e iluminado otras muchas, acaso tantas como el «ilustre Concejo municipal»; pero se lo callaba, porque era un farol viejo y honrado y no quería despotricar contra nadie, y menos contra una autoridad. Pensó en muchas cosas, mientras oscilaba su llama; era como si un presentimiento le dijese: «Sí, también se acordarán de ti. Allí estaba aquel apuesto joven —¡ay, cuántos años habían pasado! que llegó con una carta escrita en elegante papel color de rosa, con canto dorado y fina escritura femenina. La leyó dos veces, y, besándola, levantó hasta mí la mirada, que decía:—. ¡Soy el más feliz de los hombres! —Sólo él y yo supimos lo que decía aquella primera carta de la amada. Recuerdo también otro par de ojos; ¡es curioso, los saltos que pueden darse con el pensamiento! En nuestra calle hubo un día un magnífico entierro; la mujer, joven y bonita, yacía en el féretro, en el coche fúnebre tapizado de terciopelo. Lucían tantas flores y coronas, y brillaban tantos blandones, que yo quedé casi eclipsado. Toda la acera estaba llena de personas que acompañaban al cadáver; pero cuando todos los cirios se hubieron alejado y yo miré a mi alrededor, quedaba solamente un hombre junto al poste, llorando, y nunca olvidaré aquellos ojos llenos de tristeza que me miraban». Muchos pensamientos pasaron así por la mente del viejo farol, que alumbraba la calle por vez postrera. El centinela que es relevado conoce por lo menos a su sucesor y puede decirle unas palabras; pero el farol no conocía al suyo, y, sin embargo, le habría proporcionado algunas informaciones acerca de la lluvia y la niebla, de hasta dónde llegaba la luz de la luna en la acera, y de qué lado soplaba el viento.
En el arroyo había tres personajes que se habían presentado al farol, en la creencia de que él tenía atribuciones para designar a su sucesor. Uno de ellos era una cabeza de arenque, que en la oscuridad es fosforescente, por lo cual pensaba que representaría un notable ahorro de aceite si lo colocaban en la cima del poste de alumbrado. El segundo aspirante era un pedazo de madera podrida, el cual luce también, y aun más que un bacalao, según afirmaba él, diciendo, además, que era el último resto de un árbol, que antaño había sido la gloria del bosque. El tercero era una luciérnaga. De dónde procedía, el farol lo ignoraba, pero lo cierto era que se había presentado y que era capaz de dar luz; sin embargo, la cabeza de arenque y la madera podrida aseguraban que sólo podía brillar a determinadas horas, por lo que no merecía ser tomada en consideración.
El viejo farol objetó que ninguno de los tres poseía la intensidad luminosa suficiente para ser elevado a la categoría de lámpara callejera, pero ninguno se lo creyó, y cuando se enteraron de que el farol no estaba facultado para otorgar el puesto, manifestaron que la medida era muy acertada, pues realmente estaba demasiado decrépito para poder elegir con justicia.
Entonces llegó el viento, que venía de la esquina y sopló por el tubo de ventilación del viejo farol.
—¡Qué oigo! —dijo—. ¿Qué mañana te marchas? ¿Ésta es la última noche que nos encontramos? En ese caso voy a hacerte un regalo; voy a airearte la cabeza de tal modo, que no sólo recordarás clara y perfectamente todo lo que has oído y visto, sino que además verás con la mayor lucidez cuanto se lea o se cuente en tu presencia.
—¡Bueno es esto! —dijo el viejo farol—. Muchas gracias. ¡Con tal que no me fundan!
—No lo harán todavía —dijo el viento—, y ahora voy a soplar en tu memoria. Si consigues más regalos de esta clase, disfrutarás de una vejez dichosa.
—¡Con tal que no me fundan! —repitió el farol—. ¿Podrías también en este caso asegurarme la memoria?
—Viejo farol, sé razonable —dijo el viento soplando. En aquel mismo momento salió la luna—. ¿Y usted qué regalo trae? —preguntó el viento.
—Yo no regalo nada —respondió la luna—. Estoy en menguante, y los faroles nunca me han iluminado, sino al contrario, soy yo quien he dado luz a los faroles —. Y así diciendo, la luna se ocultó de nuevo detrás de las nubes, pues no quería que la importunasen.
Cayó entonces una gota de agua, como de una gotera, y fue a dar en el tubo de ventilación; pero dijo que procedía de las grises nubes, y era también un regalo, acaso el mejor de todos.
—Te penetro de tal manera, que tendrás la propiedad de transformarte, en una noche, si lo deseas, en herrumbre, desmoronándote y convirtiéndote en polvo —. Al farol le pareció aquél un regalo muy poco envidiable, y el viento estuvo de acuerdo con él—. ¿No tiene nada mejor? ¿No tiene nada mejor? —sopló con toda su fuerza. En esto cayó una brillante estrella fugaz, que dibujó una larga estela luminosa.
—¿Qué ha sido esto? —exclamó la cabeza de arenque—. ¿No acaba de caer una estrella? Me parece que se metió en el farol. ¡Caramba!, si personajes tan encumbrados solicitan también el cargo, ya podemos nosotros retirarnos a casita —. Y así lo hizo, junto con sus compañeros. Pero el farol brilló de pronto con una intensidad asombrosa—. ¡Éste sí que ha sido un magnífico regalo! —dijo—. Las estrellas rutilantes, que tanto me gustaron siempre y que brillan tan maravillosamente, mucho más de lo que yo haya podido hacerlo nunca a pesar de todos mis deseos y esfuerzos, han reparado en mí, pobre viejo farol, y me han enviado un regalo por una de ellas. Y este regalo consiste en que todo lo que yo pienso y veo tan claramente, también puede ser visto por todos aquellos a quienes quiero. Y éste si que es un verdadero placer, pues la alegría compartida es doble alegría.
—Es un pensamiento muy digno —dijo el viento—, pero, ¿no sabes que también las velas pertenecen a esta clase? Si no encienden dentro de ti una vela, no puedes ayudar a nadie a ver nada. En esto no han pensado las estrellas; creen que todo lo que brilla tiene en sí, por lo menos, una vela. Pero estoy cansado —añadió el viento voy a echarme un rato—. Y se calmó.
Al día siguiente —bueno, el día podemos saltarlo—, a la noche siguiente estaba el farol en la butaca. ¿Y dónde? Pues en casa del vigilante, el cual había rogado al ilustre Concejo Municipal que le permitiese guardarlo, en pago de sus muchos y buenos servicios. Se rieron de él, pero se lo dieron, y ahí tenéis a nuestro farol en la butaca, al lado de la estufa encendida; y parecía como si hubiese crecido, tanto, que ocupaba casi todo el sillón. Los viejos estaban cenando, y dirigían de vez en cuando afectuosas miradas al farol, al que gustosos habrían asignado un puesto en la mesa. Su vivienda estaba en el sótano, a dos buenas varas bajo tierra. Para llegar a su habitación había que atravesar un corredor enlosado, pero dentro la temperatura era agradable, pues habían puesto burlete en la puerta. El cuarto tenía un aspecto limpio y aseado, con cortinas en torno a las camas y en las ventanitas, sobre las cuales se veían dos singulares macetas, que el marinero Christian había traído de las Indias Orientales u Occidentales. Eran dos elefantes de arcilla, a los que faltaba el dorso; en el lugar de éste brotaban, de la tierra que llenaba el cuerpo de los elefantes, un magnífico puerro y un gran geranio florido: la primera maceta era el huerto del matrimonio; la segunda, su jardín. De la pared colgaba un gran cuadro de vistosos colores: «El Congreso de Viena». De este modo tenían reunidos a todos los emperadores y reyes. Un reloj de Bornholm, con sus pesas de plomo, cantaba su eterno tic-tac, adelantándose siempre; pero mejor es un reloj que adelanta que uno que atrasa, pensaban los viejos.
Estaban, pues, comiendo su cena, según ya dijimos, con el farol depositado en el sillón, cerca de la estufa. Al farol parecíale que aquello era el mundo al revés. Pero cuando el vigilante, mirándolo, empezó a hablar de lo que habían pasado juntos, bajo la lluvia y la niebla, en las claras y breves noches de verano y la época de las nieves, en que tanto había deseado él regresar a su sótano, el farol sintió que todo volvía a estar en su sitio, pues veía todo lo que el otro contaba, como si estuviese allí mismo. Realmente el viento lo había iluminado por dentro.
Eran diligentes y despiertos los dos viejos; ni una hora permanecían ociosos. En la tarde del domingo sacaban del armario algún libro, generalmente un relato de viajes, y el viejo leía en voz alta acerca de áfrica, con sus grandes selvas y elefantes salvajes, y la anciana escuchaba atentamente, dirigiendo miradas de reojo a las macetas de arcilla en figura de elefantes —. ¡Me parece casi que los veo! —decía. Entonces, el farol experimentaba vivísimos deseos de tener allí una vela, para que la encendiesen en su interior; así, la mujer vería las cosas con la misma claridad que él: los corpulentos árboles, las entrelazadas ramas, los negros a caballo y grandes manadas de elefantes aplastando con sus anchos pies los cañaverales y los arbustos.
—¿De qué me sirven todas mis aptitudes, si no hay aquí ninguna vela? —suspiraba el farol—. Sólo tienen aceite y luces de sebo, pero eso no es suficiente.
Un día apareció en el sótano todo un paquete de cabos de vela; los mayores fueron encendidos, y los más pequeños los utilizó la vieja para encerar el hilo cuando cosía. Ya tenían luz de vela, pero a ninguno de los ancianos se le ocurría poner un cabo en el farol.
—Y yo aquí quieto, con mis raras aptitudes —decía éste—. Lo poseo todo y no puedo compartirlo con ellos. No saben que podría transformar las blancas paredes en hermosísimos tapices, en ricos bosques, en todo cuanto pudieran apetecer. ¡No lo saben!