Read Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen Online
Authors: Hans Christian Andersen
Tags: #Cuentos
Cristina llevaba ya la muerte en el corazón; su hijo menor, concebido en la prosperidad, nacido en la miseria, yacía ya en la tumba, tras unas semanas de vida. Enferma de muerte y abandonada de todos, yacía ahora Cristina en una mísera buhardilla, sumida en una miseria que de seguro no hubiera encontrado insoportable en sus años infantiles del erial de Seis. Ahora empero, acostumbrada a cosas mejores, la pobreza le era intolerable. Aquella pequeña era su hija mayor —otra Cristinita, que había sufrido con ella hambre y privaciones—, y ella había traído a Ib a su vera.
—Mi pena es morir dejando a esta pobre criatura —suspiró la madre—. ¿Qué será de ella en el mundo? —. Nada más pudo decir.
Ib encendió otra cerilla y un cabo de vela que encontró, y la luz iluminó la pobre habitación.
El hombre, al mirar a la chiquilla, pensó en Cristina, cuando era niña aún; por amor de la madre recogería a la hija, aquella hija a quien no conocía. La moribunda clavó en él la mirada, y sus ojos se abrieron desmesuradamente: ¿lo habría reconocido? Él jamás lo supo, pues ni una palabra salió ya de sus labios.
El escenario era el bosque del Gudenaa, cerca del erial de Seis; la atmósfera era gris, y los brezos estaban marchitos; las tormentas de Poniente barrían las hojas amarillas, arrojándolas al río y al otro lado del erial, donde se levantaba la casa de turba del barquero, habitada ahora por personas desconocidas. Pero bajo el Aas, resguardada del viento por los altos árboles, alzábase la casita, blanqueada y pintada. En el interior ardía la turba en el horno y entraba el sol, que se reflejaba en dos ojos infantiles; el canto primaveral de la alondra resonaba en las palabras que salían de la boquita roja y sonriente: había allí vida y alegría, pues Cristinita estaba presente. Estaba sentada en las rodillas de Ib, que era para ella padre y madre a la vez, aquellos padres que habían desaparecido como se esfuma el sueño para niños y mayores. Ib vivía en la casita linda y bien cuidada, en desahogada posición; la madre de la chiquilla yacía en el cementerio de los pobres de la ciudad de Copenhague.
Ib tenía dinero en su arca, se decía; ¡oro de la negra tierra! Y tenía, además, a Cristinita.
(Pengegrisen)
E
l cuarto de los niños estaba lleno de juguetes. En lo más alto del armario estaba la hucha; era de arcilla y tenía figura de cerdo, con una rendija en la espalda, naturalmente, rendija que habían agrandado con un cuchillo para que pudiesen introducirse escudos de plata; y contenía ya dos de ellos, amén de muchos chelines. El cerdito-hucha estaba tan lleno, que al agitarlo ya no sonaba, lo cual es lo máximo que a una hucha puede pedirse. Allí se estaba, en lo alto del armario, elevado y digno, mirando altanero todo lo que quedaba por debajo de él; bien sabía que con lo que llevaba en la barriga habría podido comprar todo el resto, y a eso se le llama estar seguro de sí mismo.
Lo mismo pensaban los restantes objetos, aunque se lo callaban; pues no faltaban temas de conversación. El cajón de la cómoda, medio abierto, permitía ver una gran muñeca, más bien vieja y con el cuello remachado. Mirando al exterior, dijo:
—Ahora jugaremos a personas, que siempre es divertido. —¡El alboroto que se armó! Hasta los cuadros se volvieron de cara a la pared— pues bien sabían que tenían un reverso —, pero no es que tuvieran nada que objetar.
Era medianoche, la luz de la luna entraba por la ventana, iluminando gratis la habitación. Era el momento de empezar el juego; todos fueron invitados, incluso el cochecito de los niños, a pesar de que contaba entre los juguetes más bastos.
—Cada uno tiene su mérito propio —dijo el cochecito—. No todos podemos ser nobles. Alguien tiene que hacer el trabajo, como suele decirse.
El cerdo-hucha fue el único que recibió una invitación escrita; estaba demasiado alto para suponer que oiría la invitación oral. No contestó si pensaba o no acudir, y de hecho no acudió. Si tenía que tomar parte en la fiesta, lo haría desde su propio lugar. Que los demás obraran en consecuencia; y así lo hicieron.
El pequeño teatro de títeres fue colocado de forma que el cerdo lo viera de frente; empezarían con una representación teatral, luego habría un té y debate general; pero comenzaron con el debate; el caballo-columpio habló de ejercicios y de pura sangre, el cochecito lo hizo de trenes y vapores, cosas todas que estaban dentro de sus respectivas especialidades, y de las que podían disertar con conocimiento de causa. El reloj de pared habló de los tiquismiquis de la política. Sabía la hora que había dado la campana, aun cuando alguien afirmaba que nunca andaba bien. El bastón de bambú se hallaba también presente, orgulloso de su virola de latón y de su pomo de plata, pues iba acorazado por los dos extremos. Sobre el sofá yacían dos almohadones bordados, muy monos y con muchos pajarillos en la cabeza. La comedia podía empezar, pues.
Sentáronse todos los espectadores, y se les dijo que podían chasquear, crujir y repiquetear, según les viniera en gana, para mostrar su regocijo. Pero el látigo dijo que él no chasqueaba por los viejos, sino únicamente por los jóvenes y sin compromiso.
—Pues yo lo hago por todos —replicó el petardo.
—Bueno, en un sitio u otro hay que estar —opinó la escupidera.
Tales eran, pues, los pensamientos de cada cual, mientras presenciaba la función. No es que ésta valiera gran cosa, pero los actores actuaban bien, todos volvían el lado pintado hacia los espectadores, pues estaban construidos para mirarlos sólo por aquel lado, y no por el opuesto. Trabajaron estupendamente, siempre en primer plano de la escena; tal vez el hilo resultaba demasiado largo, pero así se veían mejor. La muñeca remachada se emocionó tanto, que se le soltó el remache, y en cuanto al cerdo-hucha, se impresionó también a su manera, por lo que pensó hacer algo en favor de uno de los artistas; decidió acordarse de él en su testamento y disponer que, cuando llegase su hora, fuese enterrado con él en el panteón de la familia.
Se divertían tanto con la comedia, que se renunció al té, contentándose con el debate. Esto es lo que ellos llamaban jugar a «hombres y mujeres», y no había en ello ninguna malicia, pues era sólo un juego. Cada cual pensaba en sí mismo y en lo que debía pensar el cerdo; éste fue el que estuvo cavilando por más tiempo, pues reflexionaba sobre su testamento y su entierro, que, por muy lejano que estuviesen, siempre llegarían demasiado pronto. Y, de repente, ¡cataplum!, se cayó del armario y se hizo mil pedazos en el suelo, mientras los chelines saltaban y bailaban, las piezas menores gruñían, las grandes rodaban por el piso, y un escudo de plata se empeñaba en salir a correr mundo. Y salió, lo mismo que los demás, en tanto que los cascos de la hucha iban a parar a la basura; pero ya al día siguiente había en el armario una nueva hucha, también en figura de cerdo. No tenía aún ni un chelín en la barriga, por lo que no podía matraquear, en lo cual se parecía a su antecesora; todo es comenzar, y con este comienzo pondremos punto final al cuento.
(Ved det yderste hav)
V
arios grandes barcos habían sido enviados a las regiones del Polo Norte para descubrir los límites más septentrionales entre la tierra y el mar, e investigar hasta dónde podían avanzar los hombres en aquellos parajes. Llevaban ya mucho tiempo abriéndose paso por entre la niebla y los hielos, y sus tripulaciones habían tenido que sufrir muchas penalidades. Ahora había llegado el invierno y desaparecido el sol; durante muchas, muchas semanas, reinó la noche continua; en derredor todo era un único bloque de hielo, en el que los barcos habían quedado aprisionados; la nieve alcanzaba gran altura, y con ella habían construido casas en forma de colmena, algunas grandes como túmulos, y otras, más pequeñas, capaces de albergar solamente de dos a cuatro hombres. Sin embargo, la oscuridad no era completa, pues las auroras boreales enviaban sus resplandores rojos y azules; era como un eterno castillo de fuegos artificiales, y la nieve despedía un tenue brillo; la noche era allí como un largo crepúsculo llameante. En los períodos de mayor claridad se presentaban grupos de indígenas de singularísimo aspecto, con sus hirsutos abrigos de pieles; iban montados en trineos construidos de trozos de hielo, y traían pieles en grandes fardos, gracias a las cuales las casas de nieve pudieron ser provistas de calientes alfombras. Las pieles servían, además, de mantas y almohadas, y con ellas los marineros se arreglaban camas bajo sus cúpulas de nieve, mientras en el exterior arreciaba el frío con una intensidad desconocida incluso en los más rigurosos inviernos nórdicos. En nuestra patria era todavía otoño, y de ello se acordaban aquellos hombres perdidos en tan altas latitudes; pensaban en el sol de su tierra y en el follaje amarillo que colgaba aún de sus árboles. El reloj les dijo que era noche y hora de acostarse, y en una de las chozas de nieve dos hombres se tendieron a descansar. El más joven tenía consigo el mejor y más preciado tesoro de la patria, regalo de su abuela en el momento de su partida: la Biblia. Cada noche se la ponía debajo de la cabeza; ya desde niño sabía lo que en ella estaba escrito. Leía un trozo cada día, y estando en el lecho le venían con gran frecuencia a la memoria aquellas santas palabras de consuelo: «Si tomase yo las alas de la aurora y estuviese en el mar más remoto, tu mano me guiaría hasta allí, y Tu diestra me sostendría». Y a estas palabras de verdad se cerraban sus ojos y llegaba el sueño, la revelación del espíritu en Dios; el alma estaba viva mientras el cuerpo reposaba; él lo sentía, parecíale como si resonasen viejas y queridas melodías, como si le envolvieran tibias brisas estivales; y desde su lecho veía cómo un gran resplandor se filtraba a través de la nívea cúpula. Levantaba la cabeza, y aquel blanco refulgente no era pared ni techo, sino las grandes alas de un ángel, a cuyo rostro dulce y radiante alzaba los ojos.
Como del cáliz de un lirio salía el ángel de las páginas de la Biblia, extendía los brazos, y las paredes de la choza se esfumaban a modo de un sutil y vaporoso manto de niebla: los verdes prados y colinas de la patria, y sus bosques oscuros y rojizos se extendían en derredor, al sol apacible de un bello día de otoño; el nido de la cigüeña estaba vacío, pero colgaban todavía frutos de los manzanos silvestres, aunque habían caído ya las hojas; brillaban los rojos escaramujos, y el estornino silbaba en su pequeña jaula verde, colocada sobre la ventana de la casa de campo, donde tenía él su hogar; el pájaro silbaba como le habían enseñado, y la abuela le ponía mijo en la jaula, según viera hacer siempre al nieto; y la hija del herrero, tan joven y tan linda, sacaba agua del pozo y dirigía un saludo a la abuela, quien le correspondía con un gesto de la cabeza, mostrándole al mismo tiempo una carta llegada de muy lejos. Se había recibido aquella misma mañana; venía de las heladas tierras del polo Norte, donde se encontraba el nieto —en manos de Dios—. Y las dos mujeres reían y lloraban a la vez, y él, que todo lo veía y oía desde aquellos parajes de hielo y nieve, en el mundo del espíritu bajo las alas del ángel, reía con ellas y con ellas lloraba. En la carta se leían aquellas mismas palabras de la Biblia: «En el mar más remoto, su diestra me sostendrá». Sonó en derredor una sublime música, como salida de un coro celeste, mientras el ángel extendía sus alas, a modo de velo, sobre el mozo dormido… Se desvaneció el sueño; en la choza reinaba la oscuridad, pero la Biblia seguía bajo su cabeza, la fe y la esperanza moraban en su corazón, Dios estaba con él, y también la patria, «en el mar remoto».
(To jomfruer)
¿
H
as visto alguna vez un pisón? Me refiero a esta herramienta que sirve para apisonar el pavimento de las calles. Es de madera todo él, ancho por debajo y reforzado con aros de hierro; de arriba estrecho, con un palo que lo atraviesa, y que son los brazos.
En el cobertizo de las herramientas había dos pisonas, junto con palas, cubos y carretillas; había llegado a sus oídos el rumor de que las «pisonas» no se llamarían en adelante así, sino «apisonadoras», vocablo que, en la jerga de los picapedreros, es el término más nuevo y apropiado para, designar lo que antaño llamaban pisonas.
Ahora bien; entre nosotros, los seres humanos, hay lo que llamamos «mujeres emancipadas», entre las cuales se cuentan directoras de colegios, comadronas, bailarinas —que por su profesión pueden sostenerse sobre una pierna—, modistas y enfermeras; y a esta categoría de «emancipadas» se sumaron también las dos «pisonas» del cobertizo; la Administración de obras públicas las llamaba «pisonas», y en modo alguno se avenían a renunciar a su antiguo nombre y cambiarlo por el de «apisonadoras».
—Pisón es un nombre de persona —decían—, mientras que «apisonadora» lo es de cosa, y no toleraremos que nos traten como una simple cosa; ¡esto es ofendernos!
—Mi prometido está dispuesto a romper el compromiso —añadió la más joven, que tenía por novio a un martinete, una especie de máquina para clavar estacas en el suelo, o sea, que hace en forma tosca lo que la pisona en forma delicada—. Me quiere como pisona, pero no como apisonadora, por lo que en modo alguno puedo permitir que me cambien el nombre.
—¡Ni yo! —dijo la mayor—. Antes dejaré que me corten los brazos.
La carretilla, sin embargo, sustentaba otra opinión; y no se crea de ella que fuera un don nadie; se consideraba como una cuarta parte de coche, pues corría sobre una rueda.
—Debo advertirles que el nombre de pisonas es bastante ordinario, y mucho menos distinguido que el de apisonadora, pues este nuevo apelativo les da cierto parentesco con los sellos, y sólo con que piensen en el sello que llevan las leyes, verán que sin él no son tales. Yo, en su lugar, renunciaría al nombre de pisona.
—¡Jamás! Soy demasiado vieja para eso —dijo la mayor.
—Seguramente usted ignora eso que se llama «necesidad europea» —intervino el honrado y viejo cubo—. Hay que mantenerse dentro de sus límites, supeditarse, adaptarse a las exigencias de la época, y si sale una ley por la cual la pisona debe llamarse apisonadora, pues a llamarse apisonadora tocan. Cada cosa tiene su medida.
—En tal caso preferiría llamarme señorita, si es que de todos modos he de cambiar de nombre —dijo la joven—. Señorita sabe siempre un poco a pisona.
—Pues yo antes me dejaré reducir a astillas —proclamó la vieja. En esto llegó la hora de ir al trabajo; las pisonas fueron cargadas en la carretilla, lo cual suponía una atención; pero las llamaron apisonadoras.