Read Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen Online
Authors: Hans Christian Andersen
Tags: #Cuentos
En la cámara secreta del palacio se guardaba el más precioso tesoro de la tierra: «El libro de la Verdad». Lo leía hoja tras hoja. Era un libro que todo hombre puede leer, aunque sólo a fragmentos. Ante algunos ojos las letras bailan y no dejan descifrar las palabras. En algunas páginas la escritura se vuelve a veces tan pálida y borrosa, que parecen hojas en blanco. Cuanto más sabio se es, tanto mejor se puede leer, y el más sabio es el que más lee. Nuestro sabio podía además concentrar la luz de las estrellas, la del sol, la de las fuerzas ocultas y la del espíritu. Con todo este brillo se le hacía aún más visible la escritura de las hojas. Mas en el capítulo titulado «La vida después de la muerte» no se distinguía ni la menor manchita. Aquello lo acongojaba. ¿No conseguiría encontrar acá en la Tierra una luz que le hiciese visible lo que decía «El libro de la Verdad»?
Como el sabio rey Salomón, comprendía el lenguaje de los animales, oía su canto y su discurso, mas no por ello adelantaba en sus conocimientos. Descubrió en las plantas y los metales fuerzas capaces de alejar las enfermedades y la muerte, pero ninguna capaz de destruirla. En todo lo que había sido creado y él podía alcanzar, buscaba la luz capaz de iluminar la certidumbre de una vida eterna, pero no la encontraba. Tenía abierto ante sus ojos «El libro de la Verdad», mas las páginas estaban en blanco. El Cristianismo le ofrecía en la Biblia la consoladora promesa de una vida eterna, pero él se empeñaba vanamente en leer en su propio libro.
Tenía cinco hijos, instruidos como sólo puede instruirlos el padre más sabio, y una hija hermosa, dulce e inteligente, pero ciega. Esta desgracia apenas la sentía ella, pues su padre y sus hermanos le hacían de ojos, y su sentimiento íntimo le daba la seguridad suficiente.
Nunca los hijos se habían alejado más allá de donde se extendían las ramas de los árboles, y menos aún la hija; todos se sentían felices en la casa de su niñez, en el país de su infancia, en el espléndido y fragante árbol del Sol. Como todos los niños, gustaban de oír cuentos, y su padre les contaba muchas cosas que otros niños no habrían comprendido; pero aquéllos eran tan inteligentes como entre nosotros suelen ser la mayoría de los viejos. Explicábales los cuadros vivientes que veían en las paredes del palacio, las acciones de los hombres y los acontecimientos en todos los países de la Tierra, y con frecuencia los hijos sentían deseos de encontrarse en el lugar de los sucesos y de participar en las grandes hazañas. Mas el padre les decía entonces lo difícil y amarga que es la vida en la Tierra, y que las cosas no discurrían en ella como las veían desde su maravilloso mundo infantil. Hablábales de la Belleza, la Verdad y la Bondad, diciendo que estas tres cosas sostenían unido al mundo y que, bajo la presión que sufrían, se transformaban en una piedra preciosa más límpida que el diamante. Su brillo tenía valor ante Dios, lo iluminaba todo, y esto era en realidad la llamada piedra filosofal. Decíales que, del mismo modo que partiendo de lo creado se deducía la existencia de Dios, así también partiendo de los mismos hombres se llegaba a la certidumbre de que aquella piedra sería encontrada. Más no podía decirles, y esto era cuanto sabía acerca de ella. Para otros niños, aquella explicación hubiera sido incomprensible, pero los suyos sí la entendieron, y andando el tiempo es de creer que también la entenderán los demás.
No se cansaban de preguntar a su padre acerca de la Belleza, la Bondad y la Verdad, y él les explicaba mil cosas, y les dijo también que cuando Dios creó al hombre con limo de la tierra, estampó en él cinco besos de fuego salidos del corazón, férvidos besos divinos, y ellos son lo que llamamos los cinco sentidos: por medio de ellos vemos, sentimos y comprendemos la Belleza, la Bondad y la Verdad; por ellos apreciamos y valoramos las cosas, ellos son para nosotros una protección y un estímulo. En ellos tenemos cinco posibilidades de percepción, interiores y exteriores, raíz y cima, cuerpo y alma.
Los niños pensaron mucho en todo aquello; día y noche ocupaba sus pensamientos. El hermano mayor tuvo un sueño maravilloso y extraño, que luego tuvo también el segundo, y después el tercero y el cuarto. Todos soñaron lo mismo: que se marchaban a correr mundo y encontraban la piedra filosofal. Como una llama refulgente, brillaba en sus frentes cuando, a la claridad del alba, regresaban, montados en sus velocísimos corceles, al palacio paterno, a través de los prados verdes y aterciopelados del jardín de su patria. Y la piedra preciosa irradiaba una luz celestial y un resplandor tan vivo sobre las hojas del libro, que se hacía visible lo que en ellas estaba escrito acerca de la vida de ultratumba. La hermana no soñó en irse al mundo, ni le pasó la idea por la mente; para ella, el mundo era la casa de su padre.
—Me marcho a correr mundo —dijo el mayor—. Tengo que probar sus azares y su modo de vida, y alternar con los hombres. Sólo quiero lo bueno y lo verdadero; con ellos encontraré lo bello. A mi regreso cambiarán muchas cosas.
Sus pensamientos eran audaces y grandiosos, como suelen serlo los nuestros cuando estamos en casa, junto a la estufa, antes de salir al mundo y experimentar los rigores del viento y la intemperie y las punzadas de los abrojos.
En él, como en sus hermanos, los cinco sentidos estaban muy desarrollados, tanto interior como exteriormente, pero cada uno tenía un sentido que superaba en perfección a los restantes. En el mayor era el de la vista, y buen servicio le prestaría. Tenía ojos para todas las épocas, —decía— ojos para todos los pueblos, ojos capaces de ver incluso en el interior de la tierra, donde yacen los tesoros, y en el interior del corazón humano, como si éste estuviera sólo recubierto por una lámina de cristal; es decir, que en una mejilla que se sonroja o palidece, o en un ojo que llora o ríe, veía mucho más de lo que vemos nosotros. El ciervo y el antílope lo acompañaron hasta la frontera occidental, y allí se les juntaron los cisnes salvajes, que volaban hacia el Noroeste. Él los siguió, y pronto se encontró en el vasto mundo, lejos de la tierra de su padre, la cual se extiende «por Oriente hasta el confín del mundo».
¡Cómo abría los ojos! Mucho era lo que había que ver, y contemplar las cosas al natural, tal como son en realidad, es muy distinto de verlas en imagen, por buenas que sean éstas, y las del palacio paterno no podían ser mejores. En el primer momento, el asombro producido por la cantidad de baratijas y fruslerías que querían pasar por bellas, estuvo a punto de hacerle perder los ojos; pero no los perdió, pues los destinaba a cosas más elevadas.
Lo que ante todo perseguía, poniendo en ello toda su alma, era el conocimiento de la Belleza, la Verdad y la Bondad. Pero, ¿cómo alcanzarlo? A menudo tenía que presenciar cómo la Fealdad recibía la corona que correspondía a la Belleza, cómo lo bueno solía pasar inadvertido, mientras la medianía era ensalzada en vez de censurada. La gente veía el nombre y no el mérito, el traje y no el hombre, la fama y no la vocación. Y no podía ser de otro modo.
«Hay que intervenir sin perder un momento», pensó, aprestándose a la acción; pero mientras buscaba la verdad se presentó el diablo, que es el padre de la mentira, mejor dicho, la mentira misma. Muy a gusto habría arrancado los ojos al vidente, pero la acción hubiera sido demasiado directa. El diablo trabaja con más diplomacia. Le dejó, pues, que siguiera buscando lo verdadero y lo bueno y que a veces los encontrara incluso, pero mientras lo estaba mirando le sopló una astilla en cada ojo, uno tras otro, lo cual no es nada indicado para la vista, por excelente que sea. Y la astilla que el diablo le sopló se le convirtió en una viga, y ello en cada ojo, por lo que nuestro vidente se quedó como ciego en medio del vasto mundo y perdió la fe en él. Abandonó su buena opinión del mundo y de sí mismo, y esto, cuando le sucede a uno, ya puede decirse que está listo.
—¡Adiós! —cantaron los cisnes salvajes, emprendiendo el vuelo hacia Oriente—. ¡Adiós! —cantaron a su vez las golondrinas, dirigiéndose hacia Levante, en busca del árbol del Sol. No eran buenas las noticias que traían a casa.
—¡Mal debe haberle ido al vidente! —dijo el hermano segundo—. Tal vez al oyente le vaya mejor —. El segundo hermano tenía particularmente sensible el sentido del oído; sólo os diré que percibía hasta el rumor que hace la hierba al crecer; y me parece que con esto basta.
Despidióse cordialmente de todos y partió a caballo, armado de sus grandes aptitudes y sus excelentes propósitos. Las golondrinas lo siguieron, y él siguió a los cisnes, y pronto estuvo lejos de su patria, en medio del amplio mundo.
Todos los excesos son malos. No tardó en comprobar la verdad de este proverbio. En efecto, su oído era tan sensible que podía percibir el crecimiento de la hierba, pero también el latir del corazón humano en sus alegrías y sus penas. Era como si el mundo entero fuese un taller de relojería, en que todos los relojes marchasen, dejando oír su tic-tac, mientras los de torre lanzaban su cling-clang. Era insoportable. Pero él aguzó el oído tanto como pudo, hasta que, al fin, el estruendo y griterío fueron demasiado intensos para un hombre solo. Vinieron golfos callejeros de sesenta años —¡qué importa la edad!— gritando y alborotando. Al principio el joven se reía de ellos, pero luego se les sumaron chismes y comadrerías que, zumbando por las casas, callejones y calles, acababan saliendo a la carretera. La mentira era la que tenía la voz más recia y se las daba de gran señora; el cascabel del loco sonaba con la pretensión de ser la campana de la iglesia. Aquello fue ya demasiado para el mozo. Se taponó las orejas con los dedos… pero seguía oyendo cantos desafinados y sones horrísonos, habladurías y chismes. Testarudas afirmaciones que no valían un comino salían de las lenguas, que tropezaban y se trababan, de tan deprisa como se movían. Era una confusión infernal de notas y ruidos, de barullo y estrépito, tanto por dentro como por fuera. ¡Qué locura, Dios mío, qué insoportable barahúnda! El mozo apretaba cada vez más los dedos contra los oídos, hasta que se rompió los tímpanos, y entonces no oyó ya nada, y lo bello, bueno y verdadero, que a través de su oído debían comunicarse con su pensamiento, se le hicieron inaccesibles. Y se quedó silencioso y desconfiado, perdida la fe en todo, especialmente en sí mismo, lo cual es una gran desgracia. Jamás encontraría la poderosa piedra filosofal ni volvería a su casa con ella; renunció a todo, incluso a sí mismo, y esto fue lo peor. Las aves que volaban hacia Oriente llevaron la noticia al palacio paterno, en el árbol del Sol. Carta no llegó ninguna, aunque es cierto que no había correo.
—Ahora voy a probarlo yo —dijo el tercero—. Tengo una nariz finísima —. La expresión no es muy correcta, pero así la soltó, y hay que aceptarlo como era, el buen humor en persona y, además, poeta, un poeta de veras. Sabía cantar lo que no sabía decir, y en rapidez de pensamiento dejaba a los otros muy atrás—. ¡Huelo el poste! —afirmaba; y, en efecto, su sentido del olfato estaba maravillosamente desarrollado y le servía de guía en el reino de la Belleza—. Hay quien goza con el olor de manzanas y quien se deleita con el de un establo —decía—. Cada tipo de olor tiene su público en el reino de la Belleza. A unos les gusta respirar el aire de la taberna, viciado por el humeante pábilo de la vela de sebo, y en el que los apestosos vapores del aguardiente se mezclan con el humo del mal tabaco; otros prefieren un aire perfumado de jazmín, y se frotan con la más intensa esencia de clavel que pueden encontrar. Los hay, en cambio, que buscan el cortante viento marino, la fresca brisa o el aire de las elevadas cumbres, desde donde contemplan a sus pies el afanoso ajetreo cotidiano —. Decía todo esto como si hubiese estado ya en el mundo, vivido y tratado con los hombres. Pero, en realidad, todo era teoría. Quien así hablaba era el poeta, haciendo uso del don que Dios le otorgara en la cuna.
Dijo, pues, adiós al hogar paterno del árbol del Sol y partió. Al salir de los dominios patrios montó en un avestruz, que es un ave más veloz que el caballo. Poco más tarde divisó a los cisnes salvajes y se subió a la espalda del más robusto. Gustaba de las variaciones, y por eso voló por encima de los mares hacia tierras remotas, donde había grandes bosques, profundos lagos, empinadas montañas y orgullosas ciudades. Dondequiera que llegaba parecíale como si un resplandor solar cubriese el país. Las flores y matas olían más intensamente, pues sentían que se acercaba un amigo, un protector que sabía apreciarlas y comprenderlas. El mutilado rosal irguió sus ramas, desplegó sus hojas y dio nacimiento a la rosa más bella que nadie haya imaginado; todo el mundo pudo verla, y hasta el viscoso caracol negro apreció su belleza.
—Quiero estampar mi sello en la flor —dijo el caracol—. He depositado mi baba sobre ella; no puedo hacer más.
—¡Así se trata a la Belleza en el mundo! —dijo el poeta; y cantó una canción sobre este tema. La cantó a su manera, pero nadie le hizo caso. En vista de ello dio dos chelines y una pluma de pavo al pregonero; el hombre transcribió la canción para tambor y salió a tocarla por todas las calles y callejones de la ciudad. Entonces la oyeron las gentes y exclamaron que la comprendían y que era muy profunda. Y el poeta pudo componer más canciones y cantó la Belleza, la Verdad y la Bondad; y las canciones eran repetidas en la taberna, entre el humo de la lámpara de sebo, y en el prado plantado de trébol, en el bosque y a orillas del amplio mar. Todo hacía pensar que el mozo sería más afortunado que sus dos hermanos mayores. Pero el diablo no lo pudo sufrir y acudió con el incienso real, el incienso eclesiástico y todas las clases de inciensos honoríficos que pudo encontrar, y, hábil como es el diablo en la destilación, elaboró con todos ellos un incienso de olor intensísimo capaz de ahogar todos los demás olores y de marear a un ángel, y no digamos a un pobre poeta. El diablo sabe muy bien cómo hay que tratar a las personas. Al poeta se lo ganó con incienso, y le llenó la cabeza de humos hasta hacer que se olvidara de su misión, de su casa paterna y aun de sí mismo; todo él se disolvió en humo e incienso.
Todas las aves se dolieron de lo sucedido, y estuvieron tres días sin cantar. El negro caracol de bosque se volvió aún más negro, aunque no de tristeza, sino de envidia.
—Soy yo —dijo— quien debía haber sido incensado, pues yo fui quien le inspiró su canción más famosa, transcrita para el tambor, sobre la marcha del mundo. Yo escupí sobre la rosa, lo puedo demostrar con testigos.
Pero allá, en tierras de India, nada se supo de lo ocurrido. Todas las avecillas se dolieron y permanecieron calladas por espacio de tres días, y cuando hubo pasado el tiempo del luto, había sido éste tan profundo y sentido, que se olvidaron del hecho que lo había motivado. ¡Así van las cosas!