Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen (7 page)

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Authors: Hans Christian Andersen

Tags: #Cuentos

BOOK: Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen
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«Papaíto» siguió columpiándose elegantemente sin responder una palabra; en cambio, rompió a cantar un lindo canario traído el año anterior de su cálida y fragante patria.

—¡Escandaloso! —gritó la señora, echando sobre la jaula un pañuelo blanco.

—¡Pipip! —suspiró el pájaro—. ¡Vaya horrible nevada! —y se calló.

El escribiente, o, como decía la señorita, el pájaro campestre, fue a parar a una jaula, junto a la del canario y no lejos del loro. La única frase que sabía éste decir, y que a menudo repetía con mucha gracia, era: «¡Bueno, vamos a ser personas!».

Todo lo demás que gritaba era tan ininteligible como el trinar del canario, excepto para el escribiente, transformado ahora en pájaro. El comprendía muy bien a su compañero.

—Volaba en la verde palmera y el almendro florido —cantó el canario—. Volaba con mis hermanos por encima de flores bellísimas, por encima del lago, terso como un espejo, en cuyo fondo se mecían los reflejos de las plantas. Veía también muchos papagayos de vivos colores, que contaban graciosas historias.

—Eran salvajes —replicó el loro—, salvajes sin cultura.—. Bueno, ¡vamos a ser personas! ¿Por qué no te ríes? Si la señora y los forasteros se ríen, también puedes hacerlo tú. Es un gran defecto el no ser capaz de disfrutar de lo que es verdaderamente recreativo. ¡Bueno, vamos a ser personas!

—¡Oh!, ¿te acuerdas de las lindas doncellas que bailaban bajo las tiendas levantadas, junto a los árboles en flor? ¿Te acuerdas de los dulces frutos y del jugo refrescante de las hierbas silvestres?

—Sí, me acuerdo —dijo el papagayo—; pero aquí lo paso mucho mejor; me dan bien de comer y me tratan con todos los cuidados; sé que soy una buena cabeza y no pido más. ¡Seamos personas! Tú eres un alma de poeta, como dicen, pero yo poseo conocimientos fundamentales y gracia. Tú tienes eso que llaman genio, pero careces de discreción; te pierdes en esas elevadas notas naturales, y por eso te tapan. A mí no me lo hacen, pues les he costado más caro. Me impongo con el pico y, además, sé decir: ¡vitz, vitz, vitz! Bueno, ¡vamos a ser personas!

—¡Ah, patria mía cálida y florida! —repitió el canario—. Quiero cantar tus árboles verde oscuro, y tus bahías tranquilas, donde las ramas besan la límpida superficie del agua; quiero cantar el gozo de mis relucientes hermanos, allí donde crecen las plantas fuentes del desierto!

—¡Cállate ya, con tus canciones tristes! —exclamó el papagayo—. Di algo que nos haga reír. La risa es el signo del sumo nivel intelectual. Dime tú si un perro o un caballo pueden reírse: no, llorar sí pueden, pero ¡reír!… Esta cualidad sólo se ha dado al hombre. ¡Ho, ho, ho! —riose el loro, y añadió su chiste:—. ¡Vamos a ser personas!

—Tú, pobre y gris pajarillo danés —exclamó el canario­ también has caído prisionero. Seguramente en tus bosques hace más frío, pero por lo menos hay libertad. ¡Echa a volar! Se olvidaron de cerrar tu jaula, y la ventana superior está abierta. ¡Escapa, escapa!

El funcionario obedeció maquinalmente y salió volando de la jaula; en el mismo momento se oyó rechinar la entornada puerta de la habitación contigua y, con centelleantes ojos verdes, el gato de la casa se deslizó en la sala, lanzándose a la caza del pajarillo. El canario aleteó en la jaula, el papagayo gritó su «Vamos a ser personas», y el escribiente, presa de mortal pánico, levantó el vuelo, saliendo por la ventana y alejándose por encima de las casas y calles. Finalmente, hubo de detenerse a descansar. La casa de enfrente tenía algo de familiar, y como estaba abierta una de las ventanas, entró por ella: era su propio cuarto. Se posó sobre la mesa.

«¡Vamos a ser personas!» —exclamó, sin reparar en lo que decía; simplemente remedaba al papagayo y en el mismo instante volvió a ser el escribiente, sólo que se encontró sentado sobre la mesa.

—¡Dios me ampare! —dijo—. ¿Cómo vine a parar aquí y me quedé dormido? ¡Qué sueño más agitado! ¡Y qué estupidez todo él!

6. Lo mejor que trajeron los chanclos

Al día siguiente, a primera hora, y cuando el escribiente estaba aún acostado, llamaron a la puerta. Era su vecino de la puerta de enfrente, un joven seminarista.

—Préstame tus chanclos —dijo—, el jardín está muy mojado, pero hace un sol espléndido. Me apetece bajar a fumar una pipa.

Calzóse los chanclos, y poco después se encontraba en el jardín, donde crecían un ciruelo y un peral. En el centro de Copenhague, un jardincito como aquél es tenido por un lujo envidiable.

El seminarista se puso a pasear de un lado a otro; eran sólo las seis; en la calle resonó la corneta del postillón.

—¡Ay, viajar, viajar! —exclamó el hombre—. Es la máxima felicidad del mundo, el colmo de mis deseos. Si pudiera hacerlo, se calmaría esta inquietud que me atormenta. Pero habría de ir muy lejos; quisiera ver Suiza, recorrer Italia…

Por fortuna, los chanclos obraron en seguida, pues de otro modo habría ido a parar demasiado lejos, tanto para el como para nosotros. Estaba en pleno viaje: se encontró nada menos que en Suiza, apretujado con otros ocho pasajeros en el interior de una diligencia.

Le dolía la cabeza, sentía un gran cansancio en la nuca, y la sangre se le había acumulado en los pies, que estaban hinchados y oprimidos por el calzado. Se hallaba en un estado de duermevela, entre dormido y despierto. En el bolsillo derecho llevaba una carta de crédito; en el izquierdo, el pasaporte, y en un pequeño bolso de cuero, sobre el pecho, algunas monedas de oro bien cosidas. En sus sueños veía que uno u otro de aquellos tesoros se había perdido; por eso despertó sobresaltado, y el primer movimiento de su mano fue dibujar un triángulo, de derecha a izquierda y al pecho, para cerciorarse de que sus cosas seguían en su sitio. Paraguas, bastones y sombreros se tambaleaban en la red de encima de su cabeza, privándose de gozar de un panorama maravilloso. Él lo miraba por el rabillo del ojo, mientras su corazón cantaba lo que ya cantara en Suiza por lo menos un poeta a quien conocemos, bien que hasta la fecha no ha dado el poema a la imprenta:

Es éste un mundo en verdad maravilloso.
Veo alzarse el Montblanc altivo y majestuoso.
¡Ah!, si dinero para viajar tuviera,
la vida fuera entonces llevadera.

La Naturaleza que lo rodeaba era grandiosa, grave y oscura. Los bosques de abetos parecían brezos en las altas rocas, cuyas cumbres se ocultaban en la niebla. Comenzaba a nevar, y soplaba un viento helado.

«¡Uf! —suspiró—, ojalá estuviésemos del otro lado de los Alpes. Sería tiempo de verano y habría cobrado la letra. El miedo que esto me da, me quita todo el gusto de estar en Suiza. ¡Ay, si estuviese ya del otro lado!».

Ahí lo tenéis en la otra vertiente de los Alpes, en plena Italia, entre Florencia y Roma. El Lago Trasimeno brillaba, a la luz vespertina, como oro flameante entre las montañas de un azul oscuro. En el lugar donde Aníbal derrotara a Flaminio, los sarmientos de la vid se daban ahora las manos, cogiéndose apaciblemente por los verdes dedos; simpáticos rapaces medio desnudos guardaban una manada de cerdos, negros como el carbón, bajo un grupo de olorosos laureles, al borde del camino. Si fuésemos capaces de reproducir fielmente aquel cuadro, los lectores gritarían: «¡Magnífica Italia!». Sin embargo, no fue ésta la exclamación que salió de los labios del seminarista ni de ninguno de los viajeros.

Moscas y mosquitos apestosos invadían por millares el interior del coche; era inútil esquivarlos con ramas de mirto; a pesar de todo, seguían picando. No había nadie en el carruaje cuyo rostro no estuviese hinchado por las sangrientas picaduras. Los pobres caballos eran devorados vivos; las moscas los atacaban a montones, y sólo de tarde en tarde bajaba el cochero a espantarlas. Se puso el sol, y un frío, pasajero pero intenso, recorrió la Naturaleza toda; verdaderamente no resultaba agradable; pero en derredor, montañas y nubes adquirían una maravillosa tonalidad gris, clara y brillante —¿cómo decirlo? Ve tú mismo y míralo con tus propios ojos; mejor es esto que leer descripciones de viaje. Era incomparable, y así lo encontraron también los viajeros; pero iban con el estómago vacío, y el cuerpo cansado; todo el anhelo del corazón se centraba en un buen descanso nocturno: ¿lo encontrarían? Todos pensaban más en resolver este problema que en las bellezas naturales.

Atravesaban un bosque de olivos; era algo así como cuando en la patria pasaban entre nudosos sauces; y allí encontraron una solitaria posada, en cuya puerta se había estacionado una docena de mendigos lisiados; el más robusto de ellos parecía —para servirnos de una expresión de Marryat— «el hijo primogénito del Hambre, llegado a la mayor edad»; los restantes eran ciegos, o privados de piernas, por lo que se arrastraban sobre las manos, o mancos, sin brazos o sin dedos. Era la miseria harapienta.


Eccellenza, ¡miserabili!
—clamaban, exhibiendo los miembros mutilados. Salió a recibir a los pasajeros la posadera en persona, descalza, desgreñada y con una blusa asquerosa. Las puertas estaban sujetas con bramantes; el suelo de las habitaciones era de una mezcla abigarrada de ladrillos; murciélagos volaban por debajo del techo, y en cuanto al olor…

—Creo que sería mejor instalarnos en el establo —dijo uno de los viajeros—, al menos allí sabe uno lo que respira.

Abrieron las ventanas para que penetrase un poco de aire fresco; pero antes que éste llegaron los brazos estropeados y la eterna lamentación: «¡
Miserabili, Eccellenza
!». En las paredes podían leerse numerosas inscripciones, la mitad de ellas contra la «bella Italia».

Sirvieron la comida: una sopa de agua, sazonada con pimienta y aceite rancio; luego un plato de ensalada aliñada con el mismo aceite. Los platos fuertes fueron huevos podridos y crestas de pollo asadas. Incluso el vino tenía un sabor extraño; sabía a medicina.

Por la noche colocaron las maletas contra la puerta, y uno de los viajeros se encargó de la vigilancia mientras los demás dormían. Al seminarista lo tocó actuar de centinela. ¡Qué bochorno! El calor era opresivo, los mosquitos zumbaban y picaban, y los «miserabili» del exterior seguían quejándose en sueños.

«Sí, eso de viajar está muy bien —díjose el seminarista—, sólo que sobra el cuerpo. Éste debiera poder descansar, mientras el espíritu vuela. Dondequiera que llego, noto que me falta algo, y siento como una opresión en el corazón; quiero algo que sea mejor que lo que tengo en aquel momento; pero, ¿qué es y dónde está? En el fondo sé bien lo que quiero: llegar a un fin feliz, el más feliz de todos».

No bien había pronunciado este deseo, se encontró en su patria, en su hogar; las largas cortinas blancas colgaban ante las ventanas, y en el suelo, en el centro de la habitación, había el negro ataúd, en el cual dormía él el sueño de la muerte. Su deseo quedaba cumplido: el cuerpo reposaba, y el alma viajaba. «No creas que nadie sea feliz antes de estar en la tumba» —tales fueron las palabras de Solón; y aquí se confirmaba su verdad.

Todo cadáver es una esfinge de la inmortalidad. La esfinge tendida en aquel féretro tampoco nos respondió a lo que el vivo había escrito dos días antes:

Tu silencio, ¡oh, muerte!, es horror y desconsuelo,
tus duras huellas son losas sepulcrales.
¿No puede el pensamiento elevarse al cielo?
¿Somos acaso sólo carne y huesos mortales?
Al mundo un gran dolor suele quedar oculto.
Para ti, solo siempre, fue una gracia la muerte.
Más pesó el mundo sobre tu corazón,
que la tierra que echaron sobre tu cuerpo inerte.

Dos personajes iban de un lado para otro de la habitación, dos personajes a quienes ya conocemos: el hada de la Preocupación y la mensajera de la Suerte. Las dos se inclinaron sobre el cadáver.

—¿Ves —dijo la primera­ qué felicidad han proporcionado tus chanclos a los humanos?

—Al menos al que aquí duerme le dieron un bien eterno —respondió la otra.

—¡Oh, no! —replicó la Preocupación—. Se marchó por propia voluntad, sin ser llamado; su fuerza espiritual no fue bastante para explotar los tesoros que su destino le asignó en esta Tierra. Voy a hacerle un favor.

Y le quitó los chanclos de los pies, con lo cual terminó el sueño de muerte, y el resucitado se incorporó. La Preocupación desapareció, llevándose los chanclos; seguramente los consideraría como de su propiedad.

Abuelita

(Bedstemoder)

A
buelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.

Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe —¡pero ya no es la sonrisa de abuelita!— sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cánticos, y… abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.

Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia.

—Se ha terminado —dijo— y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueñecito.

Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; habríase dicho que lo bañaba el sol… y entonces dijeron que estaba muerta.

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