Read Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen Online
Authors: Hans Christian Andersen
Tags: #Cuentos
—¡Esto usted no lo sabe! —dijo la princesa.
—Lo aprendí ya siendo niño —respondió la sombra—. Estoy seguro de que incluso mi sombra, que está en la puerta, sería capaz de contestarle.
—¡Su sombra! —exclamó la princesa—. ¡Esto sería aún más peregrino!
—No le aseguro que pueda hacerlo —contestó la sombra pero tengo mis motivos para creerlo—. ¡Lleva tantos años siguiéndome y me ha oído tantas veces! Pero permítame que advierta a Vuestra Alteza que su mayor orgullo es el ser tenida por un ser humano. Cuando está de buenas —y es necesario que esté de buen humor para responder— ha de ser tratada como una persona.
—Eso me gusta —dijo la princesa. Y, dirigiéndose al sabio, que permanecía en la puerta, le habló del Sol y de la Luna y de lo que hay en el exterior y el interior del hombre; y a todo le respondió.
«¡Qué hombre tan excepcional debe de ser, para tener una sombra tan erudita! —pensó—. Sería una bendición para mi pueblo que lo erigiese por marido. ¡Lo haré!».
Pronto llegaron a un acuerdo la princesa y la sombra. Pero nadie debería saberlo antes del regreso de ella a su patria.
—¡Nadie, ni siquiera mi sombra! —insistió ésta, que tenía sus reservas mentales.
Y llegaron al país en que reinaba la princesa.
—Escucha, mi buen amigo —dijo la sombra al sabio—, he llegado al máximo grado de felicidad y poder que puede alcanzar un hombre; voy a hacer por ti algo extraordinario. Vivirás siempre conmigo en palacio, montarás en mi real carroza y dispondrás de cien mil escudos anuales; pero es necesario que dejes que todos te llamen sombra; no debes decir que fuistes un hombre; y una vez al año, cuando yo me siente en el balcón a la vista de la multitud, te echarás a mis pies, como es propio de una sombra. Has de saber que me caso con la hija del Rey; la boda se celebrará esta noche.
—¡Alto! Esto es ya demasiado —replicó el sabio—. ¡No quiero y no lo haré! Sería tanto como engañar a todo el país, y a la princesa por añadidura. Lo revelaré todo: que yo soy un ser humano, y tú una sombra, sólo que vestida.
—Nadie te creerá —dijo la sombra—. Sé razonable o llamo a la guardia.
—Me voy inmediatamente a ver a la princesa —respondió el sabio.
—Yo iré primero —dijo la sombra—, y tú irás a la cárcel —. Y así fue, pues los centinelas obedecieron a aquél que, según sabían, se casaría con la hija del Rey.
—Estás temblando —exclamó la princesa al presentarse la sombra en su habitación—. ¿Te ha ocurrido algo? No vayas a caer enfermo, hoy que ha de celebrarse nuestra boda.
—¡Me ha sucedido lo más horrible que quepa imaginar! —dijo la sombra. Figúrate (aunque claro está que al cerebro de una sombra no se le puede pedir gran cosa) que mi sombra se ha vuelto loca. Ha dado en creer que es un hombre y que, ¡fíjate!, la sombra soy yo.
—¡Esto es horrible! —dijo la princesa—. ¿La han encerrado?
—¡Sí! Y me temo que no sanará nunca.
—¡Pobre sombra! —dijo la princesa—, es bien desgraciada. Sería una buena acción liberarla de la poca vida que tiene. Y, pensándolo bien, creo que será necesario acabar con ella sin armar ruido.
—¡Es dura cosa! —observó la sombra—, pues siempre fue una fiel servidora —. Y simuló que suspiraba.
—¡Qué alma más noble! —dijo la princesa.
Aquella noche iluminóse toda la ciudad y fueron disparadas salvas de artillería: ¡bum!; y las tropas presentaron armas. ¡Vaya boda! La princesa y la sombra salieron al balcón para que el pueblo los viese y los aclamase.
El sabio no supo nada de todas aquellas magnificencias: le habían quitado la vida.
(Nabofamilierne)
C
ualquiera habría dicho que algo importante ocurría en la balsa del pueblo, y, sin embargo, no pasaba nada. Todos los patos, tanto los que se mecían en el agua como los que se habían puesto de cabeza —pues saben hacerlo—, de pronto se pusieron a nadar precipitadamente hacia la orilla; en el suelo cenagoso quedaron bien visibles las huellas de sus pies y sus gritos podían oírse a gran distancia. El agua se agitó violentamente, y eso que unos momentos antes estaba tersa como un espejo, en el que se reflejaban uno por uno los árboles y arbustos de las cercanías y la vieja casa de campo con los agujeros de la fachada y el nido de golondrinas, pero muy especialmente el gran rosal cuajado de rosas, que bajaba desde el muro hasta muy adentro del agua. El conjunto parecía un cuadro puesto del revés. Pero en cuanto el agua se agitaba, todo se revolvía, y la pintura se esfumaba. Dos plumas que habían caído de los patos al desplegar las alas, se balanceaban sobre las olas, como si soplase el viento; y, sin embargo, no lo había. Por fin quedaron inmóviles: el agua recuperó su primitiva tersura y volvió a reflejar claramente la fachada con el nido de golondrinas y el rosal con cada una de sus flores, que eran hermosísimas, aunque ellas lo ignoraban porque nadie se lo había dicho. El sol se filtraba por entre las delicadas y fragantes hojas; y cada rosa se sentía feliz, de modo parecido a lo que nos sucede a las personas cuando estamos sumidos en nuestros pensamientos.
—¡Qué bella es la vida! —decía cada una de las rosas—. Lo único que desearía es poder besar al sol, por ser tan cálido y tan claro.
—Y también quisiera besar las rosas de debajo del agua: ¡se parecen tanto a nosotras! Y besaría también a las dulces avecillas del nido, que asoman la cabeza piando levemente; no tienen aún plumas como sus padres. Son buenos los vecinos que tenemos, tanto los de arriba como los de abajo. ¡Qué hermosa es la vida!
Aquellos pajarillos de arriba y de abajo —los segundos no eran sino el reflejo de los primeros en el agua— eran gurriatos, hijos de gorriones; habían ocupado el nido abandonado por las golondrinas el año anterior, y se encontraban en él como en su propia casa.
—¿Son patitos los que allí nadan? —preguntaron los gurriatos al ver flotar en el agua las plumas de las palmípedas.
—¡No preguntéis tonterías! —replicó la madre—. ¿No veis que son plumas, prendas de vestir vivas como las que yo llevo y que vosotros llevaréis también, sólo que las nuestras son más finas? Por lo demás, me gustaría tenerlas aquí en el nido, pues son muy calientes. Quisiera saber de qué se espantaron los patos. Habrá sucedido algo en el agua. Yo no he sido, aunque confieso que he piado un poco fuerte. Esas cabezotas de rosas deberían saberlo, pero no saben nada; mirarse en el espejo y despedir perfume, eso es cuanto saben hacer. ¡Qué vecinas tan aburridas!
—¡Escuchad los pajarillos de arriba! —dijeron las rosas—, hacen ensayos de canto. No saben todavía, pero ya vendrá. ¡Qué bonito debe ser saber cantar! Es delicioso tener vecinos tan alegres.
En aquel momento llegaron, galopando, dos caballos; venían a abrevar; un zagal montaba uno de ellos, despojado de todas sus prendas de vestir, excepto el sombrero, grande y de anchas alas. El mozo silbaba como si fuese un pajarillo, y se metió con su cabalgadura en la parte más profunda de la balsa; al pasar junto al rosal cortó una de sus rosas, se la prendió en el sombrero, para ir bien adornado, y siguió adelante. Las otras rosas miraban a su hermana y se preguntaban mutuamente: —. ¿Adónde va? —pero ninguna lo sabía.
—A veces me gustaría salir a correr mundo —dijo una de las flores a sus compañeras—. Aunque también es muy hermoso este rincón verde en que vivimos. Durante el día brilla el sol y nos calienta, y por la noche, el cielo es aún más bello; podemos verlo a través de los agujeritos que tiene.
Se refería a las estrellas; pensaba que eran agujeros del cielo. ¡No llegaba a más la ciencia de las rosas!
—Nosotros traemos vida y animación a estos parajes —dijo la gorriona—. Los nidos de golondrina son de buen agüero, dice la gente; por eso se alegran de tenernos. Pero aquel vecino, el gran rosal que se encarama por la pared, produce humedad. Espero que se marche pronto, y en su lugar crezca trigo. Las rosas sólo sirven de adorno y para perfumar el ambiente; a lo sumo, para sujetarlas al sombrero. Todos los años se marchitan, lo sé por mi madre. La campesina las conserva en sal, y entonces tienen un nombre francés que no sé pronunciar, ni me importa; luego las esparce por la ventana cuando quiere que huela bien. ¡Y ésta es toda su vida! No sirven más que para alegrar los ojos y el olfato. Ya lo sabéis, pues.
Al anochecer, cuando los mosquitos empezaron a danzar en el aire tibio, y las nubes adquirieron sus tonalidades rojas, presentóse el ruiseñor y cantó a las rosas que en este mundo lo bello se parece a la luz del sol y vive eternamente. Pero las rosas creyeron que el ruiseñor cantaba sus propias loanzas, y cualquiera lo habría pensado también. No se les ocurrió que eran ellas el objeto de su canto; sin embargo, experimentaron un gran placer y se preguntaban si tal vez los gurriatos no se volverían a su vez ruiseñores.
—He comprendido muy bien lo que cantó el pájaro —dijeron los gurriatos—. Sólo una palabra quisiera que me explicasen: ¿qué significa «lo bello»?
—No es nada —respondió la madre—, es una simple apariencia. Allá arriba, en la finca de los señores, donde las palomas tienen su casa propia y todos los días se les reparten guisantes y grano —yo he comido también con ellas, y algún día vendréis vosotros: dime con quién andas y te diré quién eres—, pues en aquella finca tienen dos pájaros de cuello verde y un mechoncito de plumas en la cabeza. Pueden extender la cola como si fuese una gran rueda; tienen todos los colores, hasta el punto de que duelen los ojos de mirarlos. Se llaman pavos reales, y son la belleza. Sólo con que los desplumasen un poquitín, casi no se distinguirían de nosotros. ¡Me entraban ganas de emprenderlas a picotazos con ellos, pero eran tan grandotes!
—Pues yo los voy a picotear —exclamó el benjamín de los gurriatos; el mocoso no tenía aún plumas.
En el cortijo vivía un joven matrimonio que se quería tiernamente; los dos eran laboriosos y despiertos, y su casa era un primor de bien cuidada. Los domingos por la mañana salía la mujer, cortaba un ramo de las rosas más bellas y las ponía en un florero, en el centro del armario.
—¡Ahora me doy cuenta de que es domingo! —decía el marido, besando a su esposa; y luego se sentaban y lean un salmo, cogidos de las manos, mientras el sol penetraba por las ventanas, iluminando las frescas rosas y a la enamorada pareja.
—¡Este espectáculo me aburre! —dijo la gorriona, que lo contemplaba desde su nido de enfrente; y echó a volar.
Lo mismo hizo una semana después, pues cada domingo ponían rosas frescas en el florero, y el rosal seguía floreciendo tan hermoso. Los gorrioncitos, que ya tenían plumas, hubieran querido lanzarse a volar con su madre, pero ésta les dijo: —¡Quedaos aquí! —y se estuvieron quietecitos—. Ella se fue, pero, como suele ocurrir con harta frecuencia, de pronto quedó cogida en un lazo hecho de crines de caballo, que unos muchachos habían colocado en una rama. Las crines aprisionaron fuertemente la pata de la gorriona, tanto, que parecía que iban a partirla. ¡Qué dolor y qué miedo! Los chicos cogieron el pájaro, oprimiéndole terriblemente: —¡Sólo es un gorrión! —dijeron—; pero no lo soltaron, sino que se lo llevaron a casa, golpeándolo en el pico cada vez que chillaba.
En la casa había un viejo entendido en el arte de fabricar jabón para la barba y para las manos, jabón en bolas y en pastillas. Era un viejo alegre y trotamundos; al ver el gorrión que traían los niños, del que, según ellos, no sabían qué hacer, preguntóles:
—¿Queréis que lo pongamos guapo?
Un estremecimiento de terror recorrió el cuerpo de la gorriona al oír aquellas palabras. El viejo abrió su caja —que contenía colores bellísimos—, tomó una buena porción de purpurina y, cascando un huevo que le proporcionaron los chiquillos, separó la clara y untó con ella todo el cuerpo del avecilla, espolvoreándolo luego con el oro. Y de este modo quedó la gorriona dorada, aunque no pensaba en su belleza, pues se moría de miedo. Después, el jabonero arrancó un trapo rojo del forro de su vieja chaqueta, lo cortó en forma de cresta y lo pegó en la cabeza del pájaro.
—¡Ahora veréis volar el pájaro de oro! —dijo, soltando al animalito, el cual, presa de mortal terror, emprendió el vuelo por el espacio soleado. ¡Dios mío, y cómo relucía! Todos los gorriones, y también una corneja que no estaba ya en la primera edad, se asustaron al verlo, pero se lanzaron en su persecución, ávidos de saber quién era aquel pájaro desconocido.
—¿De dónde, de dónde? —gritaba la corneja.
—¡Espera un poco, espera un poco! —decían los gorriones. Pero ella no estaba para aguardar; dominada por el miedo y la angustia, se dirigió en línea recta hacia su casa. Poco le faltaba para desplomarse rendida, pero cada vez era mayor el número de sus perseguidores, grandes y chicos; algunos se disponían incluso a atacarla.
—¡Fijaos en ése, fijaos en ése! —gritaban todos.
—¡Fijaos en ése, fijaos en ése! —gritaron también sus crías cuando a madre llegó al nido—. Seguramente es un pavito, tiene todos los colores, y hace daño a los ojos, como dijo madre. ¡Pip! ¡Es la belleza! —. Y arremetieron contra ella a picotazos, impidiéndole posarse en el nido; y estaba la gorriona tan aterrorizada, que no fue capaz de decir ¡pip!, y mucho menos, claro está, ¡soy vuestra madre! Las otras aves la agredieron también, le arrancaron todas las plumas, y la pobre cayó ensangrentada en medio del rosal.
—¡Pobre animal! —dijeron las rosas—. ¡Ven, te ocultaremos! ¡Apoya la cabecita sobre nosotras!
La gorriona extendió por última vez las alas, luego las oprimió contra el cuerpo y expiró en el seno de la familia vecina de las frescas y perfumadas rosas.
—¡Pip! —decían los gurriatos en el nido—, no entiendo dónde puede estar nuestra madre. ¿No será una treta suya, para que nos despabilemos por nuestra cuenta y nos busquemos la comida? Nos ha dejado en herencia la casa, pero, ¿quién de nosotros se quedará con ella, cuando llegue la hora de constituir una familia?
—Pues ya veréis cómo os echo de aquí, el día en que amplíe mi hogar con mujer e hijos —dijo el más pequeño.
—¡Yo tendré mujer e hijos antes que tú! —replicó el segundo.—. ¡Yo soy el mayor! —gritó un tercero. Todos empezaron a increparse, a propinarse aletazos y picotazos, y, ¡paf!, uno tras otro fueron cayendo del nido; pero aún en el suelo seguían peleándose. Con la cabeza de lado, guiñaban el ojo dirigido hacia arriba: era su modo de manifestar su enfado.
Sabían ya volar un poquitín; luego se ejercitaron un poco más y por último, convinieron en que, para reconocerse si alguna vez se encontraban por esos mundos de Dios, dirían tres veces ¡pip! y rascarían otras tantas con el pie izquierdo.