Read Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen Online
Authors: Hans Christian Andersen
Tags: #Cuentos
—¿Y si cambiáramos? —preguntó.
—¿Cambiar? —dijo el otro—. Por mí no hay inconveniente y aceptó la proposición. El portazguero se quedó con la oca, y el campesino, con la gallina.
La verdad es que había aprovechado bien el tiempo en el viaje a la ciudad. Por otra parte, arreciaba el calor, y el hombre estaba cansado; un trago de aguardiente y un bocadillo le vendrían de perlas. Como se encontrara delante de la posada, entró en ella en el preciso momento en que salía el mozo, cargado con un saco lleno a rebosar.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó el campesino.
—Manzanas podridas —respondió el mozo—; un saco lleno para los cerdos.
—¡Qué hermosura de manzanas! ¡Cómo gozaría la vieja si las viera! El año pasado el manzano del corral sólo dio una manzana; hubo que guardarla, y estuvo sobre la cómoda hasta que se pudrió. Esto es signo de prosperidad, decía la abuela. ¡Menuda prosperidad tendría con todo esto! Quisiera darle este gusto.
—¿Cuánto me dais por ellas? —preguntó el hombre.
—¿Cuánto os doy? Os las cambio por la gallina —y dicho y hecho, entregó la gallina y recibió las manzanas. Entró en la posada y se fue directo al mostrador. El saco lo dejó arrimado a la estufa, sin reparar en que estaba encendida. En la sala había mucha gente forastera, tratante de caballos y de bueyes, y entre ellos dos ingleses, los cuales, como todo el mundo sabe, son tan ricos, que los bolsillos les revientan de monedas de oro. Y lo que más les gusta es hacer apuestas. Escucha si no.
«
¡Chuf, chuf!
» ¿Qué ruido era aquél que llegaba de la estufa? Las manzanas empezaban a asarse.
—¿Qué pasa ahí?
No tardó en propagarse la historia del caballo que había sido trocado por una vaca y, descendiendo progresivamente, se había convertido en un saco de manzanas podridas.
—Espera a llegar a casa, verás cómo la vieja te recibe a puñadas —dijeron los ingleses.
—Besos me dará, que no puñadas —replicó el campesino—. La abuela va a decir: «Lo que hace el padre, bien hecho está».
—¿Hacemos una apuesta? —propusieron los ingleses—. Te apostamos todo el oro que quieras: onzas de oro a toneladas, cien libras, un quintal.
—Con una fanega me contento —contestó el campesino—. Pero sólo puedo jugar una fanega de manzanas, y yo y la abuela por añadidura. Creo que es medida colmada. ¿Qué pensáis de ello?
—Conforme —exclamaron los ingleses—. Trato hecho.
Engancharon el carro del ventero, subieron a él los ingleses y el campesino, sin olvidar el saco de manzanas, y se pusieron en camino. No tardaron en llegar a la casita.
—¡Buenas noches, madrecita!
—¡Buenas noches, padrecito!
—He hecho un buen negocio con el caballo.
—¡Ya lo decía yo; tú entiendes de eso! —dijo la mujer, abrazándolo, sin reparar en el saco ni en los forasteros.
—He cambiado el caballo por una vaca.
—¡Dios sea loado! ¡La de leche que vamos a tener! Por fin volveremos a ver en la mesa mantequilla y queso. ¡Buen negocio!
—Sí, pero luego cambié la vaca por una oveja.
—¡Ah! ¡Esto está aún mejor! —exclamó la mujer—. Tú siempre piensas en todo. Hierba para una oveja tenemos de sobra. No nos faltará ahora leche y queso de oveja, ni medias de lana, y aun batas de dormir. Todo eso la vaca no lo da; pierde el pelo. Eres una perla de marido.
—Pero es que después cambié la oveja por una oca.
—Así tendremos una oca por San Martín, padrecito. ¡Sólo piensas en darme gustos! ¡Qué idea has tenido! Ataremos la oca fuera, en la hierba, y ¡lo que engordará hasta San Martín!
—Es que he cambiado la oca por una gallina —prosiguió el hombre.
—¿Una gallina? ¡Éste sí que es un buen negocio! —exclamó la mujer—. La gallina pondrá huevos, los incubará, tendremos polluelos y todo un gallinero. ¡Es lo que yo más deseaba!
—Sí, pero es que luego cambié la gallina por un saco de manzanas podridas.
—¡Ven que te dé un beso! —exclamó la mujer, fuera de sí de contento—. ¡Gracias, marido mío! ¿Quieres que te cuente lo que me ha ocurrido? En cuanto te hubiste marchado, me puse a pensar qué comida podría prepararte para la vuelta; se me ocurrió que lo mejor sería tortilla de puerros. Los huevos los tenía, pero me faltaban los puerros. Me fui, pues, a casa del maestro. Sé de cierto que tienen puerros, pero ya sabes lo avara que es la mujer. Le pedí que me prestase unos pocos. «¿Prestar? —me respondió—. No tenemos nada en el huerto, ni una mala manzana podrida. Ni una manzana puedo prestaros». Pues ahora yo puedo prestarle diez, ¡qué digo! todo un saco, ¡qué gusto, padrecito! Y le dio otro beso.
—Magnífico —dijeron los ingleses—. ¡Siempre para abajo y siempre contenta! Esto no se paga con dinero —. Y pagaron el quintal de monedas de oro al campesino, que recibía besos en vez de puñadas.
Sí, señor, siempre se sale ganando cuando la mujer no se cansa de declarar que el padre entiende en todo, y que lo que hace, bien hecho está.
Ésta es la historia que oí de niño. Ahora tú la sabes también, y no lo olvides: lo que el padre hace, bien hecho está.
(De vilde svaner)
L
ejos de nuestras tierras, allá adonde van las golondrinas cuando el invierno llega a nosotros, vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los once hermanos eran príncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al cinto para ir a la escuela; escribían con pizarrín de diamante sobre pizarras de oro, y aprendían de memoria con la misma facilidad con que leían; en seguida se notaba que eran príncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un escabel de reluciente cristal, y tenía un libro de estampas que había costado lo que valía la mitad del reino.
¡Qué bien lo pasaban aquellos niños! Lástima que aquella felicidad no pudiese durar siempre.
Su padre, rey de todo el país, casó con una reina perversa, que odiaba a los pobres niños. Ya al primer día pudieron ellos darse cuenta. Fue el caso, que había gran gala en todo el palacio, y los pequeños jugaron a «visitas»; pero en vez de recibir pasteles y manzanas asadas como se suele en tales ocasiones, la nueva Reina no les dio más que arena en una taza de té, diciéndoles que imaginaran que era otra cosa.
A la semana siguiente mandó a Elisa al campo, a vivir con unos labradores, y antes de mucho tiempo le había ya dicho al Rey tantas cosas malas de los príncipes, que éste acabó por desentenderse de ellos.
—¡A volar por el mundo y apañaros por vuestra cuenta! —exclamó un día la perversa mujer—; ¡a volar como grandes aves sin voz!—. Pero no pudo llegar al extremo de maldad que habría querido; los niños se transformaron en once hermosísimos cisnes salvajes. Con un extraño grito emprendieron el vuelo por las ventanas de palacio, y, cruzando el parque, desaparecieron en el bosque.
Era aún de madrugada cuando pasaron por el lugar donde su hermana Elisa yacía dormida en el cuarto de los campesinos; y aunque describieron varios círculos sobre el tejado, estiraron los largos cuellos y estuvieron aleteando vigorosamente, nadie los oyó ni los vio. Hubieron de proseguir, remontándose basta las nubes, por esos mundos de Dios, y se dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que se extendía hasta la misma orilla del mar.
La pobre Elisita seguía en el cuarto de los labradores jugando con una hoja verde, único juguete que poseía. Abriendo en ella un agujero, miró el sol a su través y parecióle como si viera los ojos límpidos de sus hermanos; y cada vez que los rayos del sol le daban en la cara, creía sentir el calor de sus besos.
Pasaban los días, monótonos e iguales. Cuando el viento soplaba por entre los grandes setos de rosales plantados delante de la casa, susurraba a las rosas:
—¿Qué puede haber más hermoso que vosotras? —. Pero las rosas meneaban la cabeza y respondían—: Elisa es más hermosa—. Cuando la vieja de la casa, sentada los domingos en el umbral, leía su devocionario, el viento le volvía las hojas, y preguntaba al libro: —¿Quién puede ser más piadoso que tú?—. Elisa es más piadosa —replicaba el devocionario; y lo que decían las rosas y el libro era la pura verdad. Porque aquel libro no podía mentir.
Habían convenido en que la niña regresaría a palacio cuando cumpliese los quince años; pero al ver la Reina lo hermosa que era, sintió rencor y odio, y la habría transformado en cisne, como a sus hermanos; sin embargo, no se atrevió a hacerlo en seguida, porque el Rey quería ver a su hija.
Por la mañana, muy temprano, fue la Reina al cuarto de baile, que era todo él de mármol y estaba adornado con espléndidos almohadones y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los besó y dijo al primero:
—Súbete sobre la cabeza de Elisa cuando esté en el baño, para que se vuelva estúpida como tú. Ponte sobre su frente —dijo al segundo—, para que se vuelva como tú de fea, y su padre no la reconozca —. Y al tercero—: Siéntate sobre su corazón e infúndele malos sentimientos, para que sufra—. Echó luego los sapos al agua clara, que inmediatamente se tiñó de verde, y, llamando a Elisa, la desnudó, mandándole entrar en el baño; y al hacerlo, uno de los sapos se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el tercero en el pecho, sin que la niña pareciera notario; y en cuanto se incorporó, tres rojas flores de adormidera aparecieron flotando en el agua. Aquellos animales eran ponzoñosos y habían sido besados por la bruja; de lo contrario, se habrían transformado en rosas encarnadas. Sin embargo, se convirtieron en flores, por el solo hecho de haber estado sobre la cabeza y sobre el corazón de la princesa, la cual era, demasiado buena e inocente para que los hechizos tuviesen acción sobre ella.
Al verlo la malvada Reina, frotóla con jugo de nuez, de modo que su cuerpo adquirió un tinte pardo negruzco; untóle luego la cara con una pomada apestosa y le desgreñó el cabello. Era imposible reconocer a la hermosa Elisa.
Por eso se asustó su padre al verla, y dijo que no era su hija. Nadie la reconoció, excepto el perro mastín y las golondrinas; pero eran pobres animales cuya opinión no contaba.
La pobre Elisa rompió a llorar, pensando en sus once hermanos ausentes. Salió, angustiada, de palacio, y durante todo el día estuvo vagando por campos y eriales, adentrándose en el bosque inmenso. No sabía adónde dirigirse, pero se sentía acongojada y anhelante de encontrar a sus hermanos, que a buen seguro andarían también vagando por el amplio mundo. Hizo el propósito de buscarlos.
Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo de noche; la doncella había perdido el camino. Tendióse sobre el blando musgo, y, rezadas sus oraciones vespertinas, reclinó la cabeza sobre un tronco de árbol. Reinaba un silencio absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el musgo que la rodeaban lucían las verdes lucecitas de centenares de luciérnagas, cuando tocaba con la mano una de las ramas, los insectos luminosos caían al suelo como estrellas fugaces.
Toda la noche estuvo soñando en sus hermanos. De nuevo los veía de niños, jugando, escribiendo en la pizarra de oro con pizarrín de diamante y contemplando el maravilloso libro de estampas que había costado medio reino; pero no escribían en el tablero, como antes, ceros y rasgos, sino las osadísimas gestas que habían realizado y todas las cosas que habían visto y vivido; y en el libro todo cobraba vida, los pájaros cantaban, y las personas salían de las páginas y hablaban con Elisa y sus hermanos; pero cuando volvía la hoja saltaban de nuevo al interior, para que no se produjesen confusiones en el texto.
Cuando despertó, el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Elisa no podía verlo, pues los altos árboles formaban un techo de espesas ramas; pero los rayos jugueteaban allá fuera como un ondeante velo de oro. El campo esparcía sus aromas, y las avecillas venían a posarse casi en sus hombros; oía el chapoteo del agua, pues fluían en aquellos alrededores muchas y caudalosas fuentes, que iban a desaguar en un lago de límpido fondo arenoso. Había, si, matorrales muy espesos, pero en un punto los ciervos habían hecho una ancha abertura, y por ella bajó Elisa al agua. Era ésta tan cristalina, que, de no haber agitado el viento las ramas y matas, la muchacha habría podido pensar que estaban pintadas en el suelo; tal era la claridad con que se reflejaba cada hoja, tanto las bañadas por el sol como las que se hallaban en la sombra.
Al ver su propio rostro tuvo un gran sobresalto, tan negro y feo era; pero en cuanto se hubo frotado los ojos y la frente con la mano mojada, volvió a brillar su blanquísima piel. Se desnudó y metióse en el agua pura; en el mundo entero no se habría encontrado una princesa tan hermosa como ella.
Vestida ya de nuevo y trenzado el largo cabello, se dirigió a la fuente borboteante, bebió del hueco de la mano y prosiguió su marcha por el bosque, a la ventura, sin saber adónde. Pensaba en sus hermanos y en Dios misericordioso, que seguramente no la abandonaría: El hacía crecer las manzanas silvestres para alimentar a los hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos árboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso del fruto. Comió de él, y, después de colocar apoyos para las ramas, adentróse en la parte más oscura de la selva. Reinaba allí un silencio tan profundo, que la muchacha oía el rumor de sus propios pasos y el de las hojas secas, que se doblaban bajo sus pies. No se veía ni un pájaro: ni un rayo de sol se filtraba por entre las corpulentas y densas ramas de los árboles, cuyos altos troncos estaban tan cerca unos de otros, que, al mirar la doncella a lo alto, parecíale verse rodeada por un enrejado de vigas. Era una soledad como nunca había conocido.
La noche siguiente fue muy oscura; ni una diminuta luciérnaga brillaba en el musgo. Ella se echó, triste, a dormir, y entonces tuvo la impresión de que se apartaban las ramas extendidas encima de su cabeza y que Dios Nuestro Señor la miraba con ojos bondadosos, mientras unos angelitos le rodeaban y asomaban por entre sus brazos.
Al despertarse por la mañana, no sabía si había soñado o si todo aquello había sido realidad.
Anduvo unos pasos y se encontró con una vieja que llevaba bayas en una cesta. La mujer le dio unas cuantas, y Elisa le preguntó si por casualidad había visto a los once príncipes cabalgando por el bosque. —. No —respondió la vieja—, pero ayer vi once cisnes, con coronas de oro en la cabeza, que iban río abajo.
Acompañó a Elisa un trecho, hasta una ladera a cuyo pie serpenteaba un riachuelo. Los árboles de sus orillas extendían sus largas y frondosas ramas al encuentro unas de otras, y allí donde no se alcanzaban por su crecimiento natural, las raíces salían al exterior y formaban un entretejido por encima del agua.