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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

Mientras duermes (7 page)

BOOK: Mientras duermes
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La carta de la abuela volvía a cobrar interés. Debía seguir esa pista.

Animado, apuntó en su libreta negra la hora a la que había llegado a casa de Clara la noche anterior. Pero el edificio ya se despertaba. Se ajustó la gorra y saludó con una sonrisa a los primeros vecinos.

—Buenos días, señora Norman.

—Buenos días, Cillian.

La señora Norman parecía más triste y callada de lo habitual. Era ciclotímica, solía darle un bajón después de unos días de euforia.

—¿Va todo bien?

La mujer tardó en contestar, como si estuviera buscando una justificación.

—No mucho. Barbara y Celine han estado mal de la tripita y... hemos pasado todas una mala noche.

Pero Cillian intuía que no se trataba sólo de eso. Imaginó cuál podía ser la verdadera razón de su malestar y hurgó en la herida.

—¿Se le hizo muy tarde anoche?

La señora Norman no entendió la pregunta a la primera.

—Me refiero a la fiesta —aclaró Cillian—. ¿Se quedó hasta muy tarde?

—Ah, no... Estaba cansada —replicó ella, evasiva.

Demasiado evasiva. Cillian supo que iba por el buen camino.

—¿Había mucha gente?

—Bueno... sí. Lo normal en estos actos —logró decir la anciana.

—Ayer pasé delante del hotel a eso de las diez —se inventó Cillian. La señora Norman se puso tensa—. Creo que vi a una estrella de cine, porque había muchos fotógrafos a su alrededor.

—¿Quién era? —preguntó ingenuamente la señora Norman.

—Esperaba que me lo dijera usted. Seguro que la vio. Llevaba un vestido rojo con un escote tremendo a pesar del frío.

La señora Norman vaciló.

—Sí, sí... Ahora que lo dices... vi a una chica vestida así... de lejos, claro... —Y entonces encontró una manera de salir del apuro—: Pero soy demasiado mayor para saber quién era. En cuanto a cine, me temo que me he quedado en los tiempos de Paul Newman.

Cillian sonrió. Sus sospechas se confirmaban.

—¿Y qué tal el bufet? ¿Quién se encargaba del catering?

La mujer empezaba a agobiarse. Empujó el carrito hacia la puerta de la calle, pero Cillian se interponía en su camino.

—No... no me acuerdo, Cillian. No me fijé. Creo que Aretha necesita salir cuanto antes...

Pero Cillian hizo como si no hubiera oído la última frase:

—Es que vi dos camiones con el logotipo de Dean & De Luca y pensé que tal vez...

—¿De Luca? —La anciana reflexionó unos instantes—. Ah, sí, qué tonta, claro que sí. Un bufet delicioso.

Estaba claro que la señora Norman no había ido a ninguna fiesta. Cillian soltó entonces su artillería pesada:

—Es usted muy afortunada de tener tanta vida social, señora Norman. En cambio el vecino del 2D me da mucha, mucha pena... Está siempre solo en la cafetería de la esquina; sin amigos, sin nadie. Qué triste, de verdad. No sé qué sentido tiene su vida, francamente. —Hizo una pausa para ver qué cara ponía la anciana—. Tal vez debería decirle que hable con usted para que le introduzca en su círculo de amigos... ¿Qué le parece?

Al principio la señora Norman sacudió la cabeza, algo tocada por las palabras de Cillian. Pero después salió del paso con la teoría de que el señor Samuelson se encontraría fuera de lugar en los círculos que ella frecuentaba. La sorpresa llegó cuando la anciana le prometió que invitaría al vecino del 2D a tomar un café o a ir al cine con ella.

Sin habérselo propuesto, Cillian estaba arreglando la vida de dos viejos tristes del edificio. Y no era precisamente ese su objetivo. Además, veía que la señora Norman se estaba animando ante esa perspectiva. Decidió cambiar de tema de inmediato.

—Por cierto, ¿se sabe algo de Elvis?

La anciana Norman volvió a hundirse en su tristeza. Era un tema muy doloroso. Negó lentamente con la cabeza.

—¿Cuánto hace ya? —insistió Cillian.

—Este jueves hará tres semanas.

—¿Y no la han llamado de la perrera municipal ni nada?

La señora Norman replicó que no sabía nada de su perro desde el día en que se perdió en el parque.

—No pierda la esperanza —la animó Cillian—. Con la medallita que lleva colgada al cuello, tarde o temprano alguien lo encontrará y la llamará.

—Dios te oiga —consiguió decir la anciana; tenía los ojos húmedos—. Es muy duro soportar esta incertidumbre.

Cillian le abrió la puerta con una sonrisa. La señora Norman salió a la calle con su cochecito y las tres perras. Cillian miró el avance del triste convoy en un frío inclemente. Las tres perras no habían recorrido ni diez metros y ya estaban defecando a la vez en la acera. Observó divertido el desespero de la señora Norman intentando recoger los excrementos medio líquidos de sus mascotas.

El día se había enderezado, pensó; prometía. Pero esperaba con cierto recelo la salida de Ursula.

Las puertas del ascensor se abrieron a las 7.28. Primero salió el padre, luego el niño, medio dormido como siempre, y finalmente la niña con su pastelillo de chocolate. Ursula caminaba despacio, con aire triunfal, sin apartar la mirada de Cillian. A medio camino entre la puerta y el ascensor, sonrió y se detuvo.

—Papá, tengo que decirte una cosa —soltó.

Su padre y su hermano se volvieron. Cillian permanecía inmóvil, a merced de la voluntad de la pequeña.

—¿Qué pasa? —preguntó el padre.

—Es algo que tiene que ver con Cillian —dijo Ursula en un tono serio, sin dejar de mirarlo con su sonrisa maligna.

El padre, perplejo, miró al portero, quien consiguió mantener la calma. Cillian sacudió la cabeza; no tenía ni idea de lo que iba a ocurrir, y esa falta de control le exasperaba mucho más de lo que Ursula imaginaba.

La niña había conseguido crear mucha expectación. Prolongó su silencio al máximo, para ofrecer más teatralidad a la situación, y por fin dijo:

—Papá, creo que deberías darle una propina.

El padre volvió a mirar a Cillian, quien esta vez no pudo ocultar su sorpresa. ¿Por dónde saldría esa maldita niña?

—Ayer, cuando volvía a casa, unos niños me molestaron... —se inventó Ursula—. Y Cillian salió en mi defensa y les hizo huir.

—Por Dios, Ursula —intervino Cillian antes de que el padre pudiera decir nada—. Eso lo habría hecho cualquiera; no merece ninguna propina, cariño. —Sonrió al padre—. No se preocupe, no era nada grave... sólo unos gamberros que no habrían hecho nada. Salí a la calle y, al verme, se fueron.

—Pero Cillian me defendió como un héroe —siguió Ursula. Por dentro, sin duda, se reía del mal rato que le había hecho pasar.

Cillian aprovechó para enviarle un mensaje encriptado:

—Verás que ya no te molestarán más. Pero tú ten cuidado y no te metas en líos... No siempre habrá alguien para socorrerte.

—Pues muchas gracias, Cillian —intervino el padre, algo incómodo.

El portero sacudió la cabeza, quitando importancia al asunto. Ursula, admirada en cierto modo por cómo Cillian había salido de la situación, le sonrió.

—¡Venga, niños, que llegamos tarde, como siempre! —cortó el padre.

Los tres se dirigieron hacia la puerta. Cillian se adelantó a los hechos y se agachó para coger el trapo y el cuenco. Y no fue en vano. Ursula, antes de salir, tiró el pastelillo de chocolate al suelo y lo pisó. Dejó sus huellas en el vestíbulo. Era su forma de decir que el chantaje seguía en pie. En cuanto a la amenaza de Cillian... o no le había llegado o no se la había tomado en serio. Tonta o valiente, la pequeña era un incordio.

Volvía con su desayuno a las 8.15 cuando a través del cristal vio que Clara estaba ya en el vestíbulo. Se precipitó al interior, como si le fuera la vida en ver salir a su vecina preferida.

—Buenos días, Cillian —le saludó Clara, con una sonrisa radiante.

—Buenos días, señorita King. ¿Ha dormido bien?

Clara, como de costumbre, estaba ajustándose el gorro y abrigándose bien antes de salir.

—Llámame Clara, por favor, ya te lo he dicho otras veces. Estos formalismos no son necesarios.

Pero sí lo eran.

—Si no le molesta, prefiero seguir así. Me ayuda en mi trabajo.

A Clara le hizo gracia la respuesta tan seria del portero; sonrió.

—Como quiera, pues, señor Cillian.

—¿Ha dormido bien? —volvió a preguntar él.

—Como una marmota.

—Parece cansada.

Clara sonrió.

—¿Tan mal me he maquillado?

No había forma de averiguar si tenía alguna idea sobre la razón de su sueño profundo.

Por fin acabó de abrigarse.

—Bueno, ya estoy. Menudo frío hace.

—Ayer estuve en su piso —comentó Cillian—. Fui a echar un vistazo al fregadero. Desmonté el tubo pero no encontré nada. Tiene que haber algo atascado más abajo —sentenció—. Si le parece, volveré esta tarde con un ácido desatascador.

—Oh, sí, te lo agradecería mucho. —Se miró instintivamente la muñeca para ver qué hora era y, otra vez, no llevaba reloj—. ¿Puedes decirme qué hora es?

—Las ocho y cuarto —contestó Cillian sin necesidad de comprobarlo—. ¿Qué ha pasado con su reloj?

Clara abrió los brazos.

—No tengo ni idea, llevo dos días sin él; a saber dónde me lo he dejado. —Volvió a sonreír—. Bueno, tarde o temprano aparecerá en el sitio menos pensado.

—Esperemos —dijo Cillian en un tono más grave.

Clara le guiñó el ojo y salió a la calle. No se dio de bruces con la asistenta latina por una fracción de segundo.

La mujer, aún resentida por la falta de ayuda del día anterior, cruzó el vestíbulo sin saludar a Cillian. Sin embargo, parecía más calmada y serena. Probablemente había dado por perdido el colgante; lo había asumido. Cillian esperó a que llamara al ascensor y, cuando estaba a punto de entrar, reclamó su atención.

—Es posible que tenga algo que le pertenece.

La asistenta saltó fuera del ascensor con los ojos muy abiertos, febriles.

Cillian avanzó despacio hacia la mesa de su garita. Le vino a la mente aquello que alguien dijo de que el recuerdo de un momento feliz es un dulce recuerdo, pero siempre y sólo un recuerdo, mientras que el recuerdo de un momento triste es puro y presente dolor. Era cierto; lo había comprobado. Abrió el cajón de la mesita y extrajo unos panfletos publicitarios.

—Ayer olvidé dejarlos en el buzón.

El rostro de la asistenta pasó de la esperanza al desconsuelo en un instante.

—Por cierto —continuó Cillian mientras le entregaba la publicidad—, ¿ha encontrado su colgante?

La asistenta negó, seria.

—Espero que no fuera de mucho valor. —La mujer volvió a negar con la cabeza—. Pero tal vez tenía un valor sentimental, ¿verdad? —No esperó respuesta—. Qué pena. Y qué rabia tiene que darle. Seguro que se le habrá perdido de la forma más tonta y estará quién sabe dónde...

La asistenta le miró a los ojos en un intento de averiguar las razones de esa actitud. Cillian se calló de inmediato. Le dio la sensación de que le había leído la mente y no le pareció oportuno seguir. Cambió de registro.

—Preguntaré a todos los vecinos, descuide, tal vez alguno lo haya encontrado. A ver si tenemos suerte —dijo en su tono más amable.

La criada le arrebató la publicidad de la mano y se metió en el ascensor.

A las 11.30 estaba en el cuarto de lavadoras haciendo la colada. Era una hora tranquila. El cartero ya había entregado el correo y no había mucho paso de vecinos. Sacó de la mochila la ropa sucia que había recogido en el piso de Clara. Antes de meter los vaqueros en la lavadora, vació los bolsillos y encontró los dos condones que había metido el día anterior; sin utilizar.

—Deberías estar en la garita. Aún no es tu hora de descanso.

El vecino del 10B le miraba serio. Cillian cerró la puerta de la lavadora y la puso en marcha.

—Ahora subo. Sólo he bajado para poner una lavadora. No tardo más de cinco minu...

El otro no le dejó acabar la frase.

—Quiero que vengas conmigo... a la azotea.

La preocupación surcó el rostro de Cillian, pero enseguida recuperó su cara de palo. Sabía que no podría librarse de ese pesado, pero al menos intentaría ponérselo complicado.

—Ahora no puedo. Debo quedarme en el vestíbulo, tengo que cumplir un horario.

El vecino del 10B resopló, molesto.

—¿Ahora resulta que te preocupa tu horario?

Cillian abrió los brazos como si no entendiera a qué venía ese comentario.

Subieron juntos en el ascensor, en un silencio incómodo.

Cuando el ascensor llegó a la duodécima planta, el vecino del 10B dijo algo inquietante:

—No vienes mucho por aquí, ¿verdad?

El hombre enfiló el último tramo de escaleras. Cillian le seguía; mil preguntas bullían en su cabeza: ¿qué había querido decir con ese comentario?, ¿tenía un tono irónico o iba en serio? La cabeza le daba vueltas... ¿Qué error había podido cometer para que se enteraran de sus visitas nocturnas a la azotea?

Cuando la puerta se abrió, la respuesta fue evidente e inmediata: sus huellas. Nunca había subido a la azotea durante el día, y no se había dado cuenta de que allí arriba la nieve no se deshacía. Las huellas de sus pies desnudos resaltaban en la alfombra blanca. Iban de la puerta a la barandilla y regresaban.

—¿Qué haces ahí embobado? ¡Ven aquí! —gritó el del 10B.

Cillian dio un brinco. El vecino no estaba mirando las huellas, sino que se dirigía en la dirección opuesta, detrás del tanque del agua. Cillian le siguió perplejo.

Llegaron a una zona donde había varias macetas con plantas bajo un techado de madera. Algunas estaban cubiertas por una tela blanca, el resto no tenía protección.

El vecino del 10B miró primero las plantas y luego a Cillian. El portero, por su lado, hizo lo propio: miró primero las plantas y luego al vecino.

—¿Qué pasa? —preguntó, sincero.

—No disimules conmigo, idiota. —El hombre estaba enfadado—. Recuerdo perfectamente que se te hizo mucho hincapié en este asunto.

Cillian seguía sin entender, y eso aún calentó más al otro.

—Tenías que cubrir las plantas, todas las plantas, con la tela térmica. —Señaló las plantas—. Mira las dipladenias.

Cillian las miró.

—Todas muertas. Todas. Por tu negligencia, idiota —le acusó el vecino—. ¿Sabes cuánto cuestan?

—¿Tan feas y encima son caras? —repuso Cillian con voz calma y firme.

Aquella fue la gota que colmó el vaso.

—¡No me tomes el pelo, capullo! Ya verás cuando los vecinos reciban el informe del coste de tu cagada... —El río se había desbordado—. No llevas ni dos meses aquí y ya te he pillado más de un vez durmiendo en horario de trabajo, abandonas la garita cuando quieres, respondes mal y... —Se interrumpió, se dio cuenta de que Cillian le miraba impasible, asentía con la cabeza pero estaba claro que nada de lo que dijera podía afectarle—. Bien, muy bien... como quieras, listillo. No creo que vayas a durar mucho en tu puesto, francamente. Me ocuparé de hablar con el administrador.

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