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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

Mientras duermes (25 page)

BOOK: Mientras duermes
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El frenesí de la situación le empujó a hacer algo inmediatamente. Cogió un alfiler de la cajita y se subió la manga del chándal. Había leído que uno de los puntos más sensibles de la piel era la parte inferior del brazo, a la altura de las axilas. Y quiso comprobarlo. Se clavó el alfiler, con fuerza. La punta penetró su carne, un par de milímetros. Suficiente para que entendiera por qué solían darse pellizcos en ese lugar para reanimar a alguien que se hubiera desmayado.

Al sacar el alfiler, notó que su mano temblaba ligeramente. La causa no era el dolor, sino la idea de repetir esa acción sobre Clara. A nivel conceptual y práctico, aborrecía la violencia. La simple idea de dar un puñetazo a alguien le ponía sumamente nervioso, inseguro, y su organismo reaccionaba en consecuencia. Se le cerraba el estómago, las extremidades le temblaban, y las glándulas del sudor segregaban sin contención.

El gran problema no sería encontrar la fuerza para inmovilizar a Clara, sino superar la repulsión que la tortura le provocaba. Tenía treinta años y nunca, ni siquiera de niño, había pegado a nadie.

El último uso que había dado al ordenador de Alessandro había consistido en buscar información sobre métodos de tortura y suplicios. Y más de una vez había tenido que detener la lectura, horrorizado.

Había escogido los utensilios a partir de la información conseguida.

Extrajo el alfiler clavado en su piel, limpió la sangre de la punta y volvió a guardarlo en la cajita. Imaginó ese dolor repetido doce veces —el número de agujas y alfileres que había en la cajita— y pensó que sería más que suficiente. Casi seguro que no recurriría a los clavos, por doloroso y tremendo que fuese su efecto de contracción sobre los músculos, como le había ocurrido a Jesucristo en la cruz. Había leído que cuando le clavaron el hierro en la muñeca —en la muñeca, no en la mano— el brazo se le contrajo más de tres centímetros, tal como se podía comprobar en las marcas de la Sábana Santa, guardada en la catedral de Turín. Tanto daba si el lienzo era el original o no.

En su libreta negra había guardado un artículo interesantísimo sobre el llamado lienzo sagrado. El articulista estaba seguro de que se trataba de una imitación del siglo
XII
, pero eso no le llevaba a cuestionar su valor como objeto de culto. Un culto particular, poco divino y macabramente muy científico. El articulista defendía la curiosa tesis de que el imitador medieval, para recrear a la perfección las heridas de Cristo, había torturado y matado a una persona de la misma forma que habían matado y torturado a Jesús. Así, al pobre desgraciado de la Edad Media, le habrían crucificado clavándole dos estacas de hierro en las muñecas y una en los empeines sobrepuestos; le habrían plantado una corona de espinas, clavado una lanza en el costado, y hasta presionado contra la cara una esponja empapada en vinagre.

En fin, ese artículo era sólo el primero de una larga lista de ideas de pequeñas acciones para reproducir con Clara.

Sobre el papel, la función de la sierra era definida y simple. La idea era practicar incisiones perpendiculares al fémur, en los muslos, de unos tres o cuatros centímetros de profundidad. Entre seis y diez incisiones en cada extremidad. La imagen sacada de una web asiática le impresionaba a pesar de que la había visto decenas de veces. Y si Clara no se desmayaba por el dolor, realizaría lo mismo en los brazos. Aunque, según lo que había leído en la web, el dolor era tan intenso que seguramente Clara perdería el conocimiento antes de que hubiera practicado media docena de cortes.

El estilete de carnicero tenía la función de comodín. La mera imagen de ese palo puntiagudo le ponía la piel de gallina. Y esperaba que a Clara le ocurriera lo mismo.

De todos los utensilios que había cogido, lo que más le horrorizaba y asustaba era las tenazas. La idea de aferrar un trozo de carne de la chica —un pezón, por ejemplo— y girarlo... le dejaba sin respiración. Recurriría a esos instrumentos sólo en el caso de que Clara hubiera soportado todo lo demás o la situación requiriera una acción rápida y drástica. Y deseó, más por sí mismo que por ella, que ese momento no llegara.

A partir de sus conocimientos paramédicos, había llegado casualmente a la decisión de dar un nuevo uso al desatascador que aún llenaba la mitad del bote. Recordaba lo dolorosas que eran las vacunas contra el tétanos, y cuando trabajaba de enfermero había aprendido que las inyecciones intramusculares eran más dolorosas cuanto más densa era la solución inyectada y menor la masa muscular. Así, la misma jeringuilla provocaba un dolor distinto si entraba, por ejemplo, en un glúteo, en un bíceps, en la barriga o en el cóccix. Había echado un vistazo a las sustancias que tenía en casa en busca de una mezcla espesa. Y sus ojos se habían posado en ese bote con la calavera negra sobre un fondo naranja que indicaba extremo peligro. De ahí la idea había evolucionado hasta la decisión de inyectar no sólo una sustancia densa sino también corrosiva. En la red no había encontrado ninguna información sobre los efectos de un desatascador inyectado por vía intramuscular, pero no le importaba ser pionero en ese experimento. Estaba seguro de que la reacción estaría a la altura de las expectativas. Le destrozaría los músculos y los huesos; abriría un agujero en su interior. Las tres jeringuillas estaban ya listas, cargadas con su solución de color verde oscuro.

El martillo, con una parte chata para clavar y la otra biforme para extraer los clavos, tenía la función de poner fin a todo. Un golpe seco en la sien y todo habría acabado. La herramienta más pesada, al fin y al cabo, resultaría la más bondadosa.

Miró el reloj. Pasaban unos minutos de las siete de la tarde. Según había anunciado Clara, faltaba menos de una hora para su llegada.

Se tumbó debajo de la cama, junto a los artilugios, y cerró los ojos. Esperó.

No aguantó más de cinco minutos. La impaciencia y los nervios pudieron con él. Tuvo que salir de su escondite y pasear por el dormitorio para descargar la tensión. Tenía el cuerpo cubierto de sudor. Le temblaban las manos. Notaba la boca completamente seca.

«Aguanta, Cillian. ¡No te vengas abajo ahora!»

No se recriminó esa actitud. Asumió que era una reacción normal, fruto del extraordinario momento que estaba viviendo. Lo preocupante habría sido que su subconsciente afrontara con serenidad y control esa situación. Su organismo era consciente del momento trascendental de su existencia.

«Lo estás haciendo bien, Cillian —se dijo—. Todo va bien.»

Para aguantar la presión, necesitaba tener ocupada la mente. Necesitaba distraerse. Y decidió ensayar los movimientos de la ofensiva.

Su estrategia original preveía esperar a Clara escondido debajo de la cama, como siempre, aguardar a que se durmiera y entonces atacarle, pero no con el cloroformo —esta vez necesitaba tenerla bien despierta—, sino con la cinta adhesiva, con la que le taparía la boca. El resto sería puro forcejeo hasta tenerla atada a la cama.

Ése era el plan más seguro, pero había un problema: implicaba esperar no sólo hasta que Clara llegara a casa, sino mientras la chica cenaba, miraba la tele, se iba a la cama y, finalmente, se dormía. Eso con todos los nervios que Cillian habría acumulado durante ese tiempo.

Ensayó entonces otras alternativas. Opciones de agresión por sorpresa en el momento de la llegada.

El salón no ofrecía escondites convincentes. Esperarla detrás de la puerta principal era arriesgado: si Clara abría con fuerza le aplastaría contra la pared y entorpecería su asalto. Además, la cercanía con el pasillo exterior era desaconsejable; tal vez a la chica le daba tiempo a gritar... o quizá un ojo indiscreto pegado a la mirilla del 8B entreveía algo...

No necesitó largas elucubraciones para descartar la hipótesis de esconderse agachado detrás del sofá o en la cocina americana. Clara lo vería desde lejos nada más entrar en el apartamento.

Barajó la opción de las cortinas. Probablemente estaba muy visto, pero cabía la posibilidad de que Clara, al entrar, se quedara tan sorprendida por el perfecto estado del piso que se acercara a examinar las cortinas, limpias como nunca. Y entonces el portero la sorprendería desde cortísima distancia.

Ensayó la acción. Y detectó el inconveniente. Las cortinas eran oscuras y, a pesar de que con la luz encendida algo se entreveía a través de la tela, no le pareció oportuno perder el control de lo que estaba pasando en el salón. Si se escondía detrás de las cortinas, no vería la silueta de Clara, ni sabría dónde se hallaba, hasta que estuviera a un metro de él.

Trasladó entonces el área de ensayos generales al pasillo.

Una opción era esconderse en el baño, esperar a que Clara pasara por el pasillo y, entonces, atacarla por la espalda. Pero si Clara iba directamente al servicio, se encontrarían cara a cara. Y ese escenario comportaba demasiadas variables, imposibles de prever y controlar a priori.

Otra alternativa era esconderse en el cuarto de invitados y, de nuevo, esperar a que Clara pasara por el pasillo, directa a su dormitorio, y sorprenderla por detrás. Por lo que Cillian había comprobado en las noches transcurridas con ella, casi nunca entraba en ese cuarto. Pero ese día era especial. Era muy probable que Clara inspeccionara todo el piso, todo, para ver el resultado después de la fumigación. De nuevo se arriesgaba a encontrársela cara a cara.

Regresó al dormitorio. Inspeccionó ese lugar que conocía a la perfección. El armario, vacío, tenía una amplitud acogedora. Seguramente la chica lo abriría antes de acostarse para comprobar el estado posfumigación. Se la encontraría de frente, pero él tendría ventaja.

De todas las opciones consideradas, ésa era la que más le agradaba. La única pega era que, allí dentro, no se enteraría de nada de lo que pasaba en el piso desde el regreso de Clara hasta que por fin abriera el armario.

Aun así, quiso darle una oportunidad. Se metió dentro del armario y cerró las puertas. Ensayó un ataque. Se abalanzó sobre una Clara imaginaria, empujándola hacia atrás, hacia la cama, sin darle tiempo a reaccionar y tumbándola finalmente donde quería. Fue perfecto.

Escenificó el ficticio ataque un par de veces más y el resultado fue satisfactorio las dos veces. Si Clara abría ese armario —y estaba seguro de que lo haría—, no tendría manera de escapar.

A continuación se dedicó a experimentar el forcejeo sobre el lecho. La bloquearía con una mano y con el cuerpo mientras con la otra procedía a atarla a las patas de la cama. La prioridad era taparle la boca con la cinta. Una vez eliminada cualquier posibilidad de pedir ayuda, el juego estaría decidido y todo podría hacerse con el tiempo necesario.

De pronto se vio reflejado en el espejo y su imagen, estirado en la cama luchando con el aire, le pareció más patética que nunca. Y encima vestido con ese chándal de payaso. Se avergonzó de sí mismo.

Alisó la colcha y meditó la estrategia.

Su mano rota y aún dolorida y el rechazo que a priori le producía la violencia le llevaron a la conclusión de que una forma menos primitiva de inmovilizarla sería amenazarla simplemente con el estilete de carnicero.

—¡Eso es!

De esa manera, bastaría con enseñarle el metal puntiagudo para cerrarle la boca y obligarla —sin necesidad de recurrir a la fuerza— a tumbarse en la cama y a dejarse atar. Esta idea le gustaba mucho más. Y, de poder escoger, la tortura se limitaría a las tres inyecciones de ácido, cuya puesta en escena era, cuando menos, pulcra y casi aséptica, salvo por los agujeritos que se producían en la piel al perforar con la aguja.

—¡Eso es! —volvió a decirse, animado y sorprendido de que no se le hubiera ocurrido antes.

Miró el reloj. Las 19.40.

Faltaban pocos minutos. En breve, Clara entraría en el piso.

Debía tomar una decisión. Y escogió el armario, pero dejó una de las dos puertas ligeramente abierta para tener un pequeño pero valioso ángulo de visión de todo el dormitorio.

Los minutos pasaron despacio. Más despacio que en el cuarto de Alessandro durante las sesiones de rehabilitación. Más despacio que en las aburridas conversaciones matutinas con la señora Norman. Más despacio que nunca.

Contó los segundos en su cabeza. Un segundo tras otro; un minuto tras otro. Hasta que dieron las ocho.

Había entrado en el tiempo de riesgo. A partir de ahí, en cualquier momento oiría el sonido de las llaves de Clara adentrándose en la cerradura.

Pero siguió contando y llegaron las 20.03. Las 20.05. Contó los segundos de trescientos a cero, hasta las 20.10. Y nada. Seguía siendo el único inquilino del apartamento 8A.

El armario se convirtió en un espacio agobiante, caluroso, angustiante, insufrible. Empujó una puerta, se lanzó fuera e introdujo una bocanada de aire en sus pulmones. Recordó que debajo de la cama corría más aire.

Se secó la frente empapada de sudor y la notó muy caliente. Clara guardaba un termómetro en el cajón de su mesilla de noche. Sin dejar de prestar atención a cualquier sonido proveniente del salón, introdujo el objeto de cristal debajo de su axila.

Empezó a pasear por el cuarto y, de nuevo, a contar los segundos. Al minuto, comprobó el nivel del mercurio. La línea roja superaba los 38 grados. Tenía fiebre, seguramente provocada por la tensión.

No se preocupó por volver a dejar el termómetro en su sitio. Ya no procedía. Se lo guardó en el bolsillo; pretendía tomarse otra vez la temperatura al cabo de un rato.

En la que debía ser su gran noche, tenía el metatarso roto y fiebre. De pronto, los síntomas colaterales se hicieron manifiestos. Se sentía débil. Los ojos le picaban. La cabeza no le dolía pero la notaba pesada.

—¡Ven ya, joder!

Se sorprendió a sí mismo soltando un taco. El segundo de la noche después del «niña de los cojones» dirigido a Ursula. Ése no era él. Necesitaba que esa extenuante espera cesara de inmediato. Pero Clara seguía sin regresar.

Cillian se conocía bien. Y se temía. No tardaría en empezar a verlo todo negativo. En desesperarse. En desencadenar un ataque a destiempo de angustia que difícilmente sabría contener.

—¡¿Dónde coño estás?!

Entonces se le ocurrió que por lo menos podría intentar aclarar esa duda. Cogió el móvil y empezó a escribir un mensaje de texto: «Buenas noches, señorita King. ¿Ya ha regresado? Espero que el piso esté de su agrado. Cillian». Lo envió, sin releerlo, frenético.

Paseó por el dormitorio, por el pasillo, con el móvil en mano, esperando una respuesta. Nada. Las 20.30 y Clara seguía sin regresar a casa y sin contestar a su mensaje.

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