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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

Mientras duermes (27 page)

BOOK: Mientras duermes
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«La cabeza... me estalla.» La migraña no le había abandonado. El clavo imaginario seguía en la frente, sobre su ojo derecho.

El fragor del agua de la cisterna del váter resonó entonces en el cuarto. Cillian abrió mucho los ojos y se puso tenso. No estaba solo. Al otro lado de la cortina únicamente percibía sombras estáticas. Pero no estaba solo. Una de las sombras se movió. Una silueta humana se levantó y se pasó una vez las manos por los muslos, de abajo arriba. Clara. Clara estaba subiéndose las braguitas. La silueta dio unos pasos adelante, hacia el grifo. Se acercó a la bañera.

La mano de la chica entró a través de las cortinas grises, por encima de su cabeza, para comprobar la temperatura del agua. Cillian ni siquiera respiraba. Entonces la mano jugueteó con los mandos del grifo hasta conseguir la mezcla deseada entre calor y frío, y volvió a desaparecer al otro lado.

Cillian se había despertado más tarde de lo habitual, en un lugar inusual de una forma inesperada, pero el ataque de angustia llegó como cada mañana, indiferente al retraso y el lugar.

Se sintió perdido. Le faltó el aire. Necesitaba salir de allí de inmediato, subir sin demora a la azotea. Pero esa silueta, de pie, delante del espejo, le bloqueaba el camino. Los papeles se habían invertido: Clara era el gato; él, el ratón.

Echó una mirada a la pequeña ventana del baño. Sabía que no serviría como vía de escape porque daba a un patio interior en el que no había escalera de emergencia. El vacío y, ocho plantas más abajo, el suelo. Pero tal vez serviría como escenario para una improvisada ruleta rusa. Ese agujero en la pared podía representar una vía de escape para esa embarazosa situación que era su vida.

El problema era el tamaño. Parecía demasiado pequeño. Antes de decidirse por esa opción debía comprobar si podía pasar por ese angosto espacio sin arriesgarse a quedarse atascado con medio cuerpo fuera y medio dentro.

Al otro lado de las cortinas, Clara se quitó el camisón. El portero vio, a través de una rendija, la espalda desnuda de la chica; aún tenía profundas excoriaciones. Por primera vez la visión de Clara le pareció desagradable.

—¡Ayúdame con la pomada, porfa! ¡No llego a la espalda! —dijo ella de pronto, y Cillian pegó un brinco.

Miró de nuevo el reloj: las 9.11. Se preguntó qué demonios hacía Clara en casa a esa hora.

—¡Esta noche he dormido mejor, cariño! —Volvió a gritar—. Tal vez simplemente necesito que estés a mi lado.

Desde el dormitorio llegó el sonido de una voz pastosa y aún dormida:

—Clara... sólo son las nueve. Vuelve a la cama.

«Sí, vuelve a la cama», susurró Cillian para sí.

Pero la pelirroja estaba muy animada.

—Vamos, Mark, tenemos un montón de cosas que hacer... no desperdiciemos el día. Ven a bañarte conmigo.

La pierna de la chica atravesó las cortinas. Cillian, encogido, se apartó cuanto pudo, para evitar el contacto mientras, con la punta de los dedos del pie, Clara comprobaba la temperatura del agua. Después toda la planta del pie se apoyó en el esmalte blanco.

—Clara, ¿qué son estas cosas?

La chica se detuvo, con el cuerpo a medio camino entre la bañera y el exterior.

—¿Qué cosas?

—Debajo de la cama hay una sierra, jeringuillas, condones que no son míos... —resaltó el «que no son míos»—, un cuaderno raro.

Los ojos de Cillian se abrieron como platos. Esa voz iba a salvarle de un encuentro inminente e indeseado con Clara, pero habían descubierto sus cosas, sus secretos. Los problemas se aplazaban pero aumentaban en número e intensidad. Además, otra vez, se había olvidado de los condones.

—¡Ahora voy! —respondió la chica al tiempo que retiraba la pierna y volvía a estar, con todo su ser, al otro lado de la cortina. Cillian siguió su silueta hasta que la imagen se fundió con la pared oscura del pasillo.

Se levantó, se apartó definitivamente del chorro directo del agua. Pero no tuvo tiempo de reorganizarse: la silueta había vuelto a emerger de la oscuridad. Clara regresó al baño corriendo. Metió la mano a través de las cortinas y cerró el grifo. El sonido del río de montaña se desvaneció de inmediato, así como el salpicar del agua contra el cuerpo de Cillian. Sólo permanecía el desagradable sabor a cal.

—¡Un segundo! ¡Enseguida voy!

Clara volvió a desaparecer.

Cillian aprovechó el momento. No tenía un plan definido. Salió de la bañera, mojado, confuso. Su rostro en el espejo le resultó irreconocible. Descubrió en su cara una expresión que nunca había visto. No sabía que sus músculos faciales pudiesen contraerse de esa manera. La angustia se había adueñado de él.

—Tengo que salir de aquí. Tengo que subir a la azotea... —Se arriesgó a que le oyeran; necesitaba que esas palabras salieran de su boca de forma audible.

Cogió una de las toallas grandes que había llevado a la tintorería y se secó como pudo. Se frotó el pelo, la cara, el cuello con energía. La parte superior del chándal estaba completamente empapada. Tuvo una idea. Tal vez la ventana era demasiado pequeña para su cuerpo, pero no para unos trapos mojados. Se deshizo entonces de la sudadera de colores chillones tirándola al vacío. Se quedó con una camiseta interior blanca de tirantes. Cómoda para mantener el cuerpo en calor durante el invierno, pero de muy dudoso sentido estético. El pantalón estaban mojado pero, por lo menos no chorreaba. No así las zapatillas, que habían estado sumergidas demasiado tiempo en el estanque creado en la bañera.

—No tengo ni idea. Esa bolsa no es mía.

Los dos amantes hablaban en el dormitorio. Si ponía atención, Cillian podía oír lo que decían; no todas las palabras, pero sí el sentido general de la frase.

—Hay unas llaves... ¿y estas cuerdas con estos nudos? —Por el tono de voz, Mark parecía más molesto y sorprendido que Clara.

—Ni idea, cariño...

Cillian se secó las suelas en la toalla tendida en el suelo. La tela de las zapatillas seguía soltando agua, y cada vez que cargaba el peso sobre un pie se oía un chasquido. Se descalzó y se quitó los calcetines. Deprisa.

—¿Cómo que «ni idea»? ¿No te sorprendes?

—Claro que me sorprendo, pero tendrá una explicación. El portero estuvo aquí...

—¿El pesado?

Los calcetines hicieron el mismo viaje que la chaqueta del chándal. A continuación llenó las zapatillas con papel higiénico para que absorbiera la humedad y se las volvió a poner. Luego cubrió el exterior de las zapatillas con otro papel. Por lo menos de ese modo eliminaría el chasquido.

—Clara, ya sé que habrá una explicación, pero es eso precisamente lo que me preocupa. Mira estas jeringuillas... Por Dios, ¿qué está pasando aquí?

Por último, se desprendió también de la toalla, que se reunió con las otras prendas. Respiró hondo y asomó la cabeza al pasillo.

Clara y Mark, de espaldas, agachados, observaban lo que había debajo de la cama. Mark en pantalón de pijama; ella, desnuda.

—Vale, a mí también me parece rarísimo pero confío en que la explicación, al final, lo aclarará todo.

Cillian vio, impotente, cómo Mark hojeaba su libreta negra. El juego de los papeles invertidos seguía. Esta vez eran otros los que violaban su privacidad. Se sintió perdido. Sus secretos estaban a completa disposición del último inquilino llegado al edificio. Como en sus pesadillas, había perdido el control sobre su vida.

—¿Y esto? «Lunes 24, veinte mililitros, se ha dormido de inmediato; martes 25, veinte mililitros, idéntica reacción; miércoles veinte mililitros, idéntica...» ¿Qué coño es todo esto?

—¿Qué quieres que te diga? —De repente Clara se puso seria y se llevó una mano al vientre.

—¿Estás bien? —Mark, preocupado, la ayudó a ponerse en pie—. Cariño, ¿qué te ocurre?

Cillian vio que Clara hacía un gesto tranquilizador con la mano, pero seguía mareada. Tuvo una arcada. Su chico era todo atenciones:

—Túmbate.

El portero aprovechó la distracción que el malestar de Clara había provocado. Salió al pasillo en dirección al salón. Procuró que sus pasos fueran a la vez lo más ligeros y rápidos posible. El papel, al estrujarse contra el suelo, amortiguaba el chasquido, y lo hacía casi imperceptible para la pareja, cada vez más lejana.

Cillian llegó al salón acompañado por las palabras de Mark:

—No estás mejor... empiezo a preocuparme seriamente.

Llegó a la puerta lleno de preguntas. Y encontró la respuesta delante de sus ojos. La noche anterior la puerta no se había abierto porque habían echado el pestillo. Simplemente eso. En la oscuridad, y bajo los efectos del narcótico, no se había dado cuenta de ese detalle tan banal. Ese simple trozo de hierro más corto que un pulgar le había retenido atrapado una noche entera y le estaba haciendo pasar uno de los peores cuartos de hora de su vida.

De nuevo las voces de Clara y de Mark.

—Ya está, ya está... ha sido sólo un momento. Ya tengo hambre.

—No me lo puedo creer.

—¿Qué te parece si desayunamos en Max Brenner?

—¿De verdad ahora mismo estás pensando en comer?

Por el volumen de las voces, parecía que Clara había regresado al baño; hablaban a gritos. La chica volvió a abrir el grifo. El sonido del agua se acopló a su voz.

—¡Me apetece salmón y chocolate...!

Cillian deslizó despacio el pestillo. El cilindro metálico se desplazó sin hacer ruido. Abrió la puerta. La vía de escape estaba a su alcance. Así de fácil.

—Oye... Pero ¿qué hacemos con estas cosas?

Mark volvía a interesarse por sus secretos. De todo lo que se quedaba allí, a Cillian, la libreta era lo que más le preocupaba. Contenía sus notas sobre los vecinos, sobre Clara, sobre su particular forma de buscar motivaciones para vivir. Suponía que algunas eran indescifrables, pero otras sin duda eran totalmente explícitas. Si llegaran a la página con la lista de torturas, Mark y Clara alucinarían primero y, acto seguido, llamarían a la policía. De pronto se acordó del título de esa lista: «Cosas que hacerle a Clara». Evidente y pueril.

«¿Tiene alguna importancia?», se preguntó. Su intención era subir a la azotea y acabar con esa angustia de una vez por todas. «¿Qué más da que descubran lo que he hecho?»

Pero entonces le vino a la cabeza la mueca de esfuerzo de Alessandro. El chico que nunca se rendía. El chico que superaba cualquier obstáculo a pesar de que estuviese postrado en una cama. ¿Qué habría hecho Alessandro en su lugar?

Saber que él podía acabar con su vida en unos pocos segundos le infundió consuelo. Ahora, sin nadie que se interpusiese entre él y la azotea, volvía a tener el control sobre su existencia. Volvía a ser el amo de su destino. Si así lo quería, su angustia desaparecería en pocos segundos, el tiempo que el ascensor tardara en llegar a la última planta del edificio. ¿Qué más daba prolongarla unos minutos más?

«¿Qué haría Alessandro en mi lugar?»

Desde el baño, Clara seguía en su intento de quitar importancia al extraño descubrimiento de Mark.

—Ahora nos duchamos, desayunamos y después afrontamos ese tema, ¿te parece?

Mark no contestaba.

—Va cariño. Por fin estamos juntos... disfrutémoslo.

—Vale, vale... —El sonido de los pasos de Mark hacia el baño—. ¿La invitación de bañarnos juntos sigue en pie?

Empezaron a tontear. El retumbar de sus risas y bromas dentro de la bañera llegaba hasta el umbral, donde Cillian seguía con un pie fuera y un pie dentro, indeciso.

—Alessandro lo intentaría hasta el final.

Pensó que peor no podría encontrarse. Con la azotea a su alcance tenía su destino bajo control. Otro pequeño fracaso no cambiaría nada en la economía global de su existencia. Ésa era una de las ventajas de no tener futuro. Ahora que mandaba sobre su vida, nada podía asustarlo o preocuparlo. Volvió a cerrar la puerta. Se acercó despacio al pasillo.

—Ostras, Mark... ¡qué tonta!

—¿Qué pasa?

—No hay champú ni gel. No me he dado cuenta hasta ahora.

—No hay problema, nena. Creo que en la maleta llevo.

Cillian volvió sobre sus pasos y fue a esconderse detrás de las cortinas del salón. Justo a tiempo para que Mark, que salía del baño con una toalla alrededor de la cintura, no lo viera.

Se agachó a poca distancia de Cillian. Abrió su maleta, abandonada la noche anterior en medio de la sala, y rebuscó en su interior.

Mark era alto y fuerte. Aparentaba treinta y pocos años. El pelo oscuro, ligeramente largo pero cuidado. No era el prototipo de belleza masculina a los ojos de Cillian, pero entendía que resultara físicamente atractivo a una chica como Clara, que no valoraba la apariencia de su pareja.

Mark encontró lo que buscaba. Se levantó con el frasco de gel, y fue a la cocina, directo a la nevera.

—Veo que sigues teniendo el mismo perro guardián —le gritó—. Tal vez sea esto, Clara.

—¿Esto qué? —le gritó ella desde el baño.

Cillian oyó que Mark abría la nevera.

—La razón de que te encuentres mal. La dieta. Tal vez la estás haciendo mal.

—No creo... La verdad es que me la he saltado a la torera. Ni Courtney tiene ya el poder de retenerme. He asumido que nunca seré como ella.

Se aclaraba una duda que había tenido intrigado a Cillian durante semanas. La foto enganchada en la caja fuerte de la comida tenía la función de repelente. Clara había colocado allí a la delgada actriz para provocar en sí misma envidia, complejo de inferioridad, cada vez que tenía un antojo y el deseo de hincarle el diente a algo. La duda quedaba aclarada, pero Cillian no sintió ningún alivio. Su mente estaba en otro sitio.

—Clara, estoy viendo que tampoco hay comida... Tenemos que salir a comprar.

—No importa.

—¿Por qué? ¿Piensas comer fuera cada día?

—Tengo una idea mejor.

—¿Y es...? —Mark salió de la cocina.

—He decidido que nos vamos fuera.

Mark enfiló el pasillo:

—¿Has decidido qué?

Mark desapareció en el baño.

La bolsa de viaje del novio de Clara era de piel de ternera microperforada. El corte estaba hecho con láser y el logo no era visible a la legua. Estaba abierta, con los efectos personales desordenados por el suelo. Cillian tenía una misión importante que llevar a cabo, pero la curiosidad pudo con él también en una situación tan complicada.

En conjunto, la ropa era elegante y algo más convencional que la de Clara. Un par de camisas de Hugo Boss, una bufanda de la misma marca, una americana gris hecha a medida, dos corbatas, algunos polos de Ermenegildo Zegna. Los zapatos estaban guardados en bolsas de tela con el logo de Marc Jacobs. Sobre el sofá completaban su vestuario un abrigo de Michael Kors y un gorro de lana de Cerruti. En el suelo había un neceser elegante y ordenado. Un perfume de Commes des Garçons. Un iPad en su funda, un iPod y distintos cargadores de móviles y otros aparatos. Y, debajo del todo, una cajita envuelta en papel de regalo con el logo de Tag Heue y un pequeño sobre de acompañamiento: «Para Clara».

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