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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

Mientras duermes (20 page)

BOOK: Mientras duermes
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—No te preocupes. Si tienes alguna duda, me llamas. Yo cargaré con la responsabilidad de lo que hagas.

—Pero...

—¿Qué has hecho, Cillian? —La voz de Ursula sonó calma e inocente. El portero y Clara se giraron hacia ella. La niña lo repitió—: ¿Qué has hecho esta vez, Cillian?

—Él no ha hecho nada, pobre. Es que hay una plaga de insectos en mi apartamento. ¿Vosotros habéis visto algún bicho en el vuestro?

El padre de Ursula negó con la cabeza. Mientras tanto, Cillian aguantaba la mirada de la niña. Ursula, con su pastelillo de chocolate en la mano, le estaba diciendo que ella sabía que el portero tenía algo que ver con esos insectos.

La situación en el pasillo, a los ojos de Cillian, estaba degenerando. Su plan había tomado un camino imprevisto. Los corrillos de vecinos eran cada vez más numerosos. La amenaza de la plaga de insectos parecía provocar más preocupación que la posible derrama por la fuga de agua en el 5B. En esa confusión, la ya difícil tarea de convencer a Clara para que se quedase resultaba más complicada. Las continuas intromisiones de los vecinos recién llegados rompían cualquier posibilidad de conexión con la chica.

Cambió de estrategia. Si no podía retenerla consigo, por lo menos podía crearle problemas con los demás.

Esperó el momento y, cuando estuvo seguro de que la mayoría de los vecinos le oían, preguntó a Clara:

—¿Hace mucho que tiene esos sarpullidos en la piel?

El volumen de los cuchicheos bajó. Clara le miró sorprendida. Ya habían tenido esa conversación hacía poco, en el ascensor. No entendía a qué venía sacar ese tema de nuevo justo en ese momento.

—Un par de días, pero no es nada grave.

Cillian contraatacó:

—Los insectos son portadores de enfermedades... Debería hacérselo mirar, porque tal vez... —Levantó el tono de voz—: ¿Alguien más tiene la piel irritada? ¿Escoriaciones? Sobre todo los niños...

Los vecinos negaron con la cabeza o con sutiles murmullos, pero la preocupación caló de inmediato en todos ellos. Cillian vio que un par de vecinos se alejaban disimuladamente de Clara.

Entonces la chica intervino con naturalidad y una sonrisa tranquilizadora.

—No tiene nada que ver. Estuve en el dermatólogo ayer... es sólo una alergia a un jabón o a una crema que me he puesto. Está comprobado. —Clara le miró a los ojos y dijo, sincera—: Gracias por preocuparte tanto, Cillian, pero estoy bien. —Rió—. Aunque últimamente llevo una racha...

El cuchicheo alrededor volvió a moderarse. La respuesta de Clara parecía convencer a la mayoría. Por si acaso eso no bastaba, el inoportuno vecino del 8D, médico, confirmó que la patología de la vecina del 8A no tenía vínculos aparentes con una posible enfermedad provocada por insectos, que, además de improbable, no era de tan fácil transmisión como se podía pensar.

Clara se llevó a Cillian aparte y le dio un papelito.

—Aquí está mi móvil y el número de mi madre. Cualquier cosa, me llamas. No sabes cómo te agra...

De repente la chica se puso muy seria. Se llevó la mano a la boca. Tuvo una arcada. Se acercó al padre de Ursula.

—¿Puedo usar su baño? —Casi sin esperar respuesta, se metió en el 8B y corrió al servicio.

Cillian, dentro de la mala mañana, tuvo una pequeña satisfacción. «Náusea, efecto colateral del narcótico no previsto pero bienvenido», pensó.

Se cruzó de nuevo con la mirada de Ursula. Estaba enseñándole el trocito del pastelillo de chocolate que le quedaba en la mano. No se lo iba a comer. Lo reservaba para él, para el vestíbulo.

El edificio, una vez más, volvía a la normalidad.

11

A las 8.20 de la mañana, Clara, por segundo día consecutivo había entrado en un taxi, había sonreído amable al chófer, y se había marchado con sus pertenencias mínimas y sin fecha de vuelta. Era un jueves gris, frío pero sin nieve. El portero se preparó mentalmente para un fin de semana muy largo sin su chica.

Clara se iba, y Cillian tenía la culpa. Se quedaba solo porque había sido un patoso, incapaz de prever las más obvias consecuencias de sus acciones. Esa pelirroja seguía ofuscando su mente.

A media mañana Cillian estaba en el piso de Clara; llevaba un traje de nailon impermeable, una bombona de veneno a la espalda, el dispensador en la mano, y una visera transparente que le cubría el rostro pero no ocultaba su expresión de enfado.

Había cubierto con sábanas y plásticos los muebles de madera y los demás objetos delicados. Había metido las fundas de los cojines del sofá y las cortinas en una bolsa negra y grande.

—Aquí nunca había habido una plaga de insectos. ¡Estamos en el Upper East, demonios!

Cillian no estaba solo. A su pesar. En el umbral se había reunido un reducido corrillo de vecinos. El cascarrabias del 10B llevaba la voz cantante.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó, ingenua, la señora Norman; esta vez la acompañaba su perra Aretha.

—¿No le parece una coincidencia que este problema haya ocurrido precisamente a las pocas semanas del cambio de portero?

Cillian escuchaba en silencio.

—Hombre, claro que ha sido una coincidencia —le defendió la señora Norman. Y, orgullosa por haberlo hecho, se dirigió a él—: Cillian, pasarás también a controlar mi apartamento, ¿verdad?

—Lo que no me explico es cómo han llegado sólo a la octava planta... —continuó el del 10B—. Deberían estar también en otras partes del edificio...

Cillian, más por instinto que por una estrategia planeada, soltó:

—Las cucarachas se desplazan por las tuberías del agua y van donde hay suciedad. Desconozco el nivel de higiene de la señorita que vive aquí.

El vecino paseó la vista por el piso.

—Francamente, esto parece muy limpio.

Cillian estuvo a punto de replicar. De enfatizar la imagen negativa de Clara a los ojos de los vecinos. Pero abortó su intento desde el origen. Se sentía demasiado débil. Cansado. Desmotivado.

La señora Norman, con un traje amarillo a juego con el jersey de su perra, seguía con su libre e independiente reflexión.

—Cillian, mejor que vengas ya esta tarde. Si no, no voy a dormir tranquila. Una vez Celine tuvo pulgas y lo pasamos todas fatal.

—Por una vez estoy de acuerdo contigo —la interrumpió el vecino del 10B—. Esto se debe a un problema de higiene, sin duda. Evidentemente el edificio no está tan limpio como debería.

—Pero Cillian no es el responsable de la limpieza —intervino de nuevo en su defensa la señora Norman.

«Esto no ha salido como debía», refunfuñó en su cabeza el portero, que ya percibía los primeros síntomas de un ataque de migraña.

—Si no está contento con la limpieza —continuó la señora Norman—, quéjese a la empresa encargada de ello, no a Cillian.

—Usted habla mucho, señora, pero igual resulta que los bichos los han traído sus perros... Todos sabemos que son animales poco limpios.

—No se atreva a insinuar nada, se lo advierto. Para su información, llevo a mis chicas a la peluquería cada dos semanas. Y siempre les hacen un baño antiséptico. —Le habían tocado la fibra sensible; la señora Norman se soltó—: En cambio, no parece que usted lleve el pelo demasiado limpio. A ver si ha sido usted el que nos ha traído los piojos...

—No diga tonterías, por favor, señora. Estamos hablando seriamente.

Cillian decidió que ya tenía suficiente. Bajó el protector de plástico transparente de la máscara y encendió la fumigadora. Dirigió el vapor hacia los vecinos.

—Tengan cuidado que es veneno.

Los vecinos dieron un paso atrás y salieron al pasillo.

—Ya he hablado con el administrador —siguió el del 10B—. Propongo una junta urgente para que...

Portazo. Cillian había cerrado la puerta de una patada. Por fin se hizo el silencio. Una vez solo, apagó la fumigadora, respiró hondo y miró alrededor. Las ventanas sin cortinas y los plásticos que lo recubrían todo transmitían una sensación de largo abandono, como si tuviera que transcurrir mucho tiempo antes de que la vida regresara a esos fueros. «La fístula ha acabado en mi ano», se dijo Cillian.

Paseó por el piso. A pesar de que Clara nunca estaba en casa a esa hora, la echaba de menos. Era una sensación extraña. Más propia de un amante abandonado que de un acosador frustrado. Pero no la reprimió. Echaba sinceramente de menos a la chica pelirroja.

Entró en el dormitorio. La cama, sin sábanas, estaba cubierta por un plástico grande. Otro plástico cubría el armario, y un tercero la mesilla de noche. El colchón estaba apoyado vertical contra la pared, con el agujero hecho por Cillian a la vista.

El armario, vacío, parecía mucho más grande y espacioso. Todas las prendas de Clara, zapatos incluidos, yacían en cuatro bolsas blancas destinadas a la tintorería.

El estómago le dolía como si estuviera empachado. Oía incluso el embarazoso ruido de los ácidos gastrointestinales removiéndose sin cesar en su interior.

El baño estaba completamente despejado. Clara le había llamado y le había dado instrucciones de que hiciera borrón y cuenta nueva. Así que el champú, el gel, las cremas de todo tipo, la pasta de dientes, el cepillo, los peines, todo había acabado en una bolsa de basura. Y con ellos sus horas de trabajo y un par de tapones de desatascador. Cillian había opuesto una tímida resistencia alegando que los productos de los frascos no podían haber sido contaminados por los insectos. A lo que Clara había replicado que todo producto con fecha de caducidad que se encontrara en su casa se consideraba oficialmente inmundicia. Y Cillian estaba demasiado abatido para resistirse.

La mayoría de las cucarachas seguían en la bañera, entrando y saliendo del desagüe con alguna misión secreta. A pesar de que habían cumplido su tarea perfectamente, quiso pagar con ellas su frustración. No era la primera ni la última vez que justos pagaban por pecadores. Abrió el grifo de agua caliente para comprobar su reacción al agua y al calor. Pronto se formó un remolino en el desagüe. Las cucarachas salieron disparadas del agujero. Cillian contó trece. Y todas sobrevivieron a la fuerza del agua sin grandes problemas. Todas consiguieron salir de la bañera. Algunas se quedaron explorando el borde, otras se perdieron por el suelo. Cillian intentó aplastar a la que se había quedado más retrasada. Sus manos la persiguieron por el borde hasta el grifo. Se percató entonces de que el agua salía fría a pesar de que el regulador de temperatura estaba al máximo. Fue a mirar el calentador: la llama estaba apagada. El interruptor de la luz tampoco respondía.

Fue a ver la caja de los fusibles. El diferencial había saltado y no había forma de restablecer la corriente: cada vez que Cillian levantaba la palanca, la luz regresaba unos instantes y el diferencial volvía a saltar.

Le dolía el estómago, como en las series de televisión más necias o en las ridículas novelas para adolescentes. No había diferencia entre lo que estaba viviendo y los personajes de esa basura. Pero le ocurría y no podía negarlo. Esa chica no sólo le ofuscaba el pensamiento, sino que le provocaba sensaciones nuevas. Y encima la migraña, que mostraba cada vez más sus incipientes síntomas. Veía pequeños puntitos amarillos. De momento sólo en el ojo izquierdo. Más adelante —lo sabía— afectarían también al otro ojo.

En la cocina todavía no había protegido los electrodomésticos con plásticos. Siguiendo las indicaciones de Clara, abrió la despensa y echó toda la comida en una bolsa de basura. Repitió la operación con la nevera. Como era obvio, la lamparita interior estaba apagada. Al sacar la verdura y los yogures, notó que dentro de la nevera había prácticamente la misma temperatura que fuera. Lo que significaba que el corte de luz había ocurrido hacía horas, a buen seguro cuando él aún estaba allí con Clara.

Abrió la puerta del congelador y un chorro de agua maloliente se derramó en el suelo. Los cubitos de hielo se habían deshecho y las cajas de verduras y de pescado estaban empapadas.

«Lo que faltaba.»

Cogió un cubo y una fregona y se puso a limpiar. Se vio a sí mismo barriendo la acera, pasando la mopa por el suelo del vestíbulo, borrando las huellas en la nieve de la azotea, fregando las escaleras y el pasillo de la quinta planta. «Mira por dónde siempre acabo haciendo lo mismo... y eso que en mi contrato se excluyen las tareas de limpieza.»

El agua se había colado también debajo de los electrodomésticos. Cillian sacó la nevera hacia fuera, separándola de la pared, y descubrió la razón del cortocircuito. Allí atrás había dos ratones grises tumbados patas arriba. Electrocutados. Vio el cable eléctrico mordisqueado.

—¡Vaya par de idiotas! ¡No habéis durado ni un minuto! —Miró alrededor—. ¿Dónde demonios está vuestro amigo?

Una vez hubo limpiado la cocina, encendió por fin la fumigadora. El veneno, en forma de vapor, empezó a difundirse por todo el apartamento. Quería que Clara volviera lo antes posible y que se quedara, así que se propuso hacer un buen trabajo. No tenía sentido dejar rastros de insectos, lo único que conseguiría sería otro alejamiento de la chica.

El vapor asesino se posó sobre el ficus, sobre la alfombra del salón, sobre el sofá sin funda. Sobre los muebles, los armarios, las sillas, la encimera de la cocina, sobre los imanes de la nevera y la cara de Courtney Cox, sobre y detrás de los cuadros, sobre las lámparas, la bañera, el lavabo. En todas las esquinas. Los bichos iban cayendo sin excepción. De forma inmediata las moscas. Con cierto retraso las cucarachas, que seguían arrastrándose por el suelo, cada vez más lentas, hasta que de pronto se paraban, como un coche antiguo.

No disfrutó con la muerte de los insectos. Ni siquiera al estropear con el veneno las plantas de Clara o algunos recuerdos que quedaban dentro de los cajones. Ese vapor que llenaba el apartamento era la demostración de su fracaso. No venía a cuento fingir pequeñas satisfacciones. Sabía que no las merecía.

Pasó toda la tarde allí. Y ningún vecino, ni siquiera el cascarrabias del 10B, se lo reprochó, tan grande era el temor de que la plaga se extendiera a otros apartamentos.

Apagó la bombona cuando la migraña se hizo insoportable. La visión, con esos molestos puntitos amarillos, se le complicaba; el dolor de cabeza le martirizaba. Y lo curioso era que las mariposas seguían revoloteando dentro de su estómago.

Regresó a su estudio a atiborrarse de aspirinas. Se echó, casi ciego, en la cama, con una bolsa de hielo sobre la frente. Una mínima sensación placentera dentro de un cuadro general bastante crítico. No había sido un buen día. Y su maltrecho organismo se lo recordaba por si acaso.

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