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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

Mientras duermes (15 page)

BOOK: Mientras duermes
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—Tenías que haber visto la cara que puso cuando entró en su casa. Nunca la olvidaré.

Alessandro esbozó entonces una mueca que parecía una sonrisa. No tardó en olvidarse de su enfado y en mostrarse colaborador.

Cillian le ayudó a levantarse. Le dejó de pie, apoyado en la pared; con una tiza trazó una marca en el suelo, en el punto hasta el que Alessandro había llegado dos días antes. Calculó entonces la distancia que faltaba para llegar a la ventana del dormitorio.

—Mira —dijo contando los pasos—, ya has hecho un cuarto del camino. No está mal. Antes de que acabe el invierno lo lograremos. Lo lograrás.

Empezaron la sesión.

—La pierna derecha.

A pesar de la total entrega y voluntad, el esfuerzo era inmenso. Un paso de apenas cinco centímetros le costaba la vida. Cillian, para animarle, apeló a su rabia:

—Éste es un mundo injusto, Ale, y tú lo sabes mejor que nadie porque te ha golpeado muy duro. Mueve esa bendita pierna.

El cuerpo de Alessandro temblaba por el esfuerzo. La sangre le subió al rostro.

—Te ha tocado la vida más jodida que he conocido. Y no sólo por lo de la médula... sino por la gente que te rodea. No has tenido suerte en nada. La pierna derecha, vamos.

El temblor se hizo violento. Alessandro emitió un gruñido animal. Las mandíbulas se cerraban, sometían los dientes a una presión creciente.

—Tu chica te ha dejado, tus hermanos y tus amigos pasan de ti, y tus padres son unos pobres paletos que ni siquiera son conscientes de que tu cerebro sigue funcionando. La maldita pierna derecha o vuelvo a meterte en la cama.

Por fin su pie derecho se movió unos pocos centímetros. Alessandro parado, con la respiración entrecortada, recuperó las fuerzas.

—Y cada día será peor, Alessandro. Da igual lo que digan los médicos. Cada día, peor. Lo sabemos. Así que cuanto antes lo consigas, mejor para ti. Porque llegará un día en que no estaré aquí. Ahora la izquierda.

Alessandro le miró a la cara. Sabía que Cillian decía todas esas cosas para animarle pero que, al mismo tiempo, disfrutaba genuinamente de ese despiadado ensañamiento.

—¿Han vuelto a ponerla? —Dijo Cillian, que miraba con una sonrisa el marco de fotos sobre la cómoda, delante de la cama. Se trataba de un retrato de Alessandro, antes de la enfermedad, abrazado a una chica rubia—. ¿Quién ha sido? Tu madre, ¿verdad?

Empapado en sudor, Alessandro se concentró para mover la otra pierna.

—¿Tu madre sabe que ese zorrón, mientras tú te meas en los pañales, se tira a medio campus?

El cuerpo de Alessandro volvió a temblar por el esfuerzo.

—¿Te animaba ella la noche que te machacaste los huesos? ¿Qué te decía? ¿Salta, amor, salta... siempre adelante, cariño? —Esa información le había llegado de tercera mano. Un amigo presente en la tragedia se la había contado a un hermano de Ale, que se lo había contado al padre, que se lo había contado al portero. Era un tema que Cillian amaba rememorar—. La izquierda. No ha venido ni una vez a verte, ¿verdad?

De nuevo ese gruñido animal. El labio inferior quedó atrapado entre la presión brutal de las mandíbulas. Se abrió una brecha, de la que manó un espeso reguero de sangre.

—No ha venido, estoy seguro... porque me paso abajo todo el día... y en un pibón así me habría fijado, ¿sabes?

Alessandro lanzó una especie de grito y consiguió mover la pierna izquierda. Levantó la mirada hacia Cillian, satisfecho, con la barbilla manchada de sangre.

—¿A qué viene esa mirada de triunfo? Sólo has avanzado veinte centímetros... Mira cuánto te falta. La pierna derecha.

Siguieron así durante media hora. Media hora en la que Cillian le repitió, bajo distintos enfoques, lo desgraciada y sin sentido que era su vida. Alessandro aún se hallaba lejos de su marca anterior. Y la creciente provocación de Cillian era inversamente proporcional a la rabia de Alessandro. Con el pasar de los minutos y el cansancio, el chico aceptaba todo cada vez más pasivo, apático. Hasta que cesó en sus esfuerzos. Su cuerpo dejó de temblar, su rostro se relajó; comunicó su decisión con una mirada de renuncia y clemencia.

—¿No puedes más?

Alessandro cerró los ojos. No aguantaba más. Esta vez se rendía, derrotado, más allá de toda su buena voluntad. Pidió con señas, con las pocas fuerzas que le quedaban, que Cillian le devolviera a la cama. Éste, por respuesta, le vomitó a la cara una ráfaga de crueldades. Sin efecto. Fue a por la foto de la ex novia de Alessandro y se la puso delante de la cara. Pero tampoco dio resultado. Ya no había orgullo ni dignidad a la que apelar. Alessandro, pálido, intentó mover los labios para emitir algún sonido y, de pronto, se desplomó en el suelo.

Se había rendido.

Cillian, muy serio, acercó su rostro al del chaval y le giró la cabeza para que le mirara.

—¿Quieres poner fin a toda esta mierda, Alessandro? ¿Quieres seguir yendo hacia delante?

Alessandro cerró los ojos, pero no los reabrió. No era un sí, era la única forma que tenía de evitar su mirada.

—¿Lo quieres?

Una rabia inexplicable recorría el cuerpo del portero. Con la mano libre, le abrió los parpados, le obligó a mirar.

—Pues de ti depende. Llega a esa maldita ventana y acaba con tu sufrimiento.

Una visita en principio rutinaria estaba adquiriendo una importancia trascendental en la relación entre los dos.

Alessandro le miró con una expresión que Cillian no le había visto nunca. Le rogaba compasión. Le estaba pidiendo que se apiadase de él: no por la sesión de ese día, sino por su vida. Le miró a los ojos, luego miró la ventana, y después otra vez a él.

Cillian, como siempre, le entendió a la primera.

—¿Que te lleve hasta allí y acabemos con esto?

Alessandro cerró brevemente los ojos y volvió a abrirlos.

Cillian se calmó de inmediato. Se agachó a su lado y le puso una mano en el hombro.

—¿Ahora mismo? —preguntó con dulzura.

Alessandro asintió.

Entonces fue Cillian el que cerró los ojos. Meditó a oscuras durante más de un minuto. Cuando volvió a abrirlos, Alessandro le estaba mirando expectante, emocionado.

—No sé cómo te sonará esto... pero siempre he pensado en nosotros como la rana y el escorpión. —El rostro de Alessandro le informó que estaba muy lejos de comprenderle—. Escúchame... así me entenderás.

Percibió entonces el esfuerzo de concentración que hacía el joven a pesar de la conmoción interior que estaba viviendo.

Su afición por el escorpión venía de lejos, desde el día que aprendió en la escuela, en una clase de biología, que ese letal arácnido, de vida solitaria, tenía la curiosa costumbre de clavarse la aguja en su espalda cuando se veía acorralado por enemigos o predadores más fuertes. De inmediato, antes incluso de que empezara su coqueteo con la ruleta rusa, Cillian había sentido simpatía por ese ser que no dudaba en quitarse la vida cuando se veía agobiado.

Más tarde conoció la fábula de Esopo que tenía por protagonista al mismo animal y la conexión fue total. Cillian y el escorpión compartían una filosofía de la vida prácticamente idéntica.

Con voz calma, casi como un padre que relata un cuento a su hijo, empezó esa fábula que sentía muy suya.

—Un escorpión que no sabía nadar se encontró atrapado en una isla a punto de ser anegada por un río. Vio entonces a una rana que nadaba por allí y le suplicó que le llevara a salvo a la orilla. «¿Por qué debería hacer semejante locura?», preguntó la rana. —Alessandro lo miraba alucinado, sin entender nada pero animado por la ilusión de que todo eso le llevara a conseguir lo que estaba buscando—. «No te haré nada», le aseguró el arácnido. «Si te pinchara, moriría yo también.» Así que la rana decidió hacer la buena acción del día y cargó al escorpión sobre su espalda. Todo fue bien hasta que, en medio del río, la rana sintió un dolorosísimo pinchazo detrás de su cabeza. Comprendió que el escorpión le había clavado el aguijón en el cuello. «Pero ¿por qué lo has hecho? Ahora moriremos los dos...» A lo que el escorpión, mientras empezaba a hundirse en el agua, contestó: «Lo siento, no pude evitarlo. Clavar el aguijón está en mi naturaleza».

Cillian observó a Alessandro.

—¿Lo entiendes ahora?

El chico abrió los ojos como platos, totalmente perdido.

—Nunca he hecho nada bueno por nadie... es algo que no está en mi naturaleza... por mucho daño que me haga también a mí mismo, no puedo evitarlo.

Alessandro seguía sin comprender la metáfora de la rana y el escorpión, pero intuyó que toda esa absurda referencia literaria no significaba nada bueno para él.

—Si pudiera hacer un favor a alguien, tú serías el primero —intentó animarle Cillian.

Pero Alessandro no valoró esta buena intención. Su mueca pasó de la compasión y el agradecimiento a la pura desesperación.

Cillian le pasó un brazo por debajo de las piernas y el otro por los hombros. Aguantando su mirada y sus inofensivos intentos de liberarse de él, se puso en pie. Alessandro, con los ojos húmedos, hizo un último intento. Se concentró, su rostro se tensó y emitió un sonido sucio pero de inequívoca interpretación: «La ventana».

Cillian no le secundó. Dio un paso adelante —eso bastaba para cubrir el trayecto caminado por Alessandro— y lo tumbó en la cama con delicadeza.

Alessandro desahogó su desesperanza con un sutil, prolongado y conmovedor sonido gutural. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Cillian se dirigió hacia la puerta, abatido.

—Lo siento.

Se marchó sin tener el valor de mirarle a la cara.

Por primera vez también Cillian tomaba conciencia de que el objetivo que se había propuesto con Alessandro era inalcanzable. Sabía que el chico había percibido su decisión como una traición cruel. Pero el dolor de Alessandro no le provocaba felicidad. No de esa forma. Alessandro nunca llegaría por sí mismo a la ventana. Y eso era lo que importaba. Un fracaso para él y para Cillian.

El
signor
Giovanni se percató de que ocurría algo extraño.

—¿Va todo bien, Cillian?

Dudó unos instantes.

—Si no le molesta, hoy sí aceptaría su
grappa
.

El
signor
Giovanni accedió, pero seguía sorprendido por la extraña actitud de Cillian.

—¿Pasa algo? —insistió.

—La verdad, ya no estoy tan seguro de que mis visitas le hagan ningún bien.

El hombre se detuvo. No sabía qué decir. La señora Lorenzo salió de la cocina.

—¿Por qué dices eso, Cillian? —preguntó, preocupada.

—No es culpa de nadie. Simplemente es lo mejor para todos.

La noticia fue una tragedia para los dos progenitores. La madre no lo asimilaba o no quería comprenderlo.

—Pero ¿te ha hecho algo? No lo entiendo... sois amigos.

Cillian sonrió por el comentario. A pesar de que Alessandro era la persona que mejor le caía, nunca le había considerado un amigo.

—Vaya a ver a su hijo. Se ha cortado el labio y... necesita ayuda...

La señora Lorenzo le lanzó una mirada de recriminación. Quería dejarle claro que no compartía en absoluto su decisión. Se apresuró hacia el dormitorio bamboleando la cabeza. El
signor
Giovanni salió de su ensimismamiento y le tendió el licor.

—Pero ¿por qué tan de improviso? Dime qué ha ocurrido, por favor. Tal vez podamos hacer algo... Vamos, Cillian... —Se le humedecieron los ojos—. No nos abandones tú también. —Estaba dolido. Le temblaba la voz y la botella de
grappa
que tenía en la mano—. ¿Sabes que eres la única persona fuera de la familia que le viene a ver?

Cillian vació el vaso de un trago.

—El problema es que lo que consigo es que esté peor. Mi compañía no es buena.

El
signor
Giovanni volvió a llenarle el vaso a pesar de que Cillian le hacía señas de que no quería más.

—¡Qué tontería, claro que es buena! Cuando está contigo, está mejor. Nosotros eso lo vemos.

—¡Cillian! —La señora Lorenzo asomó la cabeza por la puerta de la habitación de Alessandro. Parecía desconcertada—. ¡Ven aquí! —gritó.

El portero, seguido por el
signor
Giovanni, cada vez más confuso, obedeció. Desde luego, esa visita estaba tomando un rumbo totalmente imprevisto.

Entró en el dormitorio y encontró a Alessandro con el cuerpo medio fuera de la cama, los pies en el suelo y la mirada delirante.

Las cuatro personas que se hallaban en la habitación permanecieron en silencio. Tensión, rabia y desesperación llenaban el espacio.

—¿Has bajado tú solo? —preguntó Cillian, sereno, entre admirado e incrédulo—. ¿Quieres seguir con la sesión?

Cillian y Alessandro intercambiaron una mirada llena de significado para ellos y totalmente inescrutable para los perplejos progenitores.

Alessandro quería seguir con la sesión. Y no sólo eso. Aceptaba que, si decidía quitarse la vida, tendría que hacerlo por sí mismo. Y estaba dispuesto a cualquier esfuerzo y sacrificio para conseguirlo. Entregaba lo que le quedaba de vida a la búsqueda del suicidio.

—Olvídense de lo que les he comentado antes —dijo mirando a los padres—. Seguiré viniendo regularmente. Lamento el malentendido.

Los Lorenzo se miraron confundidos. Todo era demasiado complicado, demasiado rápido para ellos. El
signor
Giovanni, para salir de esa situación de impotencia, apeló a su autoridad de páter familias y dio una orden que en realidad no era más que una pasiva aceptación de la realidad.

—Vamos, Esther. Dejémosles solos.

Cillian se acercó a Alessandro y le ayudó a ponerse de nuevo en pie, al lado de la cama.

—Señora —Cillian reclamó la atención de la madre—, necesito que haga algo por Alessandro.

La mujer se asomó y le miró totalmente dispuesta.

—Dime, Cillian, lo que sea.

—Coja esa foto y tírela a la basura.

Salió de la casa de los Lorenzo un rato más tarde. Alessandro no había llegado a su última marca, pero su fuerza interior le había emocionado. Alguien que deseaba tanto morir, merecía su total respeto. La meta seguía pareciendo inalcanzable, pero la voluntad de hierro del joven era un buen presagio.

Y encima le esperaba una gran noche.

A las 23.36, después de la conversación habitual con su novio, Clara entraba en un sueño profundo e inducido. El cloroformo concentrado funcionó a la perfección. No hubo resistencia ni sorpresas. La chica permaneció con los ojos cerrados, abrió la boca y empezó a respirar profundamente bajo la ligera presión del algodón empapado en el narcótico.

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