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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

Mientras duermes (10 page)

BOOK: Mientras duermes
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—Bueno... ¿y tú que has hecho hoy? Oigo suspiros... ¿seguro que estás solo?

Habían dejado de hablar de lo que le interesaba. Cillian desconectó y aguardó a que llegara su momento.

Y no tardó. Después de un breve intercambio de bromas y tonterías propias de una pareja, Clara adoptó un tono tierno y algo melancólico. Cillian, abajo, anticipó mentalmente la despedida: «Te quiero. Te quiero muchísimo, cariño». Y arriba, unas décimas de segundo después, Clara repitió:

—Te quiero. Te quiero muchísimo, cariño.

Colgó.

Diez minutos más tarde la habitación estaba sumergida en la oscuridad. La respiración de Clara era profunda y lenta. El momento había llegado. Cillian se deslizó despacio de debajo de la cama. Se levantó a su lado. Llevaba la mascarilla puesta y el algodón, empapado de cloroformo, en la mano.

Le acercó el algodón a la nariz. Una acción mecánica, repetida noche tras noche, durante muchos días. Pero esta vez la reacción fue otra.

Al contacto con el algodón, Clara dio un respingo, levantó el busto y giró la cabeza hacia él. Quedó cara a cara con Cillian; con los ojos abiertos, mirándole.

El portero echó instintivamente la cabeza hacia atrás, como para alejarse de ella, pero sin dejar de presionarle la nariz con el algodón. Notó cómo el corazón daba dos violentos e irregulares latidos. La saliva se le fue por el otro lado. Luchó por retener la tos.

Un segundo. No más. Después Clara se desplomó como una piedra sobre la cama; la mano de Cillian seguía pegada a su cara.

Por fin liberó la tos reprimida. Su corazón latía enloquecido. Le ocurría cada vez que perdía el control de la situación. De hecho, sus peores pesadillas eran así. Su mente recreaba situaciones en las que dejaba de ser el titiritero y vivía a merced de otros. Situaciones de lo más cotidianas, como cuando se encontraba en un taxi y, de pronto, el conductor no le llevaba por donde él quería, aunque golpeara el cristal de separación o intentara abrir las puertas bloqueadas del vehículo. En otra pesadilla, menos recurrente pero más molesta, volvía a su estudio y se encontraba a su madre, a familiares y a extraños que le habían organizado una fiesta sorpresa. Siempre se despertaba empapado en sudor y con el corazón en la garganta.

En ese momento estaba viviendo una de sus pesadillas en el mundo real. Dejó de presionar la nariz de Clara. Tocó a la chica con la punta del dedo. Con delicadeza, en el hombro. Volvió a hacerlo, con más intensidad. Seguía dormida. Entonces la sacudió con fuerza. La levantó y la dejó caer en la cama. No reaccionaba. Estaba profundamente dormida.

Se sentó a su lado. Miró, perplejo, el frasco de cloroformo. Algo no había funcionado. Era el mismo frasco que había utilizado la noche anterior, por lo que la dosis era la adecuada. Pensó, agobiado, que tal vez el organismo de Clara se estaba acostumbrando al narcótico.

—No me hagas esto, pequeña —le susurró al oído; escuchar su voz le tranquilizaba—. No me hagas cambiar de anestésico, por favor. —Cerró el frasco y se quitó la mascarilla—. No sabes lo mal que me sentaría dejarlo. —Sobre todo por los efectos colaterales. Cillian sabía que la ingesta continuada del narcótico podía provocar daños en el hígado y los riñones, por no hablar de la sospecha de que fuera una sustancia cancerígena—. No me hagas esto, Clara...

Pensó que Clara llevaba más de tres semanas inhalando esa sustancia todos los días, fines de semana excluidos. Se serenó al pensar que, de todas formas, algún tipo de deterioro había tenido que producirse ya en el organismo de la chica.

Respiró hondo. El corazón recuperaba poco a poco su ritmo normal. Resopló y volvió debajo de la cama para esconder sus cosas y coser el agujero.

Necesitaba animarse y olvidar el mal momento que acababa de vivir. Regresó al salón dispuesto a sumergirse en su habitual violación de la privacidad de Clara.

Sacó del cajón el álbum de fotos y la caja de cartas. Se sirvió pollo a la plancha con patatas, y reemprendió su atento análisis desde la marca que había dejado la noche anterior.

El álbum era tan caótico como el cuarto de invitados de Clara. Un cajón de sastre de imágenes que se sucedían sin vínculos temáticos o temporales. Una foto que mostraba a Clara de niña junto a otros amiguitos en una granja atrajo su atención: era la única foto que veía en la que la niña no sonreía. Al contrario que los otros niños, emocionados al verse rodeados de cabritillas, la pequeña Clara parecía mirar alrededor con desconfianza.

Cillian volvió a inspeccionar rápido el álbum, página tras página. Encontró otra foto en la que Clara tenía una expresión similar. Estaba al lado de una niña también pelirroja y algo mayor que ella. La que con todas probabilidades era su hermana enseñaba a la cámara un gatito. Clara se mantenía algo apartada, con la mirada puesta en el felino.

Unas cabras, un gato y un factor común: la ausencia de sonrisa. De repente, del baúl de sus recuerdos, una anécdota que había permanecido adormecida en su cabeza salió a la luz.

«Hola... Perdona pero no recuerdo tu nombre...» Clara se le había presentado de esa manera una mañana en el vestíbulo, con su pelo rojo cuidadosamente despeinado y sus ojos llenos de vida. A Cillian le bastaron esos segundos para sentir un sano desprecio hacia esa desconocida y el deseo animal de borrarle de la cara, con un puñetazo, esa expresión de felicidad. «Cillian, me llamo Cillian, soy el nuevo portero. ¿Y usted es la señorita...?» «Clara. Clara King del 8A. Bueno, Cillian, bienvenido al edificio y... siento mucho empezar así, pero tengo que pedirte un favor...» Entonces, durante un instante, una expresión de angustia había surcado el rostro de Clara, pero Cillian no había sabido ponderarla adecuadamente porque no conocía a la joven. «Lo que sea», había contestado él. Esa misma mañana entró por primera vez en el 8A, pero lo hizo de forma totalmente ortodoxa y socialmente aceptable: invitado por Clara. La paloma yacía sin vida en el alféizar de la ventana, hecha un ovillo de plumas grises y aparentemente malsanas. «Me la he encontrado allí esta mañana y... no soporto verla», se había disculpado la pelirroja, mostrando, otra vez, su inusual expresión de agobio. «Yo me hago cargo. ¿Tiene una bolsa de basura?» Mientras la chica había ido a la cocina, Cillian había aprovechado para mirar alrededor, inspeccionar ese lugar acogedor; no sabía aún el vínculo que acabaría teniendo con él y su dueña. Los colores del mobiliario confirmaron esa sensación de repulsa que había sentido por la joven.

No fue necesario seguir rememorando. Dejó el baúl de los recuerdos y se centró en el presente.

—¿No te gustan los animales? —le preguntó, en voz alta, como si ella pudiera oírle.

Le vino entonces a la cabeza otro detalle de una anterior inspección en el 8A. Se levantó como un resorte y fue a la cocina. Abrió el armario de debajo del fregadero. Había muchos productos de limpieza para la casa. Cada uno con una función específica. Pero lo que llamaba la atención era que hubiese varios botes de insecticida. Uno para hormigas. Otro para moscas y mosquitos. Otro para polillas.

Cillian confirmó su descubrimiento.

—Definitivamente, los bichos no van contigo.

Ya que estaba allí, siguió inspeccionando la cocina. Su mirada se cruzó con la de Courtney Cox. Abrió la nevera. Dentro había fruta fresca, verdura variada, quesos ligeros, bebidas sin azúcar, un sobre con jamón cocido bajo en sal... En general, salvo un tarro de crema de chocolate medio escondido al fondo de una estantería, detrás de los yogures desnatados, ninguna porquería.

«Comida saludable... ¿Te preocupa tu salud o tu peso?»

A las 00.20 pasó a examinar el baño. Se sentía en racha y no quería desaprovechar ninguna oportunidad, a pesar de que estaba muy cansado y le esperaban pocas horas de sueño.

Inspeccionó de nuevo todos los productos de belleza mientras se cepillaba los dientes con su propia pasta pero con el cepillo de Clara, y por fin, en el armarito colgado a la pared, entre las medicinas de uso más frecuente encontró unas pastillas saciantes para quitar el hambre.

«Sin duda... te preocupa tu peso...»

Cillian orinó en el váter.

Empezó a desvestirse en el dormitorio, al lado de Clara. Sentía que había sido una noche provechosa, que la relación empezaba a ser más sólida, que estaba conociéndola más a fondo. Quiso compartir su satisfacción, sus planes de futuro con ella.

—¿Te gustaba la historia, Clara, o eras más de mates?

Se quitó la camiseta.

—A mí me gustaban las dos. La verdad es que era un estudiante muy aplicado. Me gustaba el orden y la claridad de las matemáticas. Y la historia porque me descubría que en realidad nada cambia y que el hombre sigue siendo el mismo.

Comprobó que no desprendía ningún olor corporal. El carísimo desodorante sin perfume se confirmaba como una inversión acertada.

—Luis XIV, el Rey Sol, era el que más me fascinaba. Y tiene que ver con nosotros dos, ¿sabes? Su reinado tuvo dos etapas muy distintas: una cruel y sangrienta, y otra magnánima y pacífica...

Se quitó los pantalones.

—Dos etapas que afectaron a toda una nación, a un continente entero, a la vida de millones de personas. ¿Y sabes cuál fue la razón de ese cambio tan profundo?

Le acarició la cadera.

—Una fístula, Clara. Nada más y nada menos. El cambio se dio cuando al pobre rey le quitaron una pequeña fístula anal que le amargaba la vida. El cambio fue tan drástico que algunos historiadores dividen su política en
ante fistulam
y
post fistulam
.

Se metió en la cama en calzoncillos. La abrazó.

—La historia me gusta porque nos enseña a vivir, Clara —le susurró al oído—. Y lo que le ocurrió al buen Rey Sol nos enseña que las pequeñas cosas son los detalles que marcan la felicidad o la tristeza de nuestra vida. Créeme si te digo que tengo algo de experiencia en esto.

La abrazó. Su cuerpo se apretó al de la joven.

—Ya tengo más claro lo que voy a hacer contigo, Clara. Empezaremos por las pequeñas cosas que marcan el estado de ánimo de cada día...

Acarició su cuerpo inerte.

—Seré tu fístula, Clara. Seré tu pequeña y dolorosa fístula.

Abrazado a la joven, cerró los ojos.

6

El sonido sutil y monótono de su reloj de pulsera. Se despertó de golpe. Estaba completamente desnudo. Clara, a su lado, dormía serena, de costado.

Apagó la alarma y, de nuevo, se hizo el silencio. Todo estaba tranquilo. Clara respiraba con la boca abierta, como siempre. No había motivo para estar nervioso. Se giró boca arriba y se preparó para recibir el ataque matutino. Procuró tranquilizarse controlando la respiración, introduciendo grandes bocanadas de aire en los pulmones y soltándolas despacio. La operación surtió efecto. Se sentía muy cansado y, al mismo tiempo, confiado. Sin necesidad de repasar lo ocurrido la noche anterior, estaba convencido de que las cosas con Clara estaban progresando. Esta vez superaría el ataque sin grandes problemas.

Se levantó cinco minutos después, con la mente despejada, sin esa sensación de frenesí que la angustia le provocaba. Su ropa estaba tirada en desorden por el suelo; los calzoncillos, arrugados al fondo de la cama. Se vistió despacio, al tiempo que se cercioraba de que ningún rastro de su estancia quedara a la vista. Quitó algún pelo de la cama y la almohada. Pasó el desodorante sobre su lado de las sábanas para camuflar el eventual rastro de su olor corporal. Se agachó para comprobar que el agujero en el colchón estaba cerrado. Todo en orden.

Salió del piso de Clara, vestido con la ropa que llevaba la noche anterior, a las 4.10 de la madrugada; esperaba que el sacrificio de media hora de sueño no fuera en vano. Acercó la oreja a la puerta del 8B y no oyó ningún ruido. Por la mirilla se filtraba un sutil halo de luz. Ursula seguía durmiendo. El madrugón había valido la pena.

El recorte de media hora de sueño no era el único cambio revolucionario que los últimos acontecimientos le habían obligado a aportar a su rutina. Entró en el ascensor y empezó a bajar.

Salió al vestíbulo a las 4.14, controlaba constantemente el reloj para medir los tiempos de las nuevas acciones. Todo estaba en silencio; la calle, fuera, aún desierta. Abrió el armario donde se guardaba el material de limpieza, detrás de su garita, y cogió la escoba con la que solía barrer la acera.

Llegó a la azotea a las 4.19. Agradeció los zapatos y la ropa de calle. El primer encuentro del día con el invierno resultaba así mucho más soportable. Sabía que a menudo la desesperación del ataque no le dejaba tiempo ni para abrocharse el pantalón del pijama y le obligaba a subir a la terraza sin demora, pero pensó que, en caso de que hubiera futuro, por lo menos debería procurar calzarse los zapatos cada mañana. Pensar con los pies calientes era mucho más llevadero.

Como cada mañana, llegó hasta la barandilla y buscó con la mirada el coche rojo aparcado en la acera. Se colocó en línea perpendicular respecto al vehículo y dejó caer la escoba en el suelo, junto a sus pies.

Distintas imágenes acudieron desordenadas a su mente: la pantalla del ordenador, abierta en la página del perfil de Aurelia Rodríguez; las cremas, los jabones y los champús de Clara que se amontonaban en el baño; la nevera repleta de fruta y verduras, detrás de la foto de Courtney Cox; el maldito rostro sonriente de la pelirroja.

No necesitaba nada más para tomar la decisión más importante del día. Esta vez ni siquiera tuvo que utilizar la balanza. Se convenció: «Hoy tengo suficientes razones para volver a la cama».

Dio media vuelta, cogió la escoba y caminó hacia atrás, en dirección a la puerta, mientras barría sus huellas sobre la azotea nevada. Un remedio efectivo de los indios de las películas del Oeste. La ligera capa blanca que cubría el suelo volvió a quedar impoluta.

Eran las 4.30 de la madrugada, la hora a la que solía despertarse, y ya estaba de regreso en el ascensor con los primeros deberes del día hechos. Se sentía animado, vivo y con los pies calientes. Llevaba media hora de antelación respecto a lo habitual y se le ocurrió cómo entretenerse.

Detuvo el ascensor en la octava planta. Avanzó pegado a la pared, de puntillas, con pasos cortos y rápidos, hasta llegar a la puerta del 8B. No había luz en la mirilla. Se agachó y apoyó la oreja en la madera, debajo del agujero. No percibió ningún sonido, pero tenía la seguridad de que Ursula estaba al otro lado, a la espera de que él saliera del 8A. Le habría gustado no defraudarla. Pensó en levantarse de improviso, clavar su rostro sonriente exactamente delante de la mirilla, y darle un susto de muerte. Pero de ese modo su sacrificio de sueño no habría servido de nada. Quería que esa pequeña cotilla dejara de despertarse temprano para espiarle, y sólo lo conseguiría adelantándose a sus movimientos.

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