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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

Mientras duermes (6 page)

BOOK: Mientras duermes
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Le acarició el pelo con las yemas de los dedos. Pasó al cuello, el hombro, recorrió todo su brazo y prosiguió su camino por la cadera y la pierna derecha.

—Hola, mi amor —dijo Cillian con una sonrisa—. Enseguida estoy contigo.

Tranquilo, sin prisa, se deslizó otra vez debajo de la cama y metió dentro del agujero del colchón todos los objetos que antes había sacado. Volvió a cerrar el orificio con una aguja e hilo. Era laborioso, pero se sentía más tranquilo si tenía a su lado los instrumentos necesarios. Y no había encontrado mejor solución que el agujero en el colchón, a pesar de la labor de sastre que requería cada noche.

Habían pasado más de doce horas desde la última comida; su estómago reclamaba la cena. Fue a la cocina. En el armario no había ningún plato limpio. Abrió el lavavajillas y sacó un plato y unos cubiertos sucios. Los lavó en el fregadero y sólo entonces se acordó de que estaba obstruido. El agua no fluía hacia abajo. Pero no había ido allí por eso. Dejó el agua atascada y se fue al salón.

Abrió el segundo cajón de la cajonera. Sacó un álbum de fotos y una caja de cartón y los llevó a la mesa, donde ya había dejado un plato con su cena. Comería mientras trabajaba.

Abrió el álbum de fotos por una página en cuyo borde había una marca hecha con un rasguño. Y, a la vez que comía, empezó a inspeccionar las fotos con suma atención.

Desconocía la razón, pero sabía por experiencia que las personas solían guardar cerca de ellas lo que más les asustaba. En lo que les rodeaba se escondían muchas veces las claves para destruir su felicidad. «¿Cuáles son tus fantasmas, Clara?», se preguntó.

Se fijaba en cada imagen del álbum, como si pretendiera memorizar cada detalle: Clara de pequeña, Clara de adolescente, su familia, sus amigas.

Se detuvo en una foto en la que se veía a Clara de adolescente con unas compañeras del instituto. En el reverso aparecían los nombres de las chicas. Cillian sacó la foto del álbum y la dejó aparte.

Cuando dio el último bocado a su cena, marcó con otro rasguño la página a la que había llegado y cerró el álbum.

Pasó entonces a inspeccionar la caja de cartón, que contenía cartas y postales. También en este caso se trataba de proseguir una tarea ya empezada. Cogió una carta del centro de la caja cuya esquina superior estaba ligeramente doblada.

Era una carta dirigida a Clara, con un matasellos de 1986. La caligrafía, muy cuidada, parecía de una persona mayor. Empezó a leer: «Pequeña Clara, me ha hecho mucha ilusión recibir tu carta. Escribes muy bien y tienes una letra magnífica. En serio...». No parecía demasiado interesante. Pasó al último párrafo: «Tu abuelo y yo esperamos verte pronto en la casa del campo. Te añoro mucho. Tu abuela. 17 de marzo de 1986».

Volvió a meter la carta en la caja y cogió la siguiente. Ésta tenía caligrafía de niña. Era una carta de Clara dirigida a su abuela. Le extrañó al principio, pero después pensó que podía tratarse de un recuerdo que Clara había recuperado. «Querida abuela, he escrito una poesía para ti.» Comprobó que de pequeña Clara era torpe también en su forma de escribir. Las letras eran muy grandes, y las palabras, en lugar de avanzar rectas sobre el papel, formaban una mareante cadena de olas. También en este caso pasó directamente al final: «... los camellos en el desierto, y las ranas en su laguito. Un beso de pez rojo, Clara». Ningún interés.

Repitió la misma operación con tres cartas más, y entonces su atención se centró en una en especial. Era una carta de la abuela a Clara, pero la caligrafía era distinta, menos cuidada y más difícil de leer. «Querida Clara. Como te habrás dado cuenta, no soy yo quien te escribe. He pedido a la tita que redacte esta carta por mí. No quiero que estés triste.» Se hablaba de infelicidad. Esta vez no saltó al final, sino que siguió leyendo con atención. «Tu abuela se va. Pero no pasa nada. Todo está bien. Me voy serena y agradecida por haber tenido una nieta como tú. Tu cariño y afecto en todos estos años me han alegrado la vida; te agradezco mucho que me hayas querido. Te conozco y sé que ahora te gustaría estar aquí, al lado de tu abuela. Pero no sufras, te siento muy cerca en cada momento. Tu abuela se va, pero no pasa nada. Se siente feliz porque vivirá siempre en tus recuerdos. Te quiero mucho, pequeña. Tu abuela.»

Levantó la mirada. Tenía la sensación de que por fin había encontrado algo, aunque en ese momento no supiera exactamente valorar su utilidad.

Volvió a abrir el álbum de fotos. Buscó en la sección que ya había examinado hasta que dio con un retrato de la Clara adolescente al lado de una anciana en una silla de ruedas.

—Hola, abuela —sonrió.

Esa viejecita le había echado un cable.

Miró el reloj. La 1.30 de la madrugada. Volvió a meter el álbum de fotos y la carta en la cajonera, de donde los había sacado.

Recogió las migas que había dejado en la mesa, se llevó el plato y los cubiertos a la cocina, y los metió en el lavavajillas, en los mismos sitios donde los había encontrado.

Cogió su neceser y fue al baño. El cepillo de Clara aún estaba mojado; lo había usado un par de horas antes. Puso en él un poco de su pasta de dientes y se cepilló con energía. Mientras tanto, inspeccionaba los productos cosméticos de Clara. Esa chica tenía debilidad por las cremas. Había tres tubitos distintos para la cara. Una crema para las manos. Otra para los pies. Otra para reafirmar los muslos. Otra más que le hizo gracia. «¿Tan joven y con problemas de celulitis?» Sonrió. Encontrar una debilidad en su víctima siempre le divertía y le proporcionaba una tranquilizadora sensación de superioridad.

Destapó todos los frascos y, con el dedo, cogió una muestra de cada uno y la olió. Pensó que Clara debía de gastarse una parte considerable de su sueldo en esos productos.

Inspeccionó también la cesta de la ropa sucia, pero no encontró nada interesante.

Se enjuagó la boca y devolvió el cepillo a su sitio. Procuró dejar todo como estaba antes.

Se quitó la camiseta y volvió a pasarse el desodorante sin perfume debajo de las axilas y el cuello, comprobando que su piel no desprendiera ningún olor particular.

Por último, levantó la tapa del váter y orinó.

Volvió al dormitorio acompañado por el ruido de la cisterna.

Clara seguía en la misma posición en la que la había dejado; narcotizada. Su cuerpo, fuera de las sábanas. Se acercó a su oído.

—Podría hacer cualquier cosa, Clara, cualquier cosa sin que tú pudieras hacer nada... Pero mi dilema es... ¿qué te voy a hacer?

Se quitó los pantalones.

—¿Qué puedo hacer para borrar tu sonrisa?

Se liberó entonces de los calzoncillos, hasta quedar desnudo, de pie, al lado de la chica.

—Demasiadas opciones... no es fácil... —Cogió su mochila de debajo de la cama. Sacó un pantalón de pijama y se lo puso—. Nada fácil.

Una vez en pijama, recogió su ropa, la dobló y la metió ordenadamente en la mochila.

Se tumbó a su lado, fuera de las sábanas.

—Pero hoy he encontrado algo que nos hará progresar en nuestra relación... Descuida.

Cillian se acurrucó a su lado y la abrazó. Cerró los ojos.

—Buenas noches, Clara.

4

El sonido intermitente del despertador del reloj de pulsera. Apenas audible, pero suficiente para que Cillian se despertara sobresaltado.

Después de poco más de dos horas de sueño profundo, había abierto los ojos y se había encontrado abrazado a Clara. Se apresuró a apagar la alarma. Clara seguía dormida, aún bajo los efectos del cloroformo.

Tiró delicadamente de su brazo derecho, sobre el que había quedado apoyada la cabeza de la joven. Clara rodó sobre sí misma y siguió durmiendo con la cara pegada a la almohada.

Se quedó tumbado en la cama, mirando el techo, a la espera del ataque de ansiedad que no tardaría en llegar.

Volvió a repasar los hechos de la noche anterior. La carta de la abuela constituía la gran novedad. Pero su contenido ya no le parecía un descubrimiento, como sí lo había creído un par de horas antes. De pronto se sintió desarmado, a merced del enemigo. El ataque de angustia había comenzado. La respiración se aceleró. Empezó a sudar.

Se levantó rápido, recuperando el aliento. Pero la angustia seguía allí. No podía evitar pensar que no había hecho ningún progreso con Clara. Se maldijo por haberse acostado tan tranquilo, sin defensa para la mañana siguiente.

Arregló, nervioso, su lado de la cama. Era un movimiento mecánico, repetido decenas de veces mientras pensaba en otras cosas. Pero entonces percibió un elemento de peligro. Algo que se salía del automatismo habitual. Dejó de pensar en lo que ocurriría en la terraza y se centró en el presente. En la almohada había un cabello oscuro. Suyo.

Por la mañana, durante el ataque, un detalle como un simple pelo en la cama de Clara alcanzó un significado catastrófico. Tuvo la sensación de que estaba perdiendo el control. Volvió a hiperventilar.

Cogió el pelo con dos dedos y se cercioró de que no hubiera ningún otro rastro indeseado de su presencia. Otro motivo de agobio. Aun así, intentó ser constructivo: en el futuro, si había un futuro, tendría que prestar atención a esos detalles. Consideró la posibilidad de ponerse una redecilla o comprar un pequeño aspirador eléctrico.

Agarró la mochila y se marchó; necesitaba abandonar ese lugar.

En pijama y descalzo, salió al pasillo de la octava planta. Cerró la puerta despacio, sin hacer ruido.

—¿Otra vez, Cillian?

Dio un respingo. Detrás de él, la puerta del 8B estaba abierta. Ursula, también en pijama, le miraba desafiante. El día había empezado mal y seguía peor.

—¿El novio de la señorita King sabe que sales de su casa, cada mañana, a esta hora?

Cillian intentó hablar en un tono firme, sereno.

—¿Por qué no te vas a la cama y dejas de espiarme?

Dio un paso hacia ella. Pero la niña se protegió detrás de la puerta, cerrándola casi:

—¡No te acerques!

Una expresión de terror había surcado la cara de Ursula. Cillian aprovechó la situación y adoptó un tono amenazante.

—¿Tus padres saben que estás despierta a estas horas?

La niña respondió alzando la voz:

—Si quieres se lo preguntamos a ellos. ¡Papá!

Cillian se detuvo. La niña no tenía miedo, estaba jugando con él. Era valiente. Aunque tal vez no se tratara de coraje sino de pura inconsciencia e ingenuidad, pero en ese caso la situación requería abordarse de otro modo.

—¿Se puede saber qué quieres ahora? —susurró—. Ya te he dado lo que me pediste.

Ursula salió al pasillo.

—Te tengo cogido por los huevos, gilipollas. —Susurró también ella—. No sabes qué ganas tengo de contarles a mis padres o a los demás vecinos lo chungo que eres. Estoy segura de que ni siquiera la señorita King sabe realmente cómo eres...

—¿Qué quieres? —la cortó Cillian.

Sabía que después de la amenaza llegaría el chantaje.

La niña dudó. Posiblemente no lo había pensado.

—Una película porno. —Fue lo primero que se le pasó por la cabeza. Hasta ella misma se sorprendió, pero la situación no daba para reconsideraciones de última hora.

Cillian no cuestionó la elección.

—¿Sólo eso?

Ursula fue rápida:

—Sólo eso de momento.

El pacto estaba cerrado.

—Vale, ahora vete a la cama.

Todo había sido muy rápido y aparentemente fácil. Ursula quiso asegurarse de que no le estaba engañando.

—Pero que se vea todo.

—Ya lo he entendido.

Sin más, la niña desapareció dentro del piso y cerró la puerta. Cillian se quedó solo en el pasillo. Miró a un lado y a otro. Nadie más parecía haberse enterado de ese peculiar encuentro.

«Si sobrevivo, tengo que tomar medidas», se dijo a sí mismo.

Y por fin se dirigió hacia los ascensores.

Abrió la puerta de la azotea a las 4.45 de la madrugada. En camiseta y pijama, el frío era insufrible. Otra vez se había depositado un ligero manto de nieve sobre el techo del edificio. Cillian caminó a paso rápido hasta la barandilla. Esta vez no contempló el panorama. Miró directamente abajo. El coche rojo estaba unos diez metros a su derecha. Caminó hasta llegar a la altura del coche. Entonces se subió a la barandilla y aguantó el equilibrio. Se quedó agachado hasta tomar la decisión definitiva.

«Razones para volver a la cama.» Llegaron rápidas, sin orden de importancia: «Hace frío, tengo un buen trabajo, he encontrado algo que puede hacer sufrir a Clara, no es serio morir con la bolsa de la ropa sucia».

Con la excepción de la carta de la abuela, eran prácticamente las mismas razones de la madrugada anterior. Así pues, todo el peso recaía en el descubrimiento que había hecho esa noche.

«Razones para saltar.» También llegaron rápidas, y fueron más numerosas: «Puedo dejar la mochila aquí y saltar sin ella, el trabajo es sólo un trabajo, la carta no vale nada, sigo sin progresar con Clara, no veré nunca más a esa niña, mi madre merece sufrir».

Miró los dos platos de la balanza. Y entonces ocurrió algo nuevo: una de las razones para saltar pasó al otro plato. La niña del 8B a pesar de ser un incordio, se convirtió en un motivo más para quedarse. Pensó que no podía irse sin antes hacerle algo a ese pequeño monstruo. Esa cría merecía sufrir más que su madre. El mero pensamiento de que eso pudiera ocurrir le animó lo suficiente para que echara la pierna derecha hacia atrás y volviera a la azotea.

Como la vida le había demostrado en el pasado, a menudo las razones para vivir llegaban de la forma más inesperada. Al final, la intromisión matutina de Ursula había sido para bien.

Subió a la garita a las 6.30 de la mañana, perfectamente arreglado, con su uniforme, listo para un nuevo día de trabajo. El edificio aún tardaría unos quince minutos en despertarse. Aprovechó ese tiempo para planear la estrategia que seguiría en las próximas veinticuatro horas. Después de la ducha en su estudio, ése era el momento del día en el que se sentía más sereno y positivo. Tenía que aprovecharlo.

Lo que no podía suceder era que Ursula le distrajera de su actual y verdadero objetivo; Ursula —eso Cillian lo tenía claro— no era más que una simple distracción, por muy placentera que ésta pudiera llegar a ser. Clara, en cambio, representaba el verdadero desafío. Hasta entonces había respondido a todos sus ataques poniendo buena cara y una sonrisa. A pesar de todos sus intentos ni siquiera había conseguido rayar la superficie de la constante felicidad de esa chica. El placer que le proporcionaría una sola victoria con ella no podría compararse ni con diez desgracias seguidas de Ursula.

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