Read Menudas historias de la Historia Online

Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Menudas historias de la Historia (45 page)

BOOK: Menudas historias de la Historia
12.41Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Nasser salió reforzado de aquella crisis, a Israel se le vio el plumero y nacieron los cascos azules.

Un emperador marxista

Al último emperador de China le tocó vivir una mala época. Elemental, porque si no no hubiera sido el último. Pasó de emperador a presidiario para terminar siendo jardinero. Ocupó el trono del Dragón con la misma soltura que luego empleó en reintegrarse a la vida civil como el camarada Pu Yi. Fue primero monarca y después marxista convencido. Se puede creer o no, pero es que no le quedaba otra. El 17 de octubre de 1967 murió en Pekín un buen jardinero, casualmente, el último emperador.

Casi todos conocemos la historia del último emperador porque nos la acercó el cine de la mano de Bernardo Bertolucci. La peli era buena. Nueve Oscar. Y fiel, porque estaba basada en la autobiografía que escribió Pu Yi, la que tituló
Yo fui emperador de China
. La figura del último emperador a estas alturas despierta ternura y, eso seguro, no se puede decir que tuviera una vida envidiable. Tuvo la vida que le tocó. Nació en la corte imperial, fue coronado emperador con dos añitos y luego se lo llevó por delante el vendaval rojo. Fue encarcelado en la Unión Soviética para limpiarle la mente de toda idea capitalista y diez años después pudo ser excarcelado y reinsertado a la vida civil porque se volvió más comunista que Mao Tse Tung.

Pu Yi, simplemente, fue dócil y supo adaptarse. Sabía que no había más vuelta de hoja, así que aprovechó bien las sesiones de autocrítica y de enseñanza ideológica. Al menos funcionó para recuperar la libertad. En una ocasión, el jefe de Gobierno soviético Alexei Kosyguin realizó una visita oficial a Pekín a mediados de los sesenta, y durante un paseo por el Jardín Botánico observó que algunas personas se inclinaban ante un anciano que arreglaba uno de los jardines. Cuando preguntó por qué reverenciaban a aquel obrero, le contestaron que en consideración a su antigua posición. Era el último emperador de China.

Ilustres, cada uno a su manera
Padre Coloma: un ratón para un rey

Además de los Reyes Magos, hay otro personaje al que no hay forma de pillar in fraganti. Muchos críos, cada mañana, siguen recogiendo la moneda que un roedor con lentes de oro, sombrero de paja, zapatos de lienzo y cartera roja a la espalda les deja bajo la almohada a cambio de sus dientes de leche. El ratón Pérez nació de la pluma del jesuita jerezano Luis Coloma Roldan, y el padre Coloma nació el 9 de enero de 1851 para fortuna de todos los que, gracias a él, pudimos llenar, diente a diente, nuestra primera hucha en previsión de futuros implantes.

La vocación de Luis Coloma era la literatura, pero acabó vistiendo los hábitos por una promesa: rozó la muerte cuando, limpiando su pistola, se disparó un tiro en el pecho. Salir de aquel trance casi mortal le animó a seguir una vida religiosa. Luis Coloma quizás no estaría muy feliz de saber que casi toda su carrera literaria se ha visto eclipsada por culpa de un ratón miope, y que pocos le recuerdan como autor de novelas como
Pequeñeces
, una obra que levantó tremenda polvareda porque en ella sermoneaba a las clases pudientes madrileñas. La protagonizaba una aristócrata de vida disoluta, y todas las nobles de la capital se dieron por aludidas. Quien se pica, ajos come.

Calmados los ánimos, el padre Coloma abandonó la sátira social y optó por argumentos odontológicos. Nació entonces el ratón Pérez. Fue la reina regente María Cristina quien pidió al padre Coloma que escribiera un cuento para su hijo Bubi, que acababa de perder su primer diente y andaba el muchacho deprimido por los salones de palacio. Bubi no era otro que el futuro Alfonso XIII. Así que, el padre Coloma se cuadró y escribió la historia de un ratón que vivía con su familia en una caja de galletas de una confitería de la calle del Arenal. Si pasan frente al número 8 de esta calle madrileña, a escasos metros de la Puerta del Sol, levanten la vista y verán la placa que recuerda la pastelería imaginada por el padre Coloma, desde donde todas las noches salía un roedor esquivando los gatos que andaban al acecho. Aún hoy hace su diaria recogida de dientes, pero hubo un tiempo en que, en vez de esquivar felinos, sorteaba obras y palas excavadoras con las que sembró la capital el alcalde Ruiz Gallardón. Alguna que otra noche hubo que rescatarle de una zanja.

Alexander Selkirk

En el Pacífico Sur, frente a las costas de Chile, hay un archipiélago que se llama Juan Fernández. Una de las islas de este archipiélago fue bautizada en pleno siglo XX como Robinson Crusoe y otra, como Alejandro Selkirk. Está claro que un nombre procede de la ficción pero el otro, no, porque Alexander Selkirk fue un escocés que hace tres siglos, el 2 de febrero de 1709, fue rescatado después de pasar cinco años sobreviviendo en solitario. El fue el auténtico Robinson Crusoe y el que inspiró la novela a Daniel Defoe.

Alexander Selkirk, en realidad, no naufragó, lo abandonaron en una isla desierta porque se puso chulo. Era contramaestre en un barco corsario inglés y acabó a la greña con el capitán. El barco estaba hecho polvo y, mientras el capitán se empeñaba en continuar, Selkirk le discutía que, de seguir navegando, acabarían haciéndoles compañía a los peces. Y tanto se enconó la bronca que Selkirk le dijo, pues me bajas en la siguiente isla que yo no sigo. Y el capitán lo bajó. El contramaestre contaba con que la tripulación secundara el motín, pero cuando el resto de marineros vio la isla dijeron aquí te quedas tú solo. La chulería de Alexander Selkirk, en realidad, le salvó la vida, porque, efectivamente, el barco se hundió.

Y allí se quedó el marinero, en una isla donde los huracanes estaban empadronados y por donde no pasaba ni Dios. Dejó de hablar, porque los cangrejos no le contestaban, pero poco a poco se reconcilió con su soledad, aprendió a vestirse, a cazar y a pensar en sobrevivir. Se puso ciego a marisco, a sopa de tortuga y a cabrito asado. Y su dieta la completó con muchas verduras, porque en el interior de su isla crecían los huertos que habían dejado los españoles años atrás. Así que, no nos engañemos, cuando lo rescataron, Alexander Selkirk estaba bastante rollizo. Luego llegó Daniel Defoe, se inspiró y nos contó todo esto en su libro
Vida y extraordinarias y portentosas aventuras de Robinson Crusoe de York, navegante
. Pero quede claro que aquel escocés se salvó gracias a las cabras y las verduras que dejamos los españoles.

Fray Juan Gil trapicheando en Argel

La nomenclatura de media vida cultural española gira en torno a Cervantes. Calles, plazas, cines, teatros, premios, colegios, institutos e instituciones llevan a Cervantes en el apellido. Sólo nos taita un club de fútbol en Primera con el nombre de Cervantes. Pero nada de esto hubiera cuajado sin el
Quijote,
y menos hubiera cuajado el
Quijote
si un tipo que atendía por fray Juan Gil no hubiera liberado de su cautiverio de Argel a Miguel de Cervantes.

En la ciudad de Argel, a diecinueve días del mes de septiembre de 1580. En presencia de mí, notario, el muy reverendo padre fray Juan Gil rescató a Miguel de Cervantes, natural de Alcalá de Henares, vecino de Madrid, mediano de cuerpo, bien barbado, estropeado el brazo y mano izquierda, cautivo en la galera del Sol yendo de Nápoles a España. Costó su rescate quinientos escudos de oro, en oro.

Así se escribió su acta de redención.

Volvía Cervantes a España, con una mano inútil pero más contento que unas pascuas por el triunfo de Lepanto, cuando unos corsarios berberiscos y bellacos le trastocaron sus planes de llegar a oficial de los tercios españoles. Durante cinco años y un mes permaneció el futuro escritor entre mazmorras y cadenas, hasta que el susodicho fray Juan Gil, con paciencia de santo y empeño de pedigüeño, reunió los cientos de escudos que permitieron a Cervantes salir por pies.

Fray Juan Gil era monje trinitario y el pobre sudó tinta para reunir el dinero del rescate en tiempo récord, porque si no se daba prisa, a Cervantes se lo llevaban a Constantinopla aquel mismo 19 de septiembre. Su dueño era el rey Hazán Bajá, que estuvo mareando la perdiz con el precio con tal de no soltar a don Miguel. Primero pidió mil ducados; luego rebajó a quinientos, pero en oro, de los de curso legal en España. Fray Juan Gil sólo llevaba moneda en doblas, así que además de tener que andar trapicheando con el cambio en Argel, la devaluación le haría perder parte del dinero previsto. Era como pasar de dólares a euros, pero de doblas a ducados. Llegó por los pelos, pero aún tuvo que rascarse el bolsillo para pagar a los oficiales de la galera que le trasladarían a él y a su liberado a España. Otras nueve doblas. Estaba carísimo rescatar escritores en el siglo XVI.

Agustina la Bella

Decir que el día 19 de diciembre de 1868 nació en un pueblo de Pontevedra Agustina Otero Iglesias es como no decir nada. Si añadimos que fue una de las divas más admiradas en el París de la
belle époque
, una
vedette
de las de quitar el hipo y que se movía por la alta sociedad europea y neoyorquina como Perico por su casa, ya es decir mucho más. La niña Agustina se convirtió en la Bella Otero.

Otras fuentes sitúan su nacimiento el 4 de noviembre, pero es que ella no lo dejó nunca claro. Además, un mes arriba o abajo no cambia la ajetreada historia vital de esta mujer de bandera, mucho menos teniendo en cuenta que murió con noventa y seis años. Tuvo que echarle mucho arrojo la Bella Otero para bandearse por el mundo, porque huyó de su pueblo y su mísera familia con apenas trece años, después de sufrir una salvaje violación.

La dejaron medio desangrada en un camino, con la pelvis rota y estéril para los restos. Esa niña, en aquella aldea, quedó marcada como una mujer inservible. Y se buscó su propia suerte. Dejó atrás el hambre y los harapos, y se largó a París para triunfar como bailarina, y, ya que le habían arrancado de golpe y sin preguntar la inocencia y la decencia, decidió que a partir de entonces los límites los marcaría ella. Y se puso muy pocos, justo los que no le impidieran triunfar.

Era guapetona, con un tipazo de escándalo, cuello de cisne, cintura de avispa… y sabía explotar al máximo su erotismo sobre el escenario. Se convirtió en la española más famosa del mundo, de aquel mundo de
glamour
, joyas y ligues millonarios que la agasajaron hasta extremos escandalosos con tal de casarse con ella. Dicen que hasta siete pretendientes se suicidaron por el rechazo de la Bella Otero, una mujer que nació mísera, vivió a granel y a quien el juego desenfrenado, al final, la devolvió a la pobreza más absoluta. Pero nadie le pudo quitar lo bailado. La forma de sus pechos aún se puede adivinar en las cúpulas del hotel Carlton de Cannes. El arquitecto que construyó el hotel bebió los vientos por ella.

Pío Baroja, un respondón con boina

Ha pasado más de medio siglo sin Pío Baroja. Murió el 30 de octubre de 1956, y aún sigue quieto donde lo dejaron, en el cementerio Civil de Madrid, aunque infinidad de actos con ocasión del quincuagésimo aniversario de su fallecimiento nos recordaron que la obra rebelde de este escritor respondón sigue viva. Como a don Pío le encantaba meter el dedo en el ojo de la tradición religiosa, dejó muy clarito antes de morir que quería ser enterrado como un ateo. O sea, que nada de cristianas sepulturas, ni esquelas de esas de «descansa en el Señor» y nada que oliera a práctica cristiana. Su sobrino Julio Caro Baroja estuvo veinticuatro horas esquivando presiones para enterrarlo en sagrado… y lo logró. A Franco se le escapó otro escritor.

El cementerio Civil de Madrid guarda la tumba de Pío Baroja. Allí se le preparó una sepultura sobria que aún hoy conserva toda su sobriedad. Sólo una lápida de granito con la inscripción Pío Baroja. Sin fechas, ni epitafios. Nunca hay flores y sólo una enredadera, cuando llega la primavera, se extiende sobre el granito y abraza la tumba. Don Pío se queda entonces en el anonimato más absoluto hasta que llega la época de poda. El día del entierro, el 31 de octubre, llovía a cántaros en Madrid, y el que peor llevó el aguacero fue Camilo José Cela, uno de los que cargaron con el féretro. Se quejó Cela de que el ataúd era tan barato que con la lluvia que caía destiñó y le puso el traje perdido. También fueron hasta el cementerio John Doss Passos, Juan Benet, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso… Menudo escándalo. Toda la intelectualidad enterrando a un ateo.

Pero hubo más desafíos en aquel entierro. Por ejemplo, que se trajera tierra guipuzcoana para mezclarla con la de Madrid y que Baroja pudiera agitarse en contacto con lo que más quiso. Años después, cuando murió su sobrino Julio Caro Baroja, el proceso se hizo al revés. Fue enterrado en Vera de Bidasoa y en su tumba se mezcló tierra de Madrid. El único fallo en aquel funeral tan medido es que a don Pío lo enterraron sin boina. Estuvo el hombre cincuenta años sin quitársela y van y lo entierran sin ella.

El previsor Severo Ochoa

Morirse un 1 de noviembre parece que viene a cuento, pero no. Nunca viene a cuento morirse. La única ventaja es que como estos días los cementerios están muy concurridos, los entierros son más animados y los recintos están más floridos. El Nobel Severo Ochoa fue uno de los que corrió la mala suerte de morir el 1 de noviembre de 1993. Afortunadamente, antes había dejado los deberes hechos: aisló una enzima que luego resultó fundamental para descifrar el código genético. Por eso le dieron el Nobel de Fisiología y Medicina. La enzima se llama polinucleotidofosforilasa, que tiene más letras que esternocleidomastoideo y menos que supercalifragilisticoespialidoso.

Severo Ochoa esperaba su muerte desde hacía tiempo, y tan meticuloso como lo era en su laboratorio, lo fue con sus asuntos funerarios. Dejó instrucciones muy precisas. El lugar de entierro no podía ser otro que el de su nacimiento: Luarca, en el cementerio más bonito de Asturias y uno de los más bellos de España. Y, por supuesto, tenía que ser en la tumba donde ya estaba su mujer, Carmen.

La esposa de Severo Ochoa murió siete años antes que él, en 1986, y aquello le dejó tocado. Y tanto pensó desde entonces en su propia muerte, que el profesor dejó por escrito el epitafio que debería grabarse en la tumba cuando fuera a reunirse con Carmen. Lo escribió en un papel y se lo entregó a su amigo y biógrafo Marino Gómez Santos. Pero Severo Ochoa quizás desconfió de que su deseo fuera a cumplirse y decidió actuar por su cuenta. Un día, el científico se presentó en casa de su sobrino Joaquín y le entregó un paquete muy pesado.

BOOK: Menudas historias de la Historia
12.41Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Vampire Queen by Adventure Time
Farewell Navigator by Leni Zumas
Bound by Suggestion by LL Bartlett
Calloustown by George Singleton
It Had to Be You by Lynda Renham
Rev (Jack 'Em Up #4) by Shauna Allen
Between Friends by Kiernan, Kristy
The Collar by Frank O'Connor