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Authors: Nieves Concostrina

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Menudas historias de la Historia (41 page)

BOOK: Menudas historias de la Historia
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Pero durante estos seis años la causa borbónica estuvo siempre muy bien defendida en las Cortes por Antonio Cánovas del Castillo, que preparó el terreno para reinstaurar una monarquía moderna y constitucional. Todo estaba a punto de caramelo, cuando el general Martínez Campos va, se subleva en Sagunto y declara por su cuenta rey a Alfonso XII. A Cánovas le subió el azúcar, porque él llevaba años preparando el regreso de Alfonso XII por medios legales y políticos, y llega un general que hace lo mismo con un innecesario golpe de Estado.

Los objetivos del político y el general eran el mismo, pero, ya saben, para un militar del siglo XIX donde estuviera un buen golpe y cuatro tiros que se quitaran las interminables sesiones del Congreso, con mociones que aburrían a las ovejas.

María Cristina, el regreso de los Austrias

No está claro si la muerte de Alfonso XII fue una fatalidad más para María Cristina de Habsburgo o el mayor golpe de suerte de su vida. Es una faena que se te muera tu marido, pero si tu marido no te quiere, pues sólo es una faena a medias. Alfonso XII sólo se casó con María Cristina para asegurar un heredero oficial al trono, porque extraoficiales ya los tenía. Dos exactamente, pero no servían para reyes. Eran hijos de una actriz… qué desfachatez.

El único que podría servir para rey era el vástago que estaba en camino cuando Alfonso XII se murió y al que María Cristina juró fidelidad el 28 de noviembre de 1885. Lo que ocurre es que María Cristina juró ser fiel a un feto, a un proyecto de rey para España sin saber aún si era chico, chica, tonto o lista. Al final sonó la flauta. Alfonso XIII vino con una corona debajo del brazo.

Aquel 28 de noviembre, apenas unas horas después de haber entregado a los monjes agustinos del Monasterio de El Escorial el cuerpo de Alfonso XII para su custodia en el Panteón Real, a María Cristina de Habsburgo le cambió la vida. Muerto el rey se acabó su calvario. Dejó de ser un simple vientre de alquiler, una reina que ni pinchaba ni cortaba, para ser la regente de España durante los siguientes dieciséis años. Y sólo entonces se descubrió el genio político que llevaba dentro, su profundo conocimiento de la política internacional y su buena mano con liberales y conservadores. Antes no lo tuvo fácil. Era la segundona, la que tuvo que luchar contra la figura ñoña y coplera de María de las Mercedes, la primera mujer de Alfonso XII, que se parecía horrores a Paquita Rico.

Y también tuvo que aguantar carros y carretas con el rey y sus amantes, hasta soportar que nacieran hijos ilegítimos casi en paralelo a las dos infantas de España. Pero llegó su turno y, como lista era un rato, lo primero que hizo en cuanto asumió la Regencia fue cambiarse el nombre de María Cristina de Habsburgo por el de María Cristina de Austria. ¿Por qué? Porque así recordaba a todos que la dinastía de los Austrias volvía a estar sentada en el trono de España. Alumbraría un Borbón, de acuerdo, pero ella era una Austria. Con Alfonso XIII, los Borbones se pusieron otra vez la corona, pero quedó claro que entre el XII y el XIII de los Alfonsos hubo una número uno con acento alemán a la que los españoles bautizaron como doña Virtudes.

La jura de Alfonso XIII

Doble recuerdo histórico el del 17 de mayo de los años 1886 y 1902. Por un lado, el nacimiento del rey de España Alfonso XIII y, por otro, su mayoría de edad para hacerse cargo, con dieciséis años, de las labores de gobierno. Ese día de principios del siglo XX, su cumpleaños, Alfonso XIII juró la Constitución y España dio por terminada la regencia de María Cristina. Todo empezó muy bien, porque el rey entró por la puerta grande, pero salió por la de atrás.

Alfonso XIII, al ser hijo póstumo, nació con la corona puesta. Es decir, vino al mundo, no como heredero, sino como rey con todas las de la ley, pero como sólo balbuceaba, su madre María Cristina fue su voz y su voto. Alfonso XII había muerto de tuberculosis seis meses atrás y dejó al país con la duda de si lo que nacería sería otra niña o, por fin, el sucesor deseado. Y una curiosidad: dados los antecedentes familiares y ante el temor de que naciera muerto, el crío fue bautizado en el útero materno, no se fuera a quedar en el limbo. Pero llegó el feliz día del alumbramiento y el rey nació sano. Tal y como obligaba el protocolo, toda la corte y el gobierno esperaron en la sala contigua a la del parto a que Alfonso XIII fuera presentado sobre una bandeja de plata repujada.

Durante aquel solemne acto, los cronistas cuentan que don Práxedes Mateo Sagasta, líder del Partido Liberal, comentó a su oponente Cánovas del Castillo al ver al niño: «Sí, ya tenemos rey. Una mínima cantidad de rey».

Alfonso XIII alcanzó la mayoría de edad sin sobresaltos y al abrigo de su madre. Sobre si después llevó con acierto sus veintinueve años de reinado, ahí está la historia para discernirlo. Pero es curioso leer unas líneas de su diario escritas sólo cuatro meses y medio antes de comenzar a reinar: «Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando a la patria, cuyo nombre pase a la historia como recuerdo imperecedero de su reinado, pero también puedo ser un rey que no gobierne y por fin puesto en la frontera». Fue, efectivamente, rey, pero también profeta.

Hitler y Franco: cita a ciegas en Hendaya

¿Quién dijo que preferiría que le sacaran las muelas antes que volver a entrevistarse con Franco? Ese mismo, Hitler.

Se vieron las caras en el famoso encuentro en la estación de Hendaya el 23 de octubre de 1940. Franco, con gorro cuartelero. Hitler, con gorra de plato. Fue una cita a ciegas entre dos señores con bigote que, lejos de enamorarse, acabaron pensando que el otro era un imbécil. En realidad, quedaron para ver quién podía sacar mayor tajada.

A Hitler no le iban tan bien las cosas contra Gran Bretaña y le hubiera venido bien que España entrara en guerra para invadir Gibraltar, asentarse en el norte de África y tomar el control del Estrecho. Franco dijo, vale, pero a cambio quiero el Marruecos francés, el Oranesado, la ampliación territorial del Sáhara y Guinea… mucha comida, mucho material militar y la defensa de las Canarias. «Hombre, camarada Paco —debió de replicar Hitler—, yo cuando te mandé a la Legión Cóndor no puse tantas condiciones».

Al principio, el encuentro de Hendaya prometía. Pero cuando Franco abría la boca sólo para pedir y adular e intentaba adornar la charla con anécdotas de la mili, Hitler comenzó a bostezar. A las seis y media de la tarde, aburrido, el Führer le dijo a su asistente, anda, dale el protocolo y que lo estudie. Al darse media vuelta soltó la famosa frase: «Con éstos no se puede ir a ningún sitio». El protocolo era el Pacto Tripartito, un acuerdo de colaboración entre Alemania, Italia y Japón. Franco lo firmó, pero con la condición de que España entraría en guerra cuando el gobierno lo considerara conveniente.

Todo salió mal aquel día. Hasta el último momento. Franco, al despedirse en posición de firmes y saludo castrense desde la plataforma de su tren, perdió el equilibrio porque la máquina arrancó de golpe. Si no lo agarra Moscardó, Franco acaba en el suelo. Pero es que salieron mal hasta las fotos. La agencia Efe descubrió en 2006 que otras dos imágenes del encuentro de Hendaya estaban trucadas. Cuando Hitler y Franco no salían en posturas poco marciales, aparecían con los ojos cerrados, así que hubo que hacer recorta y pega para que las fotos de la cita de Franco y Hitler que se distribuyeron aquel 23 de octubre tuvieran la gallardía que requerían aquellos dos señores con bigote y brazo en alto. Quedaron monos.

Salmerón, leal a sí mismo

Uno de los políticos más íntegros y honrados que ha tenido este país se llamó Nicolás Salmerón. Es de suponer que por eso duró sólo dos meses en la presidencia de la Primera República. No temía al rey ni a Dios; sólo tenía miedo de traicionar su conciencia, por eso el epitafio que reza en su magnífico panteón del cementerio Civil de Madrid, el más bonito de la necrópolis, el que atrapa la mirada del visitante nada más entrar, es uno de los más célebres y celebrados: «Dejó el poder por no firmar una sentencia de muerte».

Fue un 20 de septiembre de 1908 cuando Nicolás Salmerón se largó de este mundo mientras estaba de vacaciones en los Pirineos franceses. No tuvo tiempo de sufrir el estrés pos vacacional. El traslado de sus restos en un tren especial desde el sur de Francia hasta Madrid fue, como poco, apoteósico, pero es que su llegada a la capital colapsó la ciudad. Todos los diputados, todos, interrumpieron la sesión del Congreso, aquel que presidió Salmerón en tres ocasiones, para salir a las escalinatas de la Carrera de San Jerónimo e inclinar la cabeza al paso del féretro.

Era lo menos que podían hacer por un tipo que se había partido la cara en voz alta y sin tapujos por la educación en España. La contundencia de sus planteamientos provocó que los Borbones del siglo XIX se la tuvieran jurada. Dijo el temerario Salmerón: «¿Sabéis lo que cuesta la Monarquía… el mantenimiento de una familia? Pues trece millones de pesetas. ¿Sabéis qué se paga en España por el mantenimiento de todos los Institutos de Segunda Enseñanza? Pues diez millones de pesetas. Es decir, que vale más mantener la persona del monarca que educar la nación». Después, evidentemente, lo echaron. Porque tenía razón.

Primo de Rivera, golpe de mano

Jornada dedicada a los salvapatrias la del 13 de septiembre de 1923, el día en que Miguel Primo de Rivera arreó su famoso golpe de Estado. La guerra de Marruecos y la inestabilidad política animaron a don Miguel a dar el golpe desde su Capitanía General de Barcelona. Se hizo un silencio sepulcral en el país, nadie reaccionó y Primo ganó. El primer pasmado fue él. Luego llegó Alfonso XIII y le dijo: «Dios quiera que aciertes, te voy a dar el poder». Mira qué bien, un rey golpista.

El acuerdo al que llegaron rey y militar era que pondrían el país en orden en tres o cuatro meses, harían una limpia de políticos corruptos, solucionarían la sangría del ejército en Marruecos y luego España elegiría a sus gobernantes como Dios manda. ¿Alguien conoce a algún dictador con palabra? Pues eso. Seis años costó apearlo del poder. Como diría Groucho Marx, «éstos son mis principios, si no le gustan, tengo otros».

Primo de Rivera era un militar metido a político, a mal político. Carecía de ideología y sólo tenía un patriotismo exacerbado y un fervor enfermizo hacia la monarquía, dos cosas absolutamente contraproducentes para hacer buena política. Al principio, consiguió el apoyo de todos, pero porque a todos prometía cosas que puestas todas juntas eran incompatibles. Pactó con los catalanistas, con los españolistas, con los liberales, con los radicales, con los que querían abandonar la guerra de Marruecos, con los que querían seguir… con todos. Y luego empezó a liarla: prohibió el catalán, continuó en Marruecos, sustituyó a todos los gobernadores civiles por militares, disolvió todos los Ayuntamientos, desterró a Unamuno… Al final, acabó con todo el mundo en contra: intelectuales, políticos y militares.

Y ahora la parte buena: España vivió en aquellos locos años veinte uno de sus mejores momentos económicos durante la dictadura, ayudado, qué duda cabe, por la bonanza económica que vivía Europa. Pero el mérito no fue del Primo, fue del Calvo. De José Calvo Sotelo, el ministro de Hacienda que manejó los dineros con mucho más arte que el general el país.

El rey de Roma

El 20 de marzo de 1811 nacía Napoleón II, el último rey de Roma, ese que está en boca de todos cuando por la puerta asoma. Pero esto hay que matizarlo, porque ni el refrán es correcto —no se sabe a cuento de qué el ruin de Roma derivó en rey de Roma— ni Napoleón II, hijo del Napoleón de toda la vida, era rey de Roma como se entendió, primero, en la Antigüedad clásica y, después, durante el Sacro Imperio Romano Germánico. Napoleón II fue, el pobre, un rey de Roma de pacotilla.

El Bonaparte, ya saben, repudió a la famosa Josefina porque no le daba un heredero para su imperio. Casó después con la archiduquesa María Luisa de Austria, una artimaña para entroncar con una de las dinastías imperiales con más solera de Europa y con la esperanza de que así fuera mejor aceptado como emperador. No sólo él, sino también el heredero que se supone que debería de llegar. Y llegó. Nació aquel 20 de marzo Napoleón Francisco Bonaparte, un chavalín al que su padre otorgó nada más nacer el título de rey de Roma, paso previo para ser luego emperador. Pero esto se lo inventó directamente Napoleón para intentar continuar una tradición que ya había perdido toda su enjundia en el siglo XIX. Pero, bueno, mejor lo del rey de Roma que no el otro apodo que le pusieron, el Aguilucho.

Le llamaron así porque el águila era el símbolo de las tropas francesas, copiado de las legiones de la antigua Roma. Como el águila simbolizaba el imperio napoleónico, al hijo de Napoleón le pusieron el aguilucho, la cría del águila. Pero, al final, por culpa de los desmanes de su padre, todo se le quedó en nada al heredero: el imperio, el título de rey de Roma y hasta la vida, porque acabó exiliado en Austria, la tuberculosis lo mató con veintiún años y fue oficialmente emperador menos de una semana.

Padre e hijo casi ni llegaron a conocerse y sólo consiguieron reunirse después de muertos, y encima gracias a Hitler, que fue el que envió los restos de Viena a París para que el rey de Roma y el emperador de Francia, enterrados ahora muy cerquita, se lamenten por los siglos de los siglos del hundimiento de su imperio.

Alfonso XIII abdica

Alfonso XIII estaba ya muy malito cuando entendió que jamás recuperaría el trono de España, así que no le quedó otra que abdicar en su hijo Juan. Ocurrió en Roma el 15 de enero de 1941. A Alfonso XIII sólo le quedaba un mes de vida y a su hijo Juan la esperanza de que Franco le diera permiso para reinar como Juan III. Pero no pudo ser, porque para que reinara Juan, Franco tenía que retirarse a sus cuarteles y el dictador no estaba dispuesto a dejar de mangonear España.

Siguiendo el orden sucesorio, a Juan de Borbón no le hubiera correspondido reinar ni de lejos, porque era el penúltimo de los seis hijos de Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Echen cuentas. El primogénito, Alfonso, tuvo que renunciar a sus derechos sucesorios para casarse con una cubana plebeya. Jaime, el siguiente, era sordomudo y también renunció porque se lo pidió Alfonso XIII, aunque años más tarde dio la matraca para recuperar sus derechos. No coló.

La tercera hija era Beatriz y la cuarta, María Cristina, y como las dos eran chicas ya se sabe que no están capacitadas para reinar mientras haya otro chico en la cola, y ese chico era Juan.

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