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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Menudas historias de la Historia (42 page)

BOOK: Menudas historias de la Historia
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Y miren que intentó Juan de Borbón caerle bien a Franco. Se puso a sus órdenes, le escribió cartas rogándole que le dejara luchar a su lado, le deseó que Dios le ayudara en la noble empresa de salvar España, y hasta entró por Navarra de incógnito, vestido de falangista y con el nombre de Juan López, para luchar al lado de los golpistas. Pero Franco lo estuvo toreando con buenas palabras porque no quería enemistarse con la familia real, que apoyaba fervientemente la Cruzada.

Franco le decía al voluntarioso Juan que no podía permitirle correr riesgos por el importante puesto que ocupaba en el orden dinástico; que si le pegaban un tiro, España se quedaría sin heredero, y esto era muy malo para los intereses del país. A Juan de Borbón le costó enterarse de que aquel señor al que tanto admiraba sólo era un dictador que no tenía intención de dejar el poder hasta el mismo momento de su muerte. Franco descartó al padre, descartó al hijo y coronó al nieto.

El regreso de Victoria Kent

A Victoria Kent se le pueden reprochar algunas cosas, pero hay muchas más que reconocerle. Fue la primera mujer que ejerció la abogacía en España, la primera que puso las cárceles en orden desde su puesto de directora general de Prisiones y también la primera en meter la pata en contra de que las mujeres pudieran ejercer el derecho al voto en la Segunda República. Fue el 11 de octubre de 1977 cuando Victoria Kent regresó a España tras un exilio de cuarenta años. Si hubiera llegado sólo cuatro meses antes, hubiera podido votar en las elecciones parlamentarias donde los españoles, y las españolas, dieron el triunfo a la ahora extinta y enterrada UCD. Victoria Kent estuvo sólo un rato en España antes de regresar a Estados Unidos; pero tuvo suficiente tiempo de ver que a este país, como dijo Alfonso Guerra, ya no lo conocía ni la madre que lo parió.

Ya se han cumplido siete décadas desde que las Cortes aprobaran el sufragio universal en España, un derecho que salió adelante gracias al demoledor discurso de Clara Campoamor, diputada por el Partido Radical, en la réplica a su compañera del Partido Radical Socialista Victoria Kent, empeñada en que las mujeres no tenían suficiente cabeza para saber qué votar. Pero esto no se lo creía ni ella. Su verdadero pánico estaba en que las españolas, engullidas por el espíritu católico, si se les daba el derecho a votar lo hicieran a la derecha. Victoria Kent prefirió renunciar a su ideal feminista y tragar bilis antes que ver gobernando a los conservadores.

Sería injusto recordar a Victoria Kent sólo por su empecinamiento contra el voto femenino, porque tuvo que ser ella, una mujer, la que aplicara con mano de hierro la reforma carcelaria española. Cerró ciento quince centros penitenciarios que mantenían condiciones infrahumanas; suprimió las celdas de castigo; mejoró la alimentación de los presos y asumió el famoso axioma expresado por la reformadora social Concepción Arenal: «Odia el delito y compadece al delincuente». Victoria Kent lo hizo tan bien, que desde que ella ocupó el cargo sólo en dos ocasiones más los gobernantes se han atrevido a nombrar a otra mujer responsable de Instituciones penitenciarias. Por si las arreglaban del todo. Son Paz Fernández Felgueroso y Mercedes Callizo.

Victoria Kent acabó muriendo en Nueva York en 1987, con noventa años, y ahora sus restos incinerados descansan en la ciudad de Redding, en Connecticut (Estados Unidos). Entre sus cenizas seguro que hay una espinita que se llevó clavada por haber rechazado, en contra de sus ideales, el sufragio universal.

El corazón de Stalin

El 5 de marzo de 1953 moría uno de los malos más malos de la historia: Iósiv Visariónovich, pero como este nombre no daba suficiente miedo, pasó a llamarse Stalin, «acero». El día 5 es la fecha oficial, pero aún hoy no se sabe qué ocurrió entre el 1 y el 5 de marzo. La noche del 1 al 2 sufrió una hemorragia cerebral y luego se hizo un silencio sepulcral en el Kremlin. Ni un parte médico, ni una comunicación oficial. Nada. El día 5, sencillamente, se dijo al pueblo soviético que el corazón de Stalin había dejado de latir. Pero lo que falló fue su cerebro. El corazón le había dejado de latir muchos años atrás.

Él fue quien decidió en 1924, y sin que nadie se atreviese a rechistar, que había que embalsamar y exponer a Lenin en un inmenso mausoleo de la plaza Roja. Pero no lo hizo sólo para mantener a Lenin como un icono vivo de la Revolución bolchevique. En sus planes también estaba embalsamarse junto a él y permanecer como otro símbolo indestructible. Sus propósitos sólo se cumplieron a medias. Los dos líderes compartieron escaparate durante ocho años, pero desde el mismo día de la muerte de Stalin comenzó a gestarse el fin del estalinismo. Había que acabar con aquella figura de terror como fuera y cuanto antes, pero había que dar pasos firmes.

La última zancada se dio en 1956, durante el XX Congreso del Partido Comunista. Se revisó la figura de Stalin y se consideró entonces que durante sus treinta años de gobierno había cometido inexcusables errores y numerosos crímenes que habían manchado el comunismo. Se decidió castigarlo sacándole de su mausoleo de honor. En 1961 cogieron su cuerpo, lo encerraron en un ataúd y se lo llevaron a una sepultura de las murallas del Kremlin.

Los millones de muertos que se llevó a la tumba y las condenas injustas nunca pudieron ser resarcidos. Y ahí va un chiste que corría por la Unión Soviética en pleno estalinismo: un preso le pregunta a otro por qué le han condenado a veinticinco años, y el preso responde: «Por nada». «Imposible», contesta el otro. «Por nada sólo te caen diez años».

Autocoronado Bokassa

¿Alguien se acuerda de Bokassa, aquel dictador centroafricano borracho de poder y empeñado en parecerse a Napoleón? Las imágenes de su coronación como emperador dieron la vuelta al mundo del derecho y del revés, porque era muy difícil dar crédito a aquella monumental payasada que se desarrolló el 4 de diciembre de 1977. El sanguinario presidente centroafricano se autoproclamó emperador y continuó gobernando su demencial imperio con la ayuda de la interesada Francia.

Bokassa era un loco peligroso necesitado de pompas regias. No tenía dos dedos de frente ni sangre azul, así que tuvo que autocoronarse emperador montándose un teatrillo en el que invirtió veinte millones de dólares para que no faltaran oros, terciopelos y armiños. Tomó como modelo el cuadro
La coronación de Napoleón
y lo reprodujo como pudo.

Bokassa disfrazó a su guardia de soldadesca napoleónica, se calzó unos zapatos de diamantes —acabaron en el
Libro Guinnes
como los más caros del mundo—, se plantó una capa de armiño de 15 metros que tuvieron que sujetar nueve soldados y tomó asiento en un trono de oro con forma de águila.

Tras unas palabras ceremoniosas, Bokassa agarró una corona enorme, se la plantó en la cabeza y luego coronó emperatriz a su favorita. Ninguna delegación diplomática acudió a esta bufonada, salvo Francia, que mandó a un ministro en apoyo de aquel perturbado. Y también acudió un cardenal, muy blanco él y con cara de «quién me mandaría a mí venir a esta patochada».

Lo de Francia tenía explicación, porque Giscard d'Estaing, el presidente, quería los diamantes y el uranio centroafricanos, y no iba a renunciar a ello por la bobería de no apoyar a un dictador que torturaba y masacraba a sus ciudadanos. Pero no sólo Francia apoyó a Bokassa. La Argentina del dictador Jorge Videla lo recibió con honores de Estado. Entre locos e interesados andaba el juego.

Calígula

Calígula estaba como una cabra romana, esto no lo discute nadie, lo que pasa es que el pueblo de Roma aún no lo sabía cuando el 28 de marzo del año 37 le aclamó en su primer día como emperador. Cómo iban a sospechar que aquel jovenzuelo de veinticinco años alcanzara tales niveles de perturbación.

Calígula hizo trampa para llegar a emperador. Su antecesor, su abuelo adoptivo Tiberio, dejó dicho en su testamento que el imperio debía ser repartido entre sus dos nietos Gemelo y Calígula. Pero «Sandalita» —eso significaba Calígula—, con la ayuda de otros de su calaña, consiguió que el Senado invalidara el testamento para proclamarle emperador sólo a él.

Al principio la cosa fue bien. Se metió a todo el mundo en el bolsillo: decretó una amnistía, dio al pueblo el derecho a voto para elegir magistrados, repartió dinero, regalos y comida entre la plebe, subió el sueldo a los soldados, organizó banquetes para los senadores… todo estupendo. Hasta que los desequilibrios mentales que aparentemente no se apreciaban salieron a flote todos de golpe tras un ataque epiléptico.

Se vio entonces la otra cara de Calígula: comenzó a envenenar a troche y moche, nombró cónsul a su caballo Incitatus, llenó Roma de estatuas de oro, vació las arcas del Estado y, el colmo, se hizo declarar dios viviente y todo el mundo tenía que arrodillarse ante él. Sus depravaciones sexuales son tan conocidas que es innecesario mencionarlas. En menos de cuatro años de gobierno desquiciado ya había cola para asesinarle, y el fin de Calígula, de «Sandalita», llegó con treinta heridas de espada.

Su tío Claudio, el de la serie de la tele, fue el sucesor. Pero él no quería.

Los pactos de Múnich

Si hubo algún hecho que convenció al perturbado de Hitler de su omnipotencia ante Europa, ése fue el que se produjo el 29 de septiembre de 1938. Se firmaron los nefastos pactos de Múnich, aquellos que permitieron al Führer invadir Checoslovaquia con el beneplácito europeo. El ministro inglés Chamberlain, después de estampar su firma, se volvió a Londres convencido de su heroicidad por haber evitado la guerra. Cuando notó el aliento de Hitler en el cogote, le bajaron los humos. Y es que fue Europa la que alimentó al monstruo. En los Sudetes, al norte de Checoslovaquia, habitaba gran número de alemanes, y Hitler dijo, puestos en este plan, me quedo la zona. Y lo quiso hacer con la venia de las potencias europeas. Se sentaron a negociar, por un lado, Reino Unido y Francia, y, por otro, Alemania. Como mediador, Mussolini. Menudo cuarteto. Y, por supuesto, en la mesa de negociación no dejaron sentarse a Checoslovaquia. Era el país directamente afectado, pero como sabían que iba a votar en contra de que le invadieran los nazis, le dijeron «tú no negocias».

Los pactos de Múnich dieron alas a Hitler, que al día siguiente de la firma comenzó la invasión. Pero no se quedó en los Sudetes. Unos meses después había borrado del mapa a Checoslovaquia. Tras la firma de aquellos pactos, el ministro británico Chamberlain volvió a su país encantado de haberse conocido y los ingleses le recibieron como un héroe por haber evitado una guerra en Europa. Aunque lo que en realidad hizo junto con su colega francés fue echarle un hueso checoslovaco a los nazis para que se entretuvieran y así les dejaran en paz a ellos.

Hitler, mientras, se quedó en Múnich partido de la risa por la ingenuidad de los representantes europeos. La Segunda Guerra Mundial comenzó a gestarse y se demostró que Chamberlain no había evitado absolutamente nada. Cero patatero.

El insensato Cromwell

Son muy pocos, poquísimos, los que se han atrevido a lo largo de la historia de Inglaterra a acabar con la monarquía. Una cosa es meterse con las orejas del príncipe Carlos y otra muy distinta tocarles la corona. El que lo ha intentado lo ha pagado caro, y el más famoso de todos ellos fue Oliver Cromwell. Después de hacerse con el poder y decapitar al rey Carlos I, consiguió que el Parlamento proclamara la Primera República de Inglaterra. La primera y la última, claro. Pero es que el 20 de abril de 1652 Cromwell, ya totalmente beodo de poder, además disolvió el Parlamento a lo bestia, al estilo Tejero. A Cromwell le salió bien.

En aquella época tan convulsa no tenía excesiva importancia la disolución de un Parlamento. Cuando no lo hacía uno lo hacía otro. Pero lo curioso es cómo lo hizo Oliver Cromwell: entró con sus soldados, llamó borrachos a unos parlamentarios, a otros los tildó de bandidos, luego los echó a todos a la calle, cerró las puertas, se guardó las llaves y al día siguiente colgó un cartel en la puerta que decía «Casa en alquiler». Nadie se atrevió ni a preguntar por cuánto al mes ni si hacía falta aval bancario.

La decisión de Cromwell fue del todo desproporcionada, sobre todo porque él había sido parlamentario y debería haber mostrado el máximo respeto por la institución a la que perteneció. Pero entre los fallos de Cromwell durante su carrera estuvo el de inclinarse más hacia el ejército que hacia la política, con lo cual en vez de usar la diplomacia en sus decisiones, las hacía cumplir manu militari. Llegó a creer que el ejército era el instrumento elegido por Dios para mantener el orden y una gobernación sensatos. Es más, Dios le había elegido a él para comandar ese ejército.

Cuando se proclamó la república, Cromwell ejerció el poder sin que nadie le hubiera dicho que lo hiciera, y cuando el Parlamento le recordó que él no mandaba tanto como se creía, se mosqueó y lo disolvió. Entonces se hizo nombrar Lord Protector. Líbrenos, precisamente Dios, si es que puede, de tantos y tan desquiciados salvapatrias.

El triste fin de Clara Campoamor

El 30 de abril de 1972 moría en Lausana, en Suiza, exiliada, nostálgica y en soledad, Clara Campoamor, la diputada radical durante la Segunda República que se partió la cara por el sufragio universal. No paró hasta conseguirlo, y eso que tenía enfrente a una compañera republicana, a Victoria Kent, empeñada en que las mujeres no tenían suficiente seso para saber qué votar. Campoamor se la merendó con un discurso que ha pasado a la historia parlamentaria.

Aquel monumental triunfo le trajo a Campoamor tremendos sinsabores, y al final acabó repudiada y humillada por la propia Izquierda Republicana. Luego llegó el exilio, y la diputada Clara acabó deambulando por el mundo para ganarse el pan traduciendo textos, escribiendo biografías, trabajando en un bufete de abogados, juntando algunas perras con conferencias aquí y allí…

En los años cincuenta intentó volver a España, pero si ya estaba tachada de roja, añádanle a esto que perteneció a una logia masónica. O sea, que de regresar, nada de nada, así que el final de su vida le llegó en Suiza, ciega y enferma de cáncer y melancolía. Pero su deseo no era quedarse allí. Quiso volver a su país aunque fuera con los pies por delante. Esto es un decir, porque fue incinerada.

Regresó hecha polvo, en todos los sentidos posibles de la frase. Sus cenizas llegaron al cementerio de Polloe, en San Sebastián, en mayo, unos días después de la muerte, pero en aquel año 1972, con Franco todavía haciendo de las suyas. El traslado fue absolutamente discreto, sin un solo reconocimiento. La mujer que había conseguido el voto femenino en España regresaba en medio del más absoluto silencio social e institucional.

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