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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

Memorias del tío Jess (34 page)

BOOK: Memorias del tío Jess
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La estancia de mi prócer alicantino en París fue breve pero fructífera. Nada más llegar al hotel —era domingo— quiso dos informaciones urgentes: «Dónde podía oír misa de doce y adonde iban a tomar el aperitivo las modelos de las grandes firmas de la moda». Ambas preguntas me dejaron perplejo. Yo no tenía ni puta idea de las respuestas. El pareció muy molesto.

—¿Cómo? ¿Tú no vas a misa?

—No, nunca.

—¿Por qué?

—Porque me aburro.

—A misa no se va para pasarlo bien.

Estábamos en la pequeña sala de desayunos, tomando un café malísimo, como en todos los hoteles de aquellos tiempos. Me indigné sinceramente.

—¿Ah, no? Se supone que la misa es la visita que haces a tu padre, los domingos. He visto a todo el mundo aburrido, mirar al techo, moverse y resoplar incómodo, repitiendo coletillas mecánicamente, sin saber siquiera lo que significan. ¿Qué diría tu anciano padre, si tú llegas a visitarle y le repites unas letanías sin sentido? Se cabrearía supongo, y te mandaría al carajo.

—Mi padre no dice palabrotas.

—Vale. Te mandaría «a paseo».

El reflexionó un instante antes de decir, abrumado:

—Si lo ves así…

—Es así. Tú no vas a ver a Tu Padre por amor, sino por la puta inercia, y para quedar bien con tus vecinos y conocidos. A mí como todo eso me la
refanfinfla
, no voy.

Entonces es cuando me pidió las señas de la iglesia con misa de doce. Tuve que preguntar en el hotel. El conserje, tras consultar varios folletos y hacer unas llamadas telefónicas, me escribió la dirección, que era muy cerca del hotel. Se la pasé al productor, que propuso, más tranquilo.

—A la salida podemos encontrarnos a tomar el aperitivo y comer.

Acepté de mala gana.

—Yo quiero ir al cine.

—Vayamos juntos…

Como me callé, resignado, él me dio un golpe cariñoso en la espalda que por poco me hace caer.

—Por aquí hay un bar donde suelen ir las chavalas de las grandes firmas a tomar el aperitivo. Llévame allí.

No sé por qué extraña deducción él había llegado a la conclusión de que yo era un experto en la materia. Le desengañé de inmediato.

—Oye, no sé nada de misas de doce, pero tampoco de maniquíes de Dior.

Tuve que preguntar de nuevo al conserje, que de esto sí sabía. Añadió que en domingo solía haber poco movimiento.

—Mejor —le respondí.

Una hora más tarde, nos encontramos en un bar más cómodo, con un café —yo— bastante mejor que el del hotel, y un whisky —él— delante de las narices. Se me quejó de lo raras que eran las misas en París y de lo mucho que hablaba el cura. (Luego me enteré de que el conserje y yo le habíamos mandado a una iglesia anglicana). Poco a poco fueron llegando unas chicas bastante ricas y elegantes. A mi jefe se le alegraron las pajarillas. Las miraba con apetito desenfrenado, sobre todo si cruzaban las largas piernas. Al cabo de un rato, tres whiskys y un café más, nos fuimos a un restaurante carísimo que él conocía no sé por qué. El hombre no tenía apetito, así que ni siquiera miró la carta. Yo pedí un
foie gras
fresco. Él puso cara de asco y, haciendo un esfuerzo, pidió:


Une omelette de patates, s'il vousplait
.

El
maitre
, con ira contenida, le dijo que no quería servirle semejante cosa. Mi paisano intentaba explicar que era muy fácil: huevo revuelto, patatas y ¡a la sartén! Paciente, el otro, le dijo que estábamos en Delmonico, no en una tasca española. Que tenían diez variedades de tortillas. Con trufas, paisana
aux gesiers, aux cepes

Yo le traducía sin hacer la menor mella en su decisión.

—Dile que yo voy a pagar, y puedo comer lo que quiera.

Y que eso que ha dicho de los españoles, que lo retire.

El
maître
, que era un profesional impecable, le dijo —y yo traduje—, que la casa no quería que volviéramos a nuestro país diciendo que habíamos comido en Delmonico una tortilla de patata, y que en el caso improbable de que el
chef
aceptara semejante comanda, sería la tortilla más cara de nuestra existencia. Belmar, herido en su orgullo, no sé si de zapatero o de productor, dijo que él no había preguntado el precio. Tuvo su tortilla, y yo mi
foie gras
, que era exquisito y que acompañé de una copa de Sauternes, que Belmar quiso probar y rechazó después con gesto de asco: «Es medio dulzón».

Al pagar, constaté que la tortilla había costado más que el
foie gras
. ¡Bien por el
maître!

Luego nos fuimos, por fin, al cine a ver un film de J. L. Godard que yo no había visto y él no había siquiera olido. No aguantó ni media hora en la sala. Se removía, resoplando impaciente. Por fin me dijo que la película era un coñazo, que no entendía nada y que me esperaba en el bar más próximo. La película era
Une femme est une femme
, con Ana Karina, una verdadera joyita. Cuando una hora más tarde entré en el bar de al lado, él estaba con un representante de zapatos a quien había llamado al salir del cine. Su plan era que cenáramos con él y fuéramos a tomarnos una copa. Yo propuse ir al club de St. Germain donde tocaba Phil Woods, un saxo genial. Me acompañaron con la misma alegría que los corderos van al matadero o los condenados a muerte por el franquismo iban hasta el pelotón. El tío no me dejó oír un solo sublime de Woods, hablándome todo el tiempo. Por fin, cuando la gente empezó a chistarnos, yo salí con él. Le dije una parte de lo que pensaba de él, de su actitud de niño mal educado y quejica. También que yo quería ejercer mi profesión, hacer películas, y quería que concretara algo de una puñetera vez. Me pidió que volviera a Madrid con él y yo me negué. Tenía que ver a Lesoeur, al día siguiente. Yo quería hacer
La mano de un hombre muerto
, pero Belmar no estaba seguro de querer co-producirla. Quería hacer algo más importante, pero no sabía qué. Todo esto mientras Michel de Villers hacía un solo fantástico. Le dije que hablaríamos en Madrid, pero que yo no pensaba quedarme en el ostracismo bien remunerado, como estaba a punto de ocurrirles a Forqué y a Berlanga, que llevaban un año en el dique seco. Por fin los
industriales
se marcharon con viento fresco y yo volví a la sala, a tiempo de oír a Art Simons un solo espléndido de piano. Al día siguiente me fui a la oficina de Lesoeur, la más casposa del mundo, situada en el mejor bulevar del mundo, los Campos Elíseos. En veinte minutos estuvimos de acuerdo. Marius redactó un contrato, escribiendo con dos dedos en su vetusta Smith-Premier y yo, después de firmarlo, me quedé unos días feliz de la vida y sintiéndome libre como un súper Niño Bravo.

Justamente en aquellos días, conocí a Joseph Losey, en circunstancias bastantes dramáticas. Resulta que yo estaba citado con Claude Makovski en una terraza de Campos Elíseos. Claude era un joven prohombre del joven cine francés. Producía, dirigía, escribía guiones y era fan mío, uno de los primeros. Lo sé no porque cantara mis alabanzas o quisiera una foto conmigo, no. Uno puede decir que un intelectual francés es fan si después de ver un par de películas tuyas te dice
«pas mal»
y te sigue saludando. Y éste era el caso. Claude se presentó con un señor canoso, muy elegante, y se excusó por acudir con él a nuestra cita. El señor parecía muy nervioso y Claude me dijo que a medianoche, en el Publicis, era el preestreno de
Eva
, la nueva película de Losey con Jeanne Moreau y Stanley Baker. Me invitaba a la proyección y me proponía que nos reuniéramos después, porque quería proponerme algo. Me preguntó si me gustaba el cine de Losey, yo dije que claro y cité algunos de mis títulos favoritos. El señor canoso sonrió entonces y me dio las gracias. Comprendí al fin que el hombre canoso era Joseph Losey. Yo le dije que se parecía mucho, físicamente, a Nicholas Ray. El me contó que Nick era su mejor amigo, desde la infancia. Los dos, y Orson Welles también, eran paisanos de un pueblo de cuatro mil habitantes, en el Middle West. Luego se fueron corriendo al cine para preparar la proyección y quedamos todos a la salida. Antes de la proyección, Jeanne Moreau y Losey subieron al escenario. El local estaba hasta los topes.

Le tout Paris
estaba allí y olía a perfume de Dior. Jeanne dijo que era el film de su vida y que después de la proyección habría un coloquio-discusión. Pero la película era un fiasco total: pretenciosa, anticuada, llena de imágenes simbólicas y otras zarandajas. El público se rió, silbó y pateó y se fue marchando de la sala sin la menor compasión. Casi al final, cuando ya no quedaban más de cincuenta espectadores, Makovski me hizo una seña para que saliéramos. Yo le seguí hacia la calle. Losey ya se había ido un buen rato antes y nos esperaba en un pequeño bar, cerca de donde tocaba Joe Turner, el pianista de
blues
. Y allí estaba Losey, completamente borracho, bebiéndose unos vasos de
gin
seco, de un solo sorbo. Me pidió perdón por haberme enseñado aquella mierda, pero quería pedirme un favor. Le habían dicho que su amigo Nicholas Ray estaba muriéndose en un hospital de Madrid y eso era demasiado fuerte. Yo le dije que no creía que Nick estuviera enfermo. Estaba rodando
55 días en Pekín
, en el estudio, desde hacía tres meses, y todo parecía ir bien. Losey insistió. Me pidió que llamara a alguien de la producción. Tenía que saber
ya
cómo estaba su amigo. Yo llamé a Juan Estelrich, que era ayudante de dirección en esa película. Se cagó en mis muertos por despertarle, pero luego me contó que Ava Gardner había conseguido que despidieran a Nick, su contrato lo permitía, porque al parecer Nicholas Ray la estaba sacando muy fea y muy vieja. La productora había decidido con Nick «ponerle enfermo». Pregunté a Juan, a instancias de Losey, qué había de cierto en las acusaciones de la actriz. Juan respondió furioso.

—¡Claro que está hecha un callo! Se hizo un
lifting
antes de empezar el rodaje y quedó cojonuda. Pero a los veinte días empezó a ponerse ciega de absenta y ha envejecido veinte años, uno por día.

Cuando se lo conté a Losey, se puso contentísimo. Lo importante es que Nick estaba sano. Se le pasó la borrachera de golpe. Y acabamos la velada comiendo sopa de cebolla allí mismo, acompañados por el piano de Joe Turner. Al día siguiente, Losey se fue a Londres y arrastró con él al pobre Claude, que en principio no quería ir a Londres. Se despidió diciendo:

—No nos han dejado hablar, pero te llamaré a mi regreso de Londres.

Nunca le he vuelto a ver. Hay pocas probabilidades de que llegue a saber algún día qué quería proponerme mi fan francés Claude Makovski.

Volví a Madrid como una moto. Me fui, ante todo, a ver a Belmar para romper oficialmente mi acuerdo con él. Estaba dolido, cosa que no me extrañó porque él solía estar casi siempre dolido y abrumado por la vida. Pero apenas me dejó hablar. Me llevó al Ministerio y me metió en el despacho del nuevo secretario general, Florentino Soria, a quien yo conocía bien, de la escuela de cine, y que en principio era un hombre afectuoso y jovial. Cuando me quedé frente a Soria, tuve la misma impresión, estoy seguro, que el toro llevado hasta el picador, con dos capotazos magistrales, por Antonio Bienvenida. El animal estaba quieto, perplejo ante su enemigo, y el picador lo picaba con saña asesina. A mí, Belmar me dio dos capotazos y me dejó inerme ante la «autoridad competente», o sea, el secretario general, cuya actitud, afortunadamente, fue algo menos aviesa. Belmar había visionado, seguramente con la junta de ancianos de la tribu, mis «repugnantes» planos adicionales para
La muerte silba un blues
y, abochornado, los había entregado al Ministerio para quemarlos en la pira sagrada, junto a su procaz autor, seguramente. Yo intenté decir que Belmar había aprobado el rodaje, y que, además, esos planos no tenían nada de particular. La chica que los rodó, una bailarina de París, era elegante y nada provocativa. Pero Belmar, en un rapto de ira, me tildó de asqueroso pornógrafo y exigió la destrucción de los negativos. Soria, a todo esto, procuraba mediar y me miraba como disculpándose. Seguro que a él, personalmente, aquellos planos no le escandalizaban casi nada pero, oficialmente, no se sentía con fuerzas para defenderlos, así que adoptó la postura del viejo chiste de Jaimito. El profesor hace llamar al padre de Jaimito:

—Su hijo es un degenerado. He pintado en la pizarra dos líneas paralelas, le he preguntado qué le sugería ese dibujo, y él ha dicho que era una pareja jodiendo.

El padre mira el dibujo y con gesto libidinoso le dice al maestro: «Es que ustedes, también, pintan cada cosa…».

Nuestra censura, y con ella gran parte del país, eran como el padre de Jaimito. Y su problema mayor es que a ellos sí les excitaban hasta las líneas de tiza sobre la pizarra, luego eran perniciosas, luego «a la hoguera». Claro que mis planos eran más sugerentes que los de Elke Sommer con un biquini de mi abuela tomando el sol en una piscina. Y quedó claro que ella, mi abuela, era el tope libertario y aperturista del nuevo gabinete. Y en lo político, aún peor. Al ser gentes más instruidas y profesionales, era mucho más difícil
meterles el burro
. Yo tomé, entonces, una decisión con carácter casi definitivo. No volvería a hacer dos versiones de nada. Haría una versión, la mía, la que yo creía idónea para el film. Si me la coartaban, allá ellos con su conciencia. Y sobre todo, intentaría que mi autocensura, uno de los peligros que cortaban definitivamente la creación, no se apoderase de mi trabajo, no lo convirtiera en un si es, no es. Me atraía el mundo del erotismo, no el de la braga de mi abuela, sino el de verdad. El que tenía ya en el mundo la misma carta de nobleza que Picasso, Delvaux, Mandiargues, Henry Miller o Bataille. Había que luchar contra la hipocresía y el oscurantismo, provocar a meapilas reprimidos que, en nombre de la decencia o el recato y una serie de palabrejas que inventaban cada día, destruían la libertad. Con ese criterio rodé, por fin,
La mano de un hombre muerto
. Era una historia de terror sin monstruos raros. El único monstruo estaba en la mente del protagonista, un sádico, y había una secuencia en la que yo tenía que mostrar qué hacía aquel hombre con sus víctimas, sin regodeos ni derroche de sangre, sino de una forma sobriamente informativa. Además el film era en blanco y negro y
scope
y Godo Pacheco (el operador) consiguió darle una atmósfera expresionista que me encantó y que al mismo tiempo le daba una elegancia a las imágenes supuestamente brutales u obscenas. La censura le pegó un tajo brutal a la escena, que quedó reducida al mínimo, pero por lo menos se comprendía de qué iba la cosa. Y, ¡oh, sorpresa!, me invitaron a las Conversaciones de Salamanca, que era una extraña
Mostra
universitaria dominada por los filocomunistas.

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