Memorias del tío Jess (35 page)

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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Memorias del tío Jess
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Aquello fue un coñazo mortal. Cada realizador se rompía la sesera para intentar explicar a un público dividido y contestatario el fondo social y trascendental de su obra. Cuando llegó mi turno, después de la proyección del film, recibido tibiamente por el público, me subieron al escenario, donde un joven Savonarola marxista me conminó a que explicara el contenido poco evidente de mi historia y, sobre todo, cuál era el mensaje de mi película. Yo confesé, entre divertido y atemorizado, que yo no tenía ningún mensaje que ofrecerles, aunque sí afirmaba contundentemente que el cine era algo hermoso que no debía ser vehículo, soporte de ideas, y que los filmes no tenían por qué trascender de la palabra Fin o el cierre de las cortinas. ¡La que se armó! Más de medio cine empezó a patear con furia, a insultarme. El resto, compuesto sin duda por una minoría silenciosa, rompió su silencio y me aplaudió con fuerza y gritaba unos «¡Bravo!», tan inmerecidos como los pateos. Al salir del local, mientras un grupo, capitaneado por un cura, me daba abrazos y me decía «Adelante, sigue así», los otros me insultaban y me lanzaban los epítetos más hirientes. Yo no estaba preparado para una reacción tan violenta sobre una película «de género» bastante maja, creo yo, pero absolutamente modesta e intrascendente. Florentino Soria, que capitaneaba la delegación oficial del evento, no me dijo ni que bien ni que mal, pero parecía contento, lo cual era un lujo, dado el hermetismo circunspecto que rigió durante un tiempo las relaciones de la nueva junta conmigo. Fue en aquellos días salmantinos cuando Fernán Gómez, Berlanga y yo decidimos formar un partido político, como burlona reacción a tanta patochada, y fundamos el PABI (Partido Anarquista Burgués Independiente). En la sobremesa de una contundente selección de charcutas del país, acompañadas de un pastoso tinto de Toro y unos orujos de Potes, elaboramos los estatutos del partido, que contenían un solo artículo: «Se prohíbe a los miembros de este partido obedecer las directrices de ningún partido político, incluido este mismo». También acordamos un grito de guerra: «¡¡Viva Adenauer!!». Y una consigna: «¡Al Pardo, a por bellotas!». Enseguida una numerosa masa de seguidores (Juan Estelrich y Pedro Beltrán) pidieron ingresar en el PABI, pero sólo los aceptamos como simpatizantes porque Pedro no era lo bastante burgués ni Estelrich lo bastante independiente. Lo más exitoso fue sin duda el grito de guerra, que creaba la confusión general. Cuando la voz estentórea de Fernando gritaba «¡Viva Adenauer!» en plena disertación del sobrino putativo de Gramsci, Guido Aristarco, nadie sabía con certeza si gritar ¡Viva!, ¡Muera! o ¡Al carajo! Incordiamos lo nuestro, en verdad, para quitarle el tufillo panfletario a la cosa. Después de Aristarco —que, además, largaba su rollo en italiano—, conseguimos que le dieran la palabra a un pobre profesor de Boston. El hombre se largó un discurso de muerte que nadie entendía, pero que todos tuvieron que soportar.

Durante unas semanas «el espíritu de Salamanca» prevaleció en Madrid y pudimos colaborar en la incipiente subversión hasta que un día, un grupúsculo de inspiración fascistoide quiso hacer suyas nuestras
reivindicaciones
, como pasa casi siempre. Fue entonces cuando yo grité «¡No es eso! ¡No es eso!». Y me fui a París a preparar mi siguiente película con una productora de allí bastante menos cutre que mis habituales Lesoeur y
cia
. La historia, basada en una novela de Exbrayat, un buen serie negra francés, sucedía en Barcelona, e iba de un policía cornudo enfrentado a una mafia de políticos corruptos. Era una buena historia pero si yo la situaba en España, era seguro que la censura me la tumbaría. Había en ella, además, algunos disparates puntuales como que la protagonista oyera misa en la Sagrada Familia, que era, entonces, ese magnífico esqueleto creado por Gaudi donde no había ni misa ni nada. (Ahora es bastante peor, desde que manos pecadoras van convirtiendo el egregio e inacabado templo en una iglesia para bodas de los feligreses pertenecientes a la más reaccionaria burguesía catalana). Yo hice sólo un truco geográfico y situé la historia en Centroamérica, donde era igualmente posible y la censura tragaba con todos los elementos. Tuve un reparto espléndido, con Jean Serváis y Robert Manuel, como el primer
Rififi
de Jules Dassin, más Fernán Gómez para el policía. La crítica francesa descubrió a Fernando y se deshizo en elogios, muy por encima de los que dedicaron a los dos actores galos y, encima, conté con fantásticos secundarios: Antonio Prieto, Agustín González, Laura Granados. El film distaba mucho de la perfección del primero pero estaba bien. En este santo país no tuvo éxito, básicamente porque el público se moría de risa con Femando, que en general hacía personajes cómicos. El productor español era el socio de Emiliano Piedra, el de
Campanadas a medianoche
. Yo tuve problemas con la producción, que no daba la talla, pero al final, la cosa funcionó. Justo antes del rodaje se produjo en mi vida un acontecimiento insólito. Me enamoré de la secretaria de producción francesa y ella de mí. Y enseguida decidimos unir nuestras vidas. Vivimos mucho tiempo juntos y nos casamos en un ayuntamiento de París, en una brevísima ceremonia en la que Daniel J. White fue mi padrino. Comimos en un sencillo merendero al borde del Sena y volvimos a Madrid, en donde rodaríamos gran parte de la peli. A mí, en España, ya me habían colgado la etiqueta de pornógrafo, y en Francia me tenían por un extraño director de cine erótico y de terror que hacía cosas interesantes. Silberman, uno de los productores independientes más importantes, me ofreció dos películas que yo debía escribir con J. C. Carrière. Una de ellas fue
Miss Muerte
, que gustó mucho a los loquitos del cine B. Era una película bastante malsana, pero la censura me la dejó casi entera. Yo iba camino de convertirme en el Roger Corman europeo, y entonces Orson Welles, que preparaba en Madrid su
Falstaff pan
Emiliano Piedra, me ofreció dirigir la segunda unidad del film. Casi me da un infarto.

Adoraba a Welles desde
Ciudadano Kane
, y su estilo de hacer cine había influido muchísimo en mi trabajo. Quería un director de segunda unidad y me había elegido a mí. Sus colaboradores, sobre todo Juan Cobos, le habían hablado de mí y parece que había visto en París un cacho de
La muerte silba un blues
y le había gustado. Emiliano, que tenía otros candidatos, intentó disuadirle mostrándole en privado unas películas medievales españolas, y Orson se iba de la proyección al cabo de unos minutos. Entonces Emiliano le dijo que yo era muy mal director y que le iba a pasar mi última película,
Rififi
, producida por su socio, y que era un auténtico desastre. Emiliano ignoraba que la película era un homenaje total a Welles. Al cabo de media hora de proyección, se levantó y le dijo a Emiliano: «Llámale ahora mismo».

Unas horas después, yo me presentaba en el chalé que Orson tenía en las afiieras de la ciudad y que le servía de oficina, sala de montaje, etcétera. Le hablé en francés desde el principio porque sabía que él lo conocía muy bien y le gustaba. No lo hice en inglés porque en aquel entonces yo era nulo en esa lengua y pensaba que le podía divertir tener una especie de lengua secreta conmigo. A pesar de ello, le preguntó a su secretario, el príncipe italiano, abriendo los ojos, como solía hacer a menudo:

—¿Por qué me habla en francés?

Pero dado que su equipo completo de cámara era francés, y no hablaba ni inglés ni español, había una razón de más. Así que me dijo que quería que yo dirigiera
¡La isla del tesoro!
Me dio un guión gordísimo escrito por él y me citó para el día siguiente. Yo estaba perplejo, pero no dije ni pío. Había pasado, en un minuto, de Shakespeare a Stevenson, y de la segunda unidad, a la primera. Me devoré el guión, que era casi igual que el libro, salvo algunas supresiones. Al día siguiente, cuando llegué, él estaba fumando un puro y hojeando el guión. No me dejó hablar. Me dijo que ese guión era una mierda y que lo había dictado a su secretaria para tener algo para conseguir el permiso de rodaje y para los distribuidores. Y añadió con una sonrisa irónica:

—Como ellos no entienden nada, les gusta.

Me dijo que yo cogiera el buen guión, o sea, la novela, y que me fuera a Alicante. El príncipe me facilitaría los actores que yo fuera necesitando, sin él, que vendría más tarde para hacer de Long John Silver. En cuanto a los técnicos, podía llevarme a mi gente —siempre que fuera un equipo reducido—.

—Yo te mandaré a uno de producción para que te ayude a preparar. He elegido Alicante porque allí están los dos veleros de Samuel Bronston. Los alquilaré esta tarde. Vete ya.

Y ponte a rodar en cuanto puedas. El lunes que viene, por ejemplo. Buen viaje.

Absolutamente perplejo, yo iba a marcharme, cuando me detuvo con un gesto:

—Necesitarás dinero para ponerte en marcha.

Yo no sabía si asentir o echarme a llorar, pero asentí. Se sacó del bolsillo trasero del pantalón un grueso fajo de dólares.

—Hay unas trescientas mil pesetas. Ya le harás un recibo a Sandro.

Yo no sabía quién era Sandro.

—El príncipe Tasca, mi secretario.

Me fui a Alicante, y el lunes empezamos el rodaje, aún no sé cómo. Orson Welles se presentó allí el día antes, con el tiempo justo de comerse tres paellas, beberse una botella de coñac e irse a la cama. Me dijo que él no trabajaría como actor al día siguiente, sino que llevaría una segunda cámara. A la mañana siguiente, llegó el primero al puerto. Hacía un día espléndido y sin previo aviso empezó a rodar cámara en mano como loco, sin orden ni concierto. Yo, con los pocos técnicos que tenía —pocos pero excelentes— seguía el plan que había más o menos previsto. El me dejaba hacer. Y rodaba todo, desde todos los ángulos posibles, una y otra vez. No me corregía nada, ni decía otra cosa que «¡Rápido, rápido!». Entre los dos nos hicimos más de sesenta planos, algunos muy complicados, aprovechando al máximo aquellos veleros magníficos y a su tripulación, compuesta por irlandeses y valencianos, bajo el mando de un capitán —uno auténtico— también irlandés, que daba las ordenes gritando en un inglés de
Rebelión a bordo
. Un contramaestre de la
tenuta
interpretaba aquellos gritos como podía y así hicimos cinco o seis maniobras de desplegar y arriar las velas en medio de juramentos en valenciano y gaèlico, al cincuenta por ciento. Había algunos actores con nosotros: el protagonista, un chaval escocés con una cara estupenda y, sobre todo, Tony Beckeley, un actor joven inglés que, según supe luego, estaba contratado también para
Campanadas a medianoche
, al igual que Keith Baxter, Norman Rodway y otros varios. A Tony se le ocurrió, en medio de aquel desmadre, preguntar por el maquillaje. Orson le puso dos tiznones en la cara y le dijo riendo: «¡Ahí tienes tu maquillaje! ¡Así va a ser el maquillaje!». Y como la secuencia requería que Tony tuviera manchas frescas de sangre, Welles le dio un dinero a uno de los marineros, que volvió enseguida con un pollo vivo y lo ejecutó con su propia navaja allí mismo. Welles llenó al pobre Tony de la sangre tibia del animal, con lo cual se pasó el resto del día dando arcadas por los rincones, mientras Orson repetía, riendo:

—¿No querías maquillaje? ¡Ahí lo tienes!

(A todo esto, yo había traído un maquillador estupendo de Madrid, y andaba por allí con el material, incluida la sangre, pero Welles no nos dio la menor oportunidad de decírselo. Apenas pudo extender los tiznones y la sangre de Tony a escondidas).

Hacia las cinco de la tarde, Welles pidió su coche al príncipe, que trajo el Mercedes hasta la escala del barco. Orson me pegó un alegre manotazo en la espalda que me dejó casi tullido y me dijo que estaba muy contento con lo que había visto y que siguiera así. El volvería para hacer su papel.

Y se fue, dejándonos a todos sumidos en el más brutal desconcierto.

Eramos un pequeño equipo de quince personas. Pero cuando el Mercedes del monstruo se alejó tuve una impresión de paz y silencio, como si la tempestad se hubiera calmado súbitamente. En este régimen de serenidad y placidez rodamos durante tres semanas, hasta que necesité a Welles como actor. Yo hablaba casi todos los días con el príncipe. Mandábamos el negativo rodado al laboratorio de Madrid a diario y el príncipe Tasca me informó un par de veces de que Orson estaba muy satisfecho de lo que veía en proyección. A mí estas noticias me hacían feliz y me llenaban de entusiasmo juvenil, y el rodaje era cada día más gratificante. Éramos una piña variopinta y multirracial que se entendía de maravilla. Welles volvió una noche para rodar al día siguiente. Cenamos juntos en el pequeño parador donde nos alojábamos, frente al fondeadero donde mi buen capitán irlandés había anclado el velero. Orson parecía feliz. Después de ponerse morado de pescado con alioli, hablamos por primera vez un poco en serio. Tuve la impresión de que yo había subido muchos puntos en su estima. Me dijo que le encantaba hacer del capitán Silver, un personaje maravilloso y que hacía muchos años que quería interpretarlo. Para él era tan maravilloso como hacer de Falstaff en
Campanadas a medianoche
y mucho más fácil. Me atreví a preguntarle si él se sentía un actor que dirige o un director que actúa. El se rió y me dijo que era lo mismo, el mismo oficio, la misma labor de creación. Encendió otro cigarro y se fue a su cuarto con su guión bajo el brazo. A la mañana siguiente nos fuimos al barco en dos lanchas de pesca, sin él, que debía venir algunas horas más tardes. Había una ligerísima marejadilla y la mañana era bellísima. Al cabo de un par de minutos, él nos adelantó en un rápido fueraborda. Iba de pie, feliz de la vida, y nos gritó alguna broma. Cinco minutos más tarde lo vimos regresar hacia la costa. Se había sentado y gritaba furioso que aquello era una ruina y que hiciéramos lo que pudiéramos sin él. No fue mucho. El era el protagonista y ya habíamos rodado las escenas a bordo sin él. Yo tuve la nefasta convicción de que nunca más lograría subirle en aquel barco. Rodamos unos planos de recurso, para que sirvieran, si era necesario, como fondo a los planos de Welles que podíamos rodar en el estudio. (Esta práctica era muy común todavía en aquellos tiempos). A mí me parecía una mierda, pero algunos directores venerables como Hitchcock la usaron hasta el final de sus días.

Cuando regresamos al parador, Welles estaba menos excitado. Me explicó que él no podía saltar al barco ni trepar por la escala, ni nada parecido. Tenía un miedo cerval a partirse una pierna o a caer al agua. Había decidido rodar su papel en el estudio, en un decorado. Yo le dije que ya habíamos rodado los fondos para el caso de que lo hiciéramos así. Me pidió que hablara enseguida con Sandro para que me mandara todo lo necesario para completar lo del barco, incluso con un doble —menos sus planos cortos, que serían muy sencillos de rodar en el estudio—. Me repitió que estaba muy satisfecho con mi trabajo y me confirmó que yo sería el único director de
La isla del tesoro
y el único que firmaría el film. Y se volvió a marchar.

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