Memorias del tío Jess (38 page)

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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Memorias del tío Jess
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Pronto volvió la perfidia y el juego de intereses, unidos a una ignorancia absoluta de los entresijos de la industria. Las grandes casas americanas tuvieron de nuevo el poder, favorecidos por la Ley Miró, que concedió las mismas ventajas a los films de la comunidad europea que a los films españoles, olvidando (¿o no?) que para ese entonces los americanos hacían su cine más importante en falsa coproducción con Europa, lo que les permitía gozar de las mismas ventajas y apoyos que las españolas. Esta aberración permitió que
Instinto básico
o
Indiana Jones
cubrieran, además, la cuota de pantalla reservada para los films españoles: con lo cual la producción bajó, de un año para otro de 160 a 30 films, y casi todos nos fuimos a tomar por saco. Yo ya tenía mi propia producción, y dos películas casi terminadas. El Ministerio nos urgió a presentarlas a calificación como estuvieran, aunque les faltara el acabado. Volví al puto Ministerio con las ideas tan pesimistas como en los peores tiempos del difunto dictador. Fui recibido por un novato secretario. Yo quería saber si podía presentar mis películas en
interlock
, porque en ese caso las presentaría a la semana siguiente. Supongo que el lector normal desconoce el significado de esa palabreja sajona. No tengo nada que reprocharle. Lo malo es que el casi imberbe secretario general de la cinematografía española tampoco sabía lo que era. Con un candor digno de un párvulo, me confesó que él era perito industrial, llevaba tres días en el cargo, porque «Pilar me ha pedido que venga a ayudarla» y que no sabía nada de aquellos líos técnicos, pero que llamaría a los expertos que podrían sin duda informarme. Como un ibérico George Romero, aquel joven desplazó la losa que daba al polvoriento subterráneo y fueron apareciendo, cubiertos de telarañas y gusanos, los cuerpos de dos muertos vivientes: el terrible Pinilla de la censura franquista, y su brazo (¿o debería decir muñón?) derecho: ¡el cura de siempre! Yo retrocedí aterrado, a pesar de que ambos —como todos los zombis— parecían poco peligrosos. El cura, que sí sabía de lo que yo hablaba —el
interlock
es muy utilizado en la posproducción y permite ver y oír, sincrónicamente, diferentes bandas— pero me dijo que trajera las pelis como fuera. Querían acabar con las películas hechas antes de la nueva Ley. Ni siquiera las vieron, estoy seguro. Las dieron para mayores y adiós. Pero las casas americanas ya nos habían asesinado. Me dijeron que ahora que no necesitaban comprar cine español, no iban a ser tan imbéciles como para pagar unas cantidades muy decentes por mis películas, cuando ya tenían las de Spielberg. Y apareció la nueva ley que nos mandaba a todos a la mierda menos a un corpúsculo elegido a dedo por los nuevos capitostes. Y para cargarse impunemente a los pocos díscolos hicieron la ley del cine X, una de las más perversas que se han promulgado desde los primeros días del franquismo. Desaparecía la censura, pero aquellos films que fueran demasiado explícitos, en lo sexual o en la violencia, serían calificados X, con lo cual sólo podrían exhibirse en las salas X, en condiciones tan infrahumanas que era más sencillo pegarse un tiro que aventurarse a producir semejantes obritas. Además, sólo podrían proyectarse en locales de menos de doscientas butacas, sin publicidad, ni siquiera a la puerta de los cines. Sólo estaba permitido anunciar el título de las películas. Por supuesto, las películas X no tenían la menor subvención, pero sí un aumento enorme de tasas e impuestos. ¿Y quiénes eran los jueces que te condenaban a la picota? Un perito industrial, unos zombis y ciertos técnicos que estaban trepando al poder y que iban a ser los NUEVOS productores del cine español. ¿Qué pretendían, en verdad? Que se hicieran pocas películas, las suyas mayormente, y las de unos pocos amigos para repartirse entre ellos toda la pasta destinada al fondo de protección. Y lo hacían con una desfachatez y un autoritarismo como nunca la censura franquista se atrevió a actuar. A mí —hablo de mí porque conozco bien mi caso, pero hubo muchos más— me condenaron a la X una película que ni tenía violencia ni sexo explícito. Sin la menor explicación. A través de una actriz amiga, cuya hermana era la compañera de un pariente de un jefe de producción miembro del tribunal de la nueva inquisición, llegué a saber que me habían mandado al carajo porque mi película les «había molestado». Me puse mis revólveres y me fui al Ministerio, dispuesto a vérmelas con los Dalton, Billy
el Niño
o la mismísima Bloody Mamá.

—¿Mi película muestra sexo explícito?

—No, no.

—¿Tiene violencia?

—No, no.

—¿Por qué la condenáis a las salas X?

—A la junta le ha molestado.

—Me importa un carajo que os moleste. Incluso me gusta que os moleste. La ley es, por una vez, muy clara.

Me quitaron la X. Pero el mal ya estaba hecho. No les molestaba la película, sino yo, porque me atrevía a enfrentarme a ellos, a no acatar el «ordeno y mando» y la prevaricación reinante. Y yo no iba a aceptar ahora ni imposiciones caprichosas de amiguetes del poder, ni sus
mordidas
descaradas. Mis ideas eran y lo serán hasta el día de mi muerte socialistas progresistas de verdad, y ninguno de aquellos mequetrefes me iba a callar. Quiero dejar muy claro que yo no luchaba por mí, o mis películas, sino por el derecho de todo ciudadano a la libertad de elección, de creación, sobre todo. Por supuesto que aquel cine X era una puta mierda, como prácticamente todo el cine porno del mundo, del que yo fui casi un pionero, no aquí, sino en Francia. La ley que liberó ese cine, y que luego acabó siendo el modelo para otras como la española, partió de algunos Estados de la unión americana, y de sus galimatías legales. Un peluquero de señoras quiso explotar las habilidades buco-faríngeas de una amiguita suya —bastante
callo
, por cierto—; pergeñó una historieta mínima y rodó aquel engendro llamado
Garganta profunda
que revolucionó a todo el país. Pronto surgió una pléyade de putones desorejados, dispuestos a ejercer su viejo oficio ante las cámaras, con la ayuda de unos sementales
cebollas
de Texas o California. Si la industria americana hubiera tenido otro Hider, como en los años treinta, que mandando al exilio a los judíos y a los otros disidentes consiguió que Hollywood fuera el centro mundial del cine, puede que el cine erótico-porno se hubiera convertido en un género apreciable, pero no tuvieron esa suerte y se quedó en un burdo gimnasio para adultos —en edad, que no cerebro—, en un torpe circo de los horrores, donde el sexo en primer grado es feo, monótono y casi un antídoto para la lujuria. A mí las escenas de sexo me gustan si están hechas con inteligencia e imaginación. Creo que los primeros films de Paul Verhoeven o Nicolas Roeg abrieron un camino difícil de seguir, porque desgraciadamente había pocos actores de verdad que se prestaran a recorrerlo. Lina Romay y yo lo intentamos alguna vez, porque creíamos que autentificar lo que ocurre en una secuencia erótica haría subir la tensión, podría ayudar a contar tu historia. Pero los imbéciles de turno pedían que toda la película fuera así. «Así» quería decir un coñazo de ñaca-ñaca interminable como ustedes o yo podemos practicar cualquier día perdido. Los resultados eran penosos. Nunca he tenido más ganas de retirarme a un convento trapense o convertirme en eremita. En España, sobre todo, nunca he visto menos amor que en este tipo de escenas, ni menos placer, con todos los complejos hispanos aflorando en cada golpe de riñones, ni menos concupiscencia. En Francia, el problema era muy diferente. Desde que Jean François David, un buen realizador de cine S hizo
Exhibición
, con Claudine Becarie, con gran éxito, muchos siguieron su camino; por razones alimentarias algunos realizadores muy apreciables como Claude Mulot o Benazeraf, o por vocación
rijoso-pastiflórica
de algunos advenedizos y horteras del sexo. En cuanto a los actores/actrices, me apresuro a afirmar que es difícil encontrar en el mundo gentes menos dotadas para la interpretación que a los actores porno. Algunos han llegado, en Francia sobre todo, a dominar una pretendida técnica del polvo fílmico y mientras ruedan, te asaetan a preguntas.

—¡Mr. Franco! ¿Me la sacudo a la derecha o a la izquierda de cuadro?

O bien:

—Ya puedo eyacular, cuando usted me diga.

—Venga, hágalo usted pronto.

—¿En los senos, en la boca?

Y la chica, ocultando la cara a la cámara:

—¡En la boca, tu padre!

Las chicas, en general algo más coquetas, suelen hablar mientras lanzan ayes de pretendido gozo y resultar lamentables:

—Jess, ¿el culito va bien así?

—Sí, vale.

—¿Ves bien los labios?

—Muy bien.

—¿Los contraigo?

—¡Qué sé yo!

Ellas, de todas formas, lo tienen más fácil. Lo malo es con los pobres tíos. El vuelo de una mosca puede «sacarles de situación» y entonces pueden retrasar el rodaje un par de horas. Algunos directores pierden la paciencia.

—¿Pero qué te pasa, Alex? ¡Con lo buena que está Martine, y tú nada!

—¡Calla, por Dios o se me arrugará para siempre!

Ellas, a veces, les miran compadecidas o furiosas según la mala leche que tengan. Ellos sufren como enanos, y se gastan un dineral en cremas excitantes, en aparatos agrandantes, en aros. Y nada. A veces se quejan amargamente de la discriminación a la que la industria les somete:

—Hago más películas que ningún otro actor de Francia. Sólo en este año, casi trescientas. ¡Y nadie me ofrece un papel normal! Los directores nos desprecian.

En general, esto no es cierto, cada día menos. La gente en París, Múnich o Benidorm se lanza a follar en la playa, en la discoteca o en el museo, sin importarles un bledo el número de espectadores.

La pornografía puede ser un género, como el western o el musical, pero requiere dotes, trabajo, dedicación y, sobre todo, vocación, o sea, como el resto del cine. Pero hoy por hoy, es raro encontrar a una joven actriz que prefiera
Loca por la penetración anal
a
Petra von Kant
, o un galán que, ante la perspectiva de hacer
El hombre que mató a Liberty Valance
o
El hombre que se la peló entre dos piedras
, elija esta segunda. Es otra profesión, al menos lo ha sido hasta ahora. En la actualidad parece que las cosas tienden a normalizarse. Los mejores directores de Francia (Jean-Luc Godard, siempre) y Patrice Chereau, ahora, ya hacen lo que yo hice hace veinte años, encarar el sexo con naturalidad, sin pudibundeces ni tabúes.

Lo difícil será conseguir buenos actores, como siempre. La decadencia imparable de la impuesta moralina oficial va a darle al erotismo cinematográfico una dimensión nueva y espero que duradera. Porque en aquellos tiempos lo más difícil era transmitir sensualidad y morbo con rostros menos expresivos que un gato de porcelana, con manos menos sensuales que las de la Venus de Milo. Sin actores que enamoren a la cámara, que sepan transmitir emociones-sentimientos-sensaciones, los directores no somos nada, el cine no es nada. Por eso, mi incursión en la pornografía fue breve, pero castradora.

Lina y yo nos volvimos a Francia. Mi viejo enemigo/amigo Lesoeur me ofreció la oportunidad de volver al cine de aventuras y misterio, con presupuestos más que dignos, y yo me lancé a ellos con más ilusión que nunca. Volví a trabajar con actores tan fantásticos como Robert Foster, Christopher Lee o Fernando Rey, y mis viejas amigas Teresa Gimpera o Brigitte Lahaye —ella había conseguido romper con el estigma del porno a pesar del puritanismo de la cínica sociedad francesa—. A los pocos meses repetí con ella —en un film de horror, que rodé en París para René Chateau, con un reparto estupendo: Helmut Berger, Stephane Audran, Telly Savalas—, donde confirmó sus cualidades de actriz. La película tuvo muy buena acogida, de crítica y público, y hasta la crítica oficial habló bien de nosotros. En España nunca se ha estrenado.

Paralelamente, las grandes productoras se han lanzado a la producción de engendros enormes, donde las masas, las explosiones galácticas o las batallas por ordenador, pretenden sustituir a los sentimientos y hasta los nuevos actores más o menos humanos, como Ben Affleck o Ángelina Jolie parecen más salidos de un ordenador que del vientre de su madre. No creo que duren mucho tiempo. Hasta los niños van a renegar pronto de tal deshumanización, aunque a nuestros mandatarios globales les encantaría tenernos a todos inmersos en esas estupideces sin el menor soplo de vida.

Yo he vuelto a mi cine paralelo —Z, o como quieran llamarle— con más ahínco que nunca. Con el apoyo ínfimo de unos productores —más que productores, fans de mis películas—, puedo permitirme hacer lo que nunca me dejó la industria, experimentar y trabajar, aprovechándome de los nuevos sistemas audiovisuales, dirigiéndome como siempre a ese grupo multirracial de público sano y puro, abierto a nuevos horizontes. Quiero y juro que voy a lograrlo, ser el más modesto y virulento paladín de un cine libertario, sin tabúes, sin limitaciones de orden alguno. Ahora es nuestro tiempo. A mi alrededor han ido naciendo, madurando y pudriéndose muchas
falsas bahianas
, estancadas en su glotonería y en su estupidez. Le han pedido al cine fama, gloria y dinero, olvidándose de que el cine es, sobre todo, una cuestión de amor, del que sea, y que el amor es generoso.

Y si no queda más remedio, me iré con una cámara a filmar la salida de los obreros de una fábrica cualquiera, que haberlas, haylas aún. Y juntos empezaremos la nueva historia del cine. La de verdad.

Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Fernández Ciudad, S.L. (Madrid) el mes de mayo de 2004 y fue editado en formato epub en los talleres de epubgratis.me en septiembre de 2012.

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