Memorias del tío Jess (31 page)

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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Memorias del tío Jess
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Odio emplear la frase «Debo reconocer que…», porque implica una renuncia. Pero por una vez, y refocilándome en ello, la usaré para declarar solemnemente que debo reconocer que una canción de Serrat o Alejandro Sanz me vale por todas las óperas de Wagner; que un film de Tati o Stanley Donen es superior a toda la obra de Fellini, Misoguchi o Fassbinder. Que cualquier función —como él decía— de Miguel Mihura me vale por todo el teatro de Buero Vallejo o Alfonso Sastre, juntos. Que entre Sondheim o Brukner me quedo, de lejos, con Sondheim, que entre Delacroix y Rousseau
el Aduanero
, elijo sin duda a Rousseau. Y que Fernán Gómez es, en el cine español, superior, incluso a Bardem y Berlanga, sus coetáneos y predecesores, y por supuesto, a todos los que han venido después. Sólo lo supera Luis Buñuel. Pero es que Luis Buñuel supera a todo el mundo.

Uno de los dramas de mi vida es, desde hace mucho tiempo, lo intermitente de mis relaciones con la gente, incluso, la más querida y admirada por mí. He sido, durante cuarenta años, un caótico viajero que residía en París o Roma pero rodaba producciones inglesas en Brasil y montaba en Londres o Munich. A veces, mis productores hacían coproducciones con España, y eso me permitía volver unos días a mi tierra, España, y a mi ciudad, Madrid, que a cada viaje me gustaba menos. En uno de estos regresos fui citado y severamente juzgado por mis
compañeros
por el delito de usar el seudónimo de Jess Franco. Bardem, que se había convertido en jefe del sindicato oficial de directores, presidía el tribunal. Yo me defendí, con mi poca diplomacia y mi sinceridad habituales y añadí que si Azorín, René Clair o Florián Rey podían usar seudónimo, yo me creía en el mismo derecho, y que no pensaba que aquél fuera un problema serio para el sindicato.

Otra vez me encontré con una citación de la misma Asociación Sindical, presidida esta vez por José Antonio Nieves Conde, un viejo realizador franquista. Se decía que era por un asunto muy importante. Yo acababa de llegar, así que me duché y me fui a aquella infausta casa de la calle Castelló, que estaba literalmente tomada por los directores españoles. Esta vez el asunto era de verdad grave. La policía había detenido a Bardem y a José Luis Egea, su ayudante, paralizando su rodaje. Se trataba de pedir su liberación en un documento firmado por todos. Nieves Conde había preparado un texto que nos leyó y que no estaba mal, pero yo no lo veía conminatorio. Sugerí que se añadiera que permaneceríamos en la sede sindical hasta que nos trajeran allí a los dos detenidos, ya libres. La idea fue mayoritariamente aprobada, aunque algunos realizadores como Mur Oti o Forqué se escaquearon rápidamente. Entre tanto, Pedro Portabella desde Barcelona, y yo, desde Madrid, llamábamos a los corresponsales extranjeros, quienes no tardaron en presentarse masivamente, acompañados de sus fotógrafos. Releímos el documento «definitivo» y yo le encontré una «pequeña pega»: no llevaba membrete del sindicato, ni se decía que éste apoyaba la petición. Parecía escrito por un grupo de amiguetes de los detenidos pidiendo una gracia a la autoridad competente. Todo dios parecía conforme con la fórmula, por acojonamiento o por ignorancia. Eso me enfureció y largué un discurso violento, diciendo que tenía que ser el Sindicato el que exigiera la liberación de nuestros compañeros y que no sólo Nieves Conde, sino el mismísimo jefe del sindicato del espectáculo tenía que firmar la petición. (Era un tal Juan José Rosón. ¿Les suena?). Y apareció por fin el gran jefe, que empezó a increparnos, autoritario, e intentó echarnos a la calle. Yo le dije que él era nuestro representante y que tenía la obligación de hacer lo que le pidiéramos la mayoría de los miembros de la corporación. El empezó a gritar hasta que vio a los periodistas extranjeros y, sobre todo, a los fotógrafos. Firmó el documento, y no firmó la guía telefónica porque no se la pusimos delante. Para entonces otros muchos colegas habían hecho un discreto mutis por el foro. No se lo reprocho demasiado. Ellos vivían del sistema, de la protección oficial y el premio franquista, mientras yo me pasaba todo eso por donde puede imaginarse. Llegaron por fin Bardem y Egea, libres. Los pocos que quedábamos allí bajamos a recibirles. Juan Antonio me dio un fuerte abrazo y las gracias, y Carlos Saura comentó que yo era un tío muy majo. Nunca volví a ver a Juan Antonio
in person
. Sí en la tele, cuando le dieron una estatua horrorosa a su carrera. Estaba muy desgastado y pisoteado por la vida. Dio gracias y pidió trabajo, de una forma patética. Al poco tiempo, me enteré de su muerte. En condiciones normales, en un país normal, aquel hombre inteligente y puro, nos habría dejado, seguramente, una obra mucho más extensa y definitiva, y hasta es muy posible que no se hubiera muerto de asco. Yo le debo estar en esta profesión, y el cine español le debe la mitad de sus logros.

Jess Franco con Martine Stedil y Lina Romay.
Downtown
(1975).

Capítulo XVII

Regreso al futuro

Yo, durante todo este tiempo, había dirigido películas sin parar, aprovechando todas las ocasiones que se me presentaban. Estas oportunidades me llegaron desde Francia, Alemania, Estados Unidos o el Reino Unido, gracias al éxito comercial de
Necronomicon
en todas partes. En todas, menos en España. Aquí estuvo siempre prohibida. Cuando la película se proyectó en el Festival de Berlín, como alemana, la representación oficial española, como un solo hombre, difundió que yo había rodado una película porno en España. Hay que ser ignorante o mal nacido para confundir la Torre de Belem con la Cartuja de Miraflores, o para etiquetar de pornográfico un film erótico en segundo o tercer grado. Yo sabía que debía aprovechar el tirón. Los ingleses y los americanos me dieron la oportunidad, justo la que yo quería: hacer cine para la gente, lo que se ha dado en llamar cine de
género
, peyorativamente, o sea, cine, cine de verdad, el cine como fin, no como vehículo. Como la máquina de producción en la que me había subido funcionaba con un rigor y una profesionalidad ejemplares, no me dejaron respirar. Preparaba-rodaba-montaba-terminaba, y una semana después, vuelta a empezar. Me pagaban discretamente, lo justo para que mis andanzas con la casa a cuestas no me dejaran en la
rué
. Seguía teniendo unas críticas mayoritariamente pésimas, pero eso, en aquellos países, era casi una ventaja para mí. Cuando los productores americanos pretendieron meter su pezuña en el montaje, los mandé a hacer gárgaras y me fui a Alemania, donde dos de las productoras-distribuidoras más importantes, me hacían más o menos la corte. Fue en ese tiempo cuando rodé mis films con Soledad Miranda, aquella criatura extraordinaria, un
animal
cinematográfico como existen pocos y que la carretera se llevó para siempre una mañana en Estoril. Fue un palo mortal para mí, para Manchen, mi director de producción, hasta para Artur Brauner, nuestro productor alemán. Pasé unos días en Madrid, para buscar una sustituta de Soledad en la película que preparábamos, un excelente guión de Jacques Companez, con rodaje en Brasil, en plena selva —o sea en «mí» parque natural junto a Río— y en la ciudad. Debe de haber muchos realizadores para quienes los actores no son tan esenciales como lo son para mí. Puede que sean ellos los que tienen la razón. Pero para mí el cine es una cuestión de amor (Jean Renoir
dixit
). No hablo de un amor terrenal, sino de un amor extraordinario: el de la cámara. Cuando se produce ese enamoramiento, tu film es diez veces mejor. Yo he
apadrinado
esos idilios muchas veces. La cámara amaba a Klaus Kinski, a Jack Palance, a Howard Vernon, a Akim Tamiroff, a María Schell, a François Brion, a Janine Reynaud, a Soledad, a Lina Romay —hablo sólo de actores que han trabajado conmigo—. Con otros, incluso mejores, la cámara no ha reaccionado. Para mí, esos privilegiados pueden cambiar hasta la naturaleza de tu film. Cuando entran en cuadro, cualquier escena banal se vuelve interesante —Jeanne Moreau, cuando yo la conocí ya era una señora mayor, con las rodillas salidas, unas ojeras hasta el suelo. Entraba en cuadro y era una diosa—. Frank Sinatra crecía medio metro y rejuvenecía 20 años. ¿Qué edad tenían cuando enamoraban al mundo entero? Ni se sabe. No es relevante. Nadie pensaba en ello. La cámara los amaba y sabía transmitir ese amor.

Yo seguía mi camino de director compulsivo. En España todos me ignoraban. El ministerio había decretado mi defunción, sobre todo desde el día en que «el diario del Vaticano» me nominó, junto a Luis Buñuel, al Oscar del pecado, el sacrilegio y la impudicia. Pero no fui agredido, ni quemado en la pira, en plena Puerta del Sol, porque no era lo bastante importante como para mover a las masas, ni siquiera en contra mía, que siempre es más fácil. O porque se olvidaron de la resina para la tea, o de las cerillas para prender la leña. Seguí haciendo films, ante la total ignorancia de todos —ni siquiera figuraba en los anuarios corporativos—. Yo era un deleznable pornógrafo que sólo hacía basura, aunque esta basura fuera
Jack el destripador
, con Klaus Kinski y Josephine Chaplin o
Al otro lado del espejo
, con una maravillosa Emma Cohen, premio del CEC por la película, más Françoise Brion, Phillipe Lemaire, Howard Vemon y Robert Woods. A pesar de ser el CEC el Círculo de Escritores Cinematográficos de España, ni siquiera ellos mismos dieron la noticia del premio. Ya no me importaba, siempre que yo pudiera seguir rodando.

Durante aquellos días de
vinagre y rosas
, la familia Franco había irrumpido de nuevo en mi vida. Para entonces mis padres ya habían muerto. A él le vi pocos días antes. Apenas podía hablar, pero me miró de otra forma, sin ira o reproche. Luego supe que me había dejado el viejo piano familiar, el que yo aporreaba de niño, y una caja de galletas metálica donde guardaba mis primeros escritos. Mi madre le siguió, poco tiempo después. Había vivido siempre a la sombra del coronel, y no pudo soportar la luz demasiado cruda de la soledad. El encuentro con mis hermanos fue breve y protocolario: no teníamos nada que decirnos. Pero había una nueva generación de sobrinos deseosa de conectar conmigo. Primero fue Ricardo, a quien mi hermano mayor había asignado —como continuador de la tradición familiar— un futuro de médico idéntico al suyo. Pero Ricardo se negaba. El quería trabajar en el cine, que le gustaba más que comer con los dedos, y llegar a ser director, y me pidió ayuda. No conocía a nadie en la profesión. Era casi un niño, cegato, vital e inteligente. Ya sabía más de cine que muchos profesionales «de toda la vida». Yo iba a rodar mi primera película para American International, en Brasil. Aproveché que Ricardo dominaba el inglés —había hecho sus estudios en el British Institute— en Madrid y me lo llevé como «ayudante personal». Antes le di unas rápidas lecciones de técnica y de la rutina de los rodajes, que él cogió al vuelo. Fue mi colaborador durante más de dos años.

Y saltó directamente a ser realizador, el maravilloso realizador que todos conocen. Mi hermano y toda la familia hicieron lo posible para que nada de esto ocurriera, pero bien que se jodieron. Cuando Ricardo recibió su primer premio internacional, llamé a mi hermano y le dije:

—¿Me perdonas las canalladas que le he hecho a tu hijo?

Pero no me lo perdonó. Allá él. Un tiempo después, cuando Ricardo se estaba convirtiendo en uno de los mejores directores del nuevo cine español, ya bajo la democracia, la parca se lo llevó, después de una larga e inútil lucha contra la adversidad.

A Carlos, su hermano algo menor, le fue más fácil. El pintaba y quería ser pintor. Y lo consiguió. Yo le he tratado menos que a Ricardo, pero es también un loquito disidente y un pintor genial. (Si no me creen, vayan a la plaza Mayor de Madrid. Los frescos son suyos). Carlos es además para mí un continuador del lado tropical y demencial de la familia. Si Ricardo era un fan del country y el rock, Carlos lo es de
Bola de nieve
y Luis Demetrio, y tiene un
swing
formidable. En más de una ocasión hemos grabado juntos, para el cine. Pero que nadie busque su nombre en los créditos. El cantautor caribeño se llama, desde siempre, Carloto Perla.

La otra rama de la familia, la Marías Franco, también con tendencias cinematográfico-musicales, ha sido mucho más displicente y despectiva conmigo, a pesar de que yo siempre fui cariñoso y acogedor con ellos. Admiro mucho a Javier y pienso que es un gran escritor, pero nunca hemos llegado a ser amigos, y no por culpa mía. Cuando me pidió la llave de mi apartamento de París para encerrarse allí y escribir su primera novela, yo se la di sin la menor vacilación (yo estaba en Londres y en Estados Unidos, trabajando). No esperaba ni tan siquiera una palabra de gratitud, pero sí que en las referencias que escribió sobre mi casa, mi familia de entonces o mi persona, me hubiera considerado algo más que un pornógrafo vicioso (yo tenía, sobre todo, ¡¡muchos
Playboys
y muchos
Lui!!
). No pretendo ni por asomo que él mancille su serio tiempo viendo mis películas, pero prefiero que no hable de ellas, cuando reconoce que no se ha rebajado nunca a ver ninguna en los últimos treinta años. No me importa que me crucifique, pero, al menos, que lo haga con conocimiento de causa, y no por relatos de viajeros —su padre y Miguel, su hermano mayor, viajan bastante, según creo—. Al tercer hermano, Alvaro, a quien no conozco apenas personalmente, le tengo en gran estima porque toca la flauta como Dios y, al menos y por esa razón, lo creo mucho más afín (recuerdo que se tenía que encerrar en el váter para que le dejaran hacer sus escalas en paz). En cuanto a Miguel, me parece un entomólogo del cinema. Un tío capaz de verse
El cardenal
de Otto Preminger, otra
falsa bahiana
, más de cien veces, cuando yo apenas pude soportarla una sola, y que no lo hace para aparecer en el
Guinness
o por cumplir una promesa, es alguien tan alejado de mí como un marsupial de Tasmania.

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