Memorias del tío Jess (15 page)

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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Memorias del tío Jess
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Los demás, divertidos, exigimos a Edgar una explicación.

Una de las hermanas, Guadita —se la llamaba así cariñosamente—, quería pedirle un papel a Berlanga. Ni corta ni perezosa buscó en la guía telefónica, en la letra B, y cuando encontró el nombre Berlanga, llamó.

—Quiero hablar con don Luis Berlanga. Soy su amiga Guadalupe.

Una amable voz de mujer le respondió:

—No es aquí. Esta es la casa del conde de Berlanga.

—Ay, perdón, hija mía.

Pero la mujer continuó:

—Pero si quiere, puedo darle el número del señor Berlanga.

—¿Y cómo lo sabes tú?

—Porque el conde de Berlanga es Edgar Neville y son muy amigos.

Guadalupe, asombrada:

—¿Qué me dices, hija? ¿Edgar es conde? ¡Qué alegría me das! Entonces, debe de estar en muy buena posición.

Yo conocí muy bien a las tres. Mercedes, la mayor, trabajó conmigo, y además intervino en
Buenas noches, Bettina
, una comedia musical italiana, para la que hice arreglos musicales, y que funcionó muy bien. Durante los ensayos, a pesar de que me conocía del cine, empezó a llamarme Maestrito y con Maestrito me quedé para los restos. La tercera, Matilde, era la madre de Bardem, y la mujer de un actor magnífico y casi siempre subestimado, Rafael Bardem. Creo que había alguna hermana más, pero nunca llegué a conocerla. Yo las he visto preparar los regalos de Reyes, para los nietos; se peleaban a muerte porque Guadita quería innovar, dar la impresión de que los Reyes Magos no habían tenido tiempo para ponerlo todo muy bonito, y echaba por el suelo papelitos de envolver arrugados, y serrín, y cadenetas. Estaba extasiada, contemplando el caos que había logrado, y me miró, buscando mi aprobación:

—¿Verdad, Maestrito, que así está mucho más raro?

Un día, Pinilla y yo empezamos a hacer música para los teatros de cámara. Un joven llamado Aguirre estaba preparando el montaje de
Edipo rey
en el Ateneo de Madrid. Era un tío con tan buenas intenciones como malos resultados. Le pidió a Pinilla que seleccionara unos discos para usarlos como música de fondo en ciertas escenas. Pinilla empezó a asistir a los ensayos. Como en la sala había un buen piano él empezó, improvisando, a acompañar los ensayos. Tanto Aguirre como los actores, Adolfo Marsillach y Maruchi Fresno, se sintieron de inmediato arropados por aquella música. Preguntaron a Pinilla qué era aquello que tocaba y él respondió muy serio que era el tercer movimiento de la
suite Hécuba
, compuesta por él y por mí,
—suite
que, por supuesto, nunca existió—. Con el beneplácito del pobre Aguirre, pidieron que me incorporara a los ensayos. Al día siguiente, éramos dos a improvisar en aquel pobre piano, un instrumento excelente, por otra parte. Hicimos algo así como un Prokofiev de andar por casa, pero que entusiasmó, sobre todo, a los actores. Después del ensayo, Adolfo nos rogó que volviéramos a tocar el tema de Edipo. No nos acordábamos bien de lo que habíamos hecho, pero sonaba parecido y a él le bastó. No nos quedó más remedio que escribir dos o tres temas para que no nos pillaran in fraganti otra vez. El éxito fue tal que los actores pidieron a Aguirre que se olvidara de los discos, que debíamos hacer la música en directo. Dijimos, encantados, que nos faltaban algunos instrumentos.

—¿Muchos?

—No —dijo Pinilla.

Y yo añadí:

—Unos tres o cuatro: timbales…

—Un arpa —apuntó Pinilla.

—Una celesta.

—Y una quena.

—¿Una qué?

—Nosotros la traeremos, no os preocupéis.

Aguirre, preocupado:

—Tendréis que tocar en un lateral, es pequeño… y además casi no tenemos dinero. ¿Cuántos seréis?

—Tres —dije yo, adivinando por dónde iba Pinilla.

Sabía que él incluía a Buendía, un indio peruano, buen percusionista y especialista en la quena, una flauta india endemoniadamente difícil de tocar, y de bella sonoridad. Y nos lanzamos a la vorágine. El regidor, texto en mano, nos avisaba las entradas y las salidas. El sonido de la quena, con el soporte del piano tocado como percusión tonal, más la celesta, encantó a todos, incluida la crítica, que habló más de nuestra música que de Sófocles. Adolfo nos felicitó y la pobre Maruchi, que había tenido un enorme éxito personal, nos besaba con lágrimas en los ojos.

—Sin vuestra música no habría podido hacerlo.

La tragedia tuvo muchas más representaciones de las previstas, siempre con el mismo éxito, y siempre con nuestra música, que había gustado por dos o tres razones que me complace enumerar aquí: sólo quisimos reforzar el texto, apoyar a los actores; no tuvimos ningún afán de protagonismo; elegimos unas sonoridades dulces y tradicionales que hacían aceptables y normales para cualquier oído las armonías complejas y revolucionarias que hacíamos.

Gracias a Edipo me llovieron encargos, con Pinilla o sin él. A pesar de que cobrábamos caspas, para unos menesterosos como nosotros era más que suficiente. Durante una temporada yo pasé a formar parte de la vanguardia más elitista. Hice la música para
Música en la noche
de Priestley, con Miguel Narros, y le siguieron Ugo Betti, Elmer Rice, y hasta Ionesco, que tradujo y dirigió Trino Trives, otro loco maravilloso. El autor, que asistió al estreno en Madrid, se llevó la música, para ponerla también en París.

A la sazón, yo había comenzado a estudiar Filosofía y Letras, porque me dio la gana, a pesar de que el profesorado era francamente penoso. Primaba aún la escolástica, en los años de mayor auge de Camus y Sartre. El único existencialista que admitían era Gabriel Marcel, porque inventó algo tan peregrino como el existencialismo católico. Era una especie de Julián Marías, mi cuñado, pero en francés. Colaboré, de muy buen grado, en la revista
Indice
. Entrevisté a Bragaglia, el creador de la Casa d’arte, y a Maurois, un viejo imbécil, y me enamoré de una hija del escultor Juan Cristóbal, Rafaela, con la que mantuve un extraño idilio, interrumpido con frecuencia por las fuerzas de la ley que daban batidas por la Ciudad Universitaria para jodernos. Se ve que los pillamos en su hora tranquila, entre dos ejecuciones, y que nos perseguían para divertirse. Dos veces nos llevaron a comisaría, pero como no nos trincaron con «las manos en la masa» como ellos decían, nos asustaban, nos echaban la bronca y nos soltaban. Ella tenía muchos amigos como Michel Salabert y José Antonio Nováis, ya famosos disidentes
libertarios
, y se acojonaba todavía más que yo cuando veía un uniforme. Fue ella quien me habló de irnos a París, un mes, al menos.

—Para conocerlo, para respirar libertad.

Yo deseaba más que ella escapar de España. Necesitaba conocer el cine de los maestros (Buñuel ya había hecho
Los olvidados
, y otras películas en México, y yo no conocía nada, ni siquiera
El perro andaluz
). Necesitaba, sobre todo, sentirme libre, y no en libertad provisional y vigilada. Conseguimos unas plazas para trabajar durante un mes en un campo, cerca de París, con gastos pagados, gracias a Nováis, que muchos de mis eventuales lectores recordarán como corresponsal, y que era, además, un buen escritor, perseguido siempre por un trío invencible: la mala suerte, el alcohol y la policía franquista. Conseguí, gracias a la Unesco, mi pasaporte, y como tenía un poco de pasta y Pinilla estaba en París para echarme una mano, le dije a mi padre que me iba. El me lo prohibió, desde luego. Yo ni siquiera le contesté, pero dos días después, con mi billete de tercera, me subí a un tren y me marché. Me fui solo porque mi novia y su hermana, por un lío de pasaportes, no habían podido venir conmigo.

Ahora, cuando pienso en los meses que precedieron a mi viaje, mi primer viaje serio, me pregunto de dónde coño saqué yo el tiempo para hacer tantas y tan variadas cosas. Si alguno de mis pocos detractores —para tener buenos detractores de verdad hay que ser mucho más importante que yo— hiciera cuentas de esta actividad frenética y variopinta, me echarían, al menos, diez años más de los que ya me encasquetan. Claro es que tuve ayudas importantes, básicamente de Pinilla, cuya colaboración fue inestimable. Sabía mucha más música que yo, pero su indolencia había frenado sus ideas, sus hallazgos, en muchas ocasiones. Trabajar conmigo le estimulaba y, sobre todo, le divertía. Se reía como un loco cuando yo introducía cambios rítmicos, que a él le encantaban, pensando que los músicos iban a sudar la gota gorda para tocarlos bien. No hay que olvidar que en el Conservatorio reinaba el mismo conservadurismo que en lo demás. Mi maestro de armonía, Conrado del Campo, un famoso y venerable troglodita, me suspendió por armonizar una melodía con acordes de séptimas menores y novenas, que desde Debussy se usaban hasta en los temas populares, como por ejemplo en los de Duke Ellington o George Gershwin, por citar dos compositores nada vanguardistas. Casi me tiró a la cara mi partitura, y cuando yo protesté, me dijo una frase tan lapidaria como retrógrada: «La música murió el día que Debussy vino al mundo». Pinilla, en cambio, era un transgresor total. No alardeaba de nada, no pontificaba y por eso la intelectualidad hispánica no le tomaba en serio. El ayudaba bastante a esa minusvaloración. Una noche, cuando regresábamos de grabar la música de
Amadeo
, de Ionesco, nos topamos en la calle con Sánchez Ferlosio, que era amiguete nuestro del Gijón.

—¿De dónde venís a estas horas?

—De tocar bombo y platillo en una obra rumana.

Ferlosio rió, nosotros también, y ahí acabó la cosa.

Pinilla tuvo que volverse a América para ser reconocido como un gran compositor, como un director de orquesta innovador, un Pierre Boulez andino.

El otro hombre que me ayudó en aquel tiempo fue Mariano Berdayes. Pequeñito, cetrino, con carita de mono, era un violinista rascatripas, pero se ocupaba, y muy bien, de formar las orquestas para el cine, tanto las que eran sólo para figurar en la imagen (como, desgraciadamente, se hace mucho en la tele) como las orquestas para grabar. Había una notable diferencia entre ambas. Las orquestas de verdad eran mucho más caras, porque los músicos tenían que ser de primera calidad. Básicamente, solían ser siempre los mismos porque tampoco es que sobraran los buenos instrumentistas. Berdayes se encargaba de buscarlos, citarlos, etcétera, bajo nuestra supervisión. El hablaba un idioma florido, rebuscado, con el inconveniente de que a menudo desconocía el significado de las palabras. Además, quería agradar, darte la razón; parece, por lo que escribo, que fuera un imbécil y que más me hubiera valido buscarme otro. Pues no. Mariano estaba siempre disponible, se desvivía por conseguir a los músicos que le pedías, y era capaz de pasarse una noche en vela haciendo copias si el copista fallaba a última hora.

—Ay, don Jesús. Si me las hubiera encargado a mí, ahora tendría unas copias impolutas
y prístinas
.

Una vez le fallaron dos violinistas y me trajo a unos desconocidos, con tan mala fortuna que esa vez sus partes eran bastante difíciles. Los pobres hombres casi se echan a llorar, y yo también, al oírles.

—Mariano, ¿cómo has podido traerme a estos dos violinistas?

El se indignó:

—¡Eso digo yo! ¿Cómo he podido traer a estos dos miserables? ¿Cómo un encargado de orquesta puede fallar tan estrepitosamente?

Yo le había hablado a Gila de mi ayudante. Me dijo que quería conocerle. A la siguiente oportunidad los puse frente a frente. Había advertido a Mariano que Gila era un experto en música de jazz, lo cual era cierto.

—Señor Gila, ¿ha oído le ultima grabación de Tommy Dorsey?

—¡Claro!

—Magnífica, ¿verdad?

—A mí no me gusta.

—Bueno, a mí tampoco, para ser sinceros. Pero él, como trombonista, ¿eh?

—Él, fatal.

—Eso es. Parece mentira que haya caído tan bajo. Ahora, los arreglos…

—Una mierda.

—Cómo me reconforta oírle, señor Gila. Siempre me pareció una mierda, aunque tiene sus seguidores.

—Cada día menos.

—Lógico. Un advenedizo como él…

—Con buen sonido, eso sí.

—Bueno, eso no se lo niega nadie. Pero si sigue así…

Tommy Dorsey había muerto ocho o diez años antes, Gila tenía lágrimas en los ojos, de contener la risa. Y la contuvo. Porque no quería burlarse de Mariano, que era un bendito, y Miguel Gila, otro. Fuimos amigos intermitentes durante muchos años. El era un cómico genial y en un país menos chabacano que el nuestro habría sido una estrella. Yo escribí y dirigí tres cortos con él, patrocinados por un dentífrico famoso. Eran divertidísimos y sólo se veían en la primera parte de los cines, después del NO-DO y antes de
Reina santa
, por ejemplo. Nos divertimos mucho haciéndolos, y eso, para él, era lo esencial. Había un grupo de amigos en aquel Madrid del socavón, los grises y la sotana, que se lo pasaba todo por los cojones y se divertía. En él estaban José Luis y Antonio Ozores, Gila y escritores variados como Buero Vallejo o Alfonso Paso. Los Ozores solían organizar las reuniones: alquilaban las películas españolas de relumbrón, dramones históricos casi siempre y hacían un nuevo doblaje, improvisado. Se decidía el reparto: Gila doblaba a Aurora Bautista, por ejemplo, José Luis Ozores a Manuel Luna, Antonio a Jorge Mistral. Los demás hacían pequeños papeles y Buero Vallejo y yo hacíamos del pueblo. El resultado era tronchante. Pasábamos las películas, en 16 mm (el vídeo no existía aún), y las grababan en magnetófono, sin ensayos ni visionados previos, bajando el sonido original, e intentando la mayor sincronía posible.

Aurora sentada en el trono. Manuel Luna se aproxima, diciendo:

—Majestad, tengo que comunicarle algo terrible, algo que va a cambiar el destino de nuestra patria.

—¡Hablad, maldito!

—Señora, se trata de algo terrible que debéis conocer ya.

En la imagen se veía a Manuel Luna que de repente daba media vuelta y se marchaba. Ozores consiguió meter:

—O si no, ya os lo diré otro día.

O Jesús Tordesillas planeando algo terrible con Manuel Luna en un palco de escayola, mientras una grácil Colombina bailaba de puntas.

Manuel Luna:

—Está buena la cabaretera esa.

Y el viejo Tordesillas respondía:

—Calle, por Dios. Es mi madre.

Justo después de la guerra, Tono y Mihura quisieron ayudar a un distribuidor amigo suyo, arruinado y cuyo único patrimonio era una película austríaca infumable sobre los amores de Johann Strauss. Ellos hicieron un doblaje nuevo, surrealista, y la llamaron
Un bigote para dos
. La película tuvo un gran éxito.

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