Memorias del tío Jess (17 page)

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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Memorias del tío Jess
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Mi novia Rafaela me había preparado unas notas con las direcciones, los metros, las señas de la Unesco, los museos, una especie de París para casposos con inquietudes. Yo sabía que el río divide París en dos, de este a oeste. El centro: los museos, los cines, la
cinémathèque
, pillaban como a mitad de camino entre la estación y las señas a las que yo debía ir por la mañana. Entonces, con una insensatez juvenil y que, por desgracia no me ha abandonado aún, me eché a andar con mi sucinto —menos mal— equipaje, siguiendo la orilla del río. Yo iba dispuesto a maravillarme, a descubrir las fuentes del Sena, como un Livingston urbano. Me adentré en zonas bastante siniestras e interminables, en las que no había ni un alma, pero seguí mi camino erre que erre, sobre todo porque yo no tenía ni zorra idea de dónde estaba. No siempre era fácil seguir la ribera. De repente, desembarqué en una zona como portuaria, con muchos barcos, bastante grandes. En uno de ellos había luz y pude oír la voz de un hombre y una mujer, hablando fuerte. Decidí preguntarles si iba bien para el Museo del Louvre, que era uno de mis puntos de referencia. Mientras me acercaba a la pareja, iba ensayando para preguntar sin parecer un gilipollas: «Monsieur, s’il vous plait, vous pourriez m’indiquer le chemin du Musée du Louvre?».

Ellos estaban en una pequeña embarcación, eran viejos, sucios y estaban borrachísimos, daban traspiés, se imprecaban: «Salaud, enfoiré!». La mujer, que llevaba una botella en la mano, se la lanzó al hombre. Una peste repugnante a anís llegó hasta mí. Aquella pareja parecía arrancada de un relato de Simenon, y tuve la impresión de que eran dos viejos conocidos; y posiblemente lo eran, gracias al genio del escritor. Ortega dijo de él que era uno de los más grandes autores del siglo XX Yo estaba casi extasiado contemplando a los borrachos. No se parecían a los hispánicos. Hasta los anises secos más duros eran como licorcito de la tía Elvira, comparados con la absenta pura y dura que, además, ataca directamente al cerebro. He visto a tíos, muy machos, desaparecer bajo el mostrador después de injerir dos o tres copitas. La vieja me descubrió, en el muelle. Empezó a gritar como una loca, blandiendo otra botella y llamándome cosas que me sonaron fatal: «Eh, tu, enculé!». Corría hacia mí por el pequeño puente de madera, mientras el hombre luchaba por quitarle el arma arrojadiza. Me miró alarmado, antes de decir: «Qu’est ce que tu fous la, fiston? Casse toü».

Yo respondí, con voz temblorosa, la frase ensayada. Mi francés valenciano no me permitía improvisaciones.

—Señor, por favor, ¿me puede indicar el camino hacia el Museo del Louvre? (pero en francés).

La vieja soltó una carcajada soez.


Le Louvre?

Se zafó de su compañero y me lanzó la botella, que pasó silbando junto a mi oreja y se destrozó contra el suelo. Como una furia de Averno, se lanzó contra mí, saltando del puentecillo, con tan mala fortuna que tropezó contra el borde y cayó rodando sobre la rampa de piedras, hasta casi caer al agua. Allí, empezó a llorar como una Magdalena ebria. El hombre me echó una mirada de solidaridad.


Elle n’estpas mechante, elle a un peu trop bu, c’est tout!

Vi que era la ocasión de poner pies en polvorosa, y los puse. No me detuve hasta tres barcazas más allá, y allí comprobé que me había equivocado de dirección. Es una constante en mi vida…

Atravesé de nuevo ante los borrachos. La mujer seguía lloriqueando pero, al verme, se puso de nuevo a chillarme. Yo pasé como una exhalación y no me detuve hasta una plaza donde había otra estación de tren, muy bonita. Allí había unos puestos donde vendían patatas fritas recién hechas y unas salchichas que me decían: «Cómeme». Algunos trabajadores hacían cola para comprar. Me uní a ellos. El precio estaba escrito, muy grande, a mano. Era baratísimo. Empecé a ensayar mentalmente mi frase: «Monsieur, s’il vous plait…», cuando oí al hombre que me precedía pedir:


Une saucisses, frites
.

Repetí lo mismo.

El vendedor hizo un cucurucho de papel de estraza y echó en él dos salchichas y un buen puñado de patatas recién fritas. Me quemé los dedos y el paladar, pero aquel primer contacto con la
cuisine
francesa me supo a gloria. Pagué con un billete de los que Rafaela me había dado y me devolvieron un montón de chatarra. Yo la estaba estudiando —había piezas de diferente color y tamaño— cuando uno de los hombres que había visto comprando me dijo, con acento andaluz.

—¿Me echas una mano?

Le miré sorprendido. Me había parecido el francés medio, con su boina y su zamarra.

—¿Cómo sabes que soy español?

—Parece que lo llevas escrito en la frente. Te doy cincuenta francos por un par de horas de trabajo.

Le dije que valía. Yo llevaba un tres cuartos bastante viejo y un jersey El hombre me dio la mano.

—Me llamo Pepe Ramírez, pero aquí todos me dicen René.

—Yo me llamo Jesús Franco.

—¡Hostia! —rió él—. ¿Eres pariente del General o de Jesucristo?

Me dio un golpe en la espalda.

—¡Qué tío más grande eres!

Les gritó a otros trabajadores, franceses esta vez, que yo era un tío influyente porque era sobrino de Dios y del dictador de España.

Pepe me hizo subir a su furgoneta, que era una Citroën como las de la policía, y fuimos a una salida lateral de la estación. Allí soltó su coche, me largó un serón y él tomó otro y se lo puso en la cabeza.

—Póntelo así.

Procuré imitarle pero me debió de quedar fatal, porque se echó a reír y me sacudió de nuevo en la espalda.

—¡Qué tío más grande!

Estaban descargando un vagón de mercancías lleno de corderos muertos y despellejados. Me señaló uno.

—¿Podrás con él?

—Claro.

Sí que pude, pero era enorme y pesaba una barbaridad. Me lo eché a cuestas y seguí a Pepe a duras penas hasta la furgoneta.

—¡Vaya corderazo! —dije yo, por decir algo.

—Los traen de Inglaterra. Allí los llaman «lan». Será por las lanas, digo yo.

Repetimos la operación cuatro o cinco veces. Al final, yo estaba medio muerto. El me animaba.

—Vamos, que no se diga. Ahora ya sólo tenemos que llevarlos al restaurante.

Me inspeccionó y olisqueó mis ropas.

—No te has manchado, pero ahora, macho, hueles a choto que es una gloria. ¡Qué tío más grande!

Esquivé su espaldarazo, y le hizo gracia. Me metió en un bar que estaba abierto y lleno de trabajadores. Yo sabía que casi ninguno era francés, porque hablaban a grito limpio. El se bebió una copa de calvados de un sorbo. Yo había pedido un tinto. El esperó a que me lo bebiera y pagó echando una moneda sobre el mostrador. El vino era espeso y fuerte, pero tenía un buen sabor. Nos fuimos en la furgoneta, estrechando la mano a todo dios. Todos se saludaban con un «Ça va?», pero nadie esperaba la respuesta. En el camino hacia el restaurante, Pepe me dijo que llevaba tres años en París, desde que salió de la cárcel.

—¿Y conseguiste el pasaporte?

—¿Te ha sentado mal el vino? Ni pasaporte ni trabajo ni

. En chirona conocí a unos chavales navarros y ellos me ayudaron a pasar por el monte por un sitio que se llama Muga.

Volvimos a hacer el traslado de los corderos, pero esta vez fue muy breve, porque aparcamos justo a la entrada de servicio. Un hombre con aspecto de mayordomo, medio dormido, nos estaba esperando. Llevamos los corderos hasta el frigorífico enorme y limpísimo. El hombre nos obsequió con otra copa de vino, el mejor que yo había bebido jamás, y nos fuimos. En la furgoneta, Pepe me pagó y me dio su teléfono.

—Si quieres seguir, pasado mañana tengo tajo otra vez.

—¿Lo mismo que hoy?

—No. Terneras. Algo más grande.

Yo debía de parecer la sombra de mí mismo: los dos días sin dormir y todas las demás actividades me habían dejado para el arrastre.

—¿Dónde te dejo?

—No sé, por aquí, en un sitio majo.

Mientras, escribía unas señas en un papelito.

—Si estás tieso del todo, vete a dormir ahí. Hasta te darán un café y pastitas, con jalea o algo así.

—¿Es caro?

—¡Qué tío más grande! Es gratis.

Arrancó la furgoneta. Las calles me parecieron elegantes y bien iluminadas. De repente, no sé por qué me acordé de que aquel país acababa de padecer una guerra terrible y yo no había visto aún la mínima huella. Aquello estaba mucho más entero que Madrid. Así se lo dije a Pepe, que se volvió a reír.

—Es que estos franchutes tienen mucho cuento. Tú a lo tuyo, como hago yo.

Había empezado a llover, cuando detuvo el Citroën, en una plaza.

—Ya hemos llegado a un sitio majo, pero llueve.

—Me gusta la lluvia.

—¡Qué tío más grande!

Me estrechó la mano, y me tiró su boina a las manos.

—Ya me la devolverás.

Me bajé rápido de la furgoneta, que partió a toda pastilla. Yo me quedé solo en aquel sitio majo. Era la plaza de la Concordia. Me quedé embobado, mojándome como un cretino, y además me puse a llorar, incapaz de soportar sereno tanta belleza. Lo malo es que las lágrimas se mezclaban con la lluvia y con la moquita que empezaba a caerme de la nariz. Si algún día yo escribiera una guía de París para casposos con inquietudes, recomendaría visitar la Concordia de noche bajo la lluvia. Desgraciadamente, ni el cine, ni el vídeo de alta definición, ni el sonido más estereofónico tienen capacidad para captar ese tipo de magia. Tú, con los medios más increíbles, cien generadores, mil proyectores puestos sobre practicables, puedes lograr que aquello
retrate
, que se vea, y también lograrás que se escuche la lluvia, o la fuente, o el paso de la furgoneta de Pepe sobre el suelo mojado, pero todo al mismo tiempo, sombras, grises, volúmenes, espacios, siluetas, bajo una lluvia que es casi un silencio invisible, es imposible que una máquina los capte hasta el día en que las máquinas palpiten, posean un corazón. Yo conozco París mejor que la mayoría de los parisinos y, sin embargo, en muy pocos planos he logrado transferir esos sentimientos al celuloide.

Anduve un largo rato bajo la lluvia, por aquellas calles solitarias y mágicas. Me puse hecho una sopa, a pesar de la boina de Pepe. No sabía dónde estaba ni qué hora era, pero me importaba un carajo, porque en el universo de la magia, las horas, las fechas y los letreros no existen. Me senté en un escalón de piedra algo resguardado de la lluvia, sacudí mis zapatos para quitarme el agua que los anegaba y retiré mis calcetines. El resultado me pareció bastante bueno. Utilicé mi único pañuelo para secarme un poco la cara de la mezcla salada que la cubría. Me sentí muy bien y nada cansado. A pesar de todo, en cuanto apoyé la cabeza en una piedra lateral, me quedé dormido como si yo formara parte de aquellas venerables escaleras. No sabía aún que me había
desmayado
a la entrada del Museo Jeu de Pomme, o sea, en la catedral del impresionismo.

Klaus Kinski en
El conde Drácula
(1969).

Capítulo XII

French can-can

Los días que siguieron a mi llegada a París fueron mágicos, felices. El museo de los impresionistas era algo insuperable para mis preferencias. No sé por qué misterioso designio de la Administración francesa, fue descuartizado hace tiempo y los cuadros se repartieron aquí y allá. En el fondo, es lógico. Tanto esplendor puede resultar agobiante, casi molesto. Allí, aquellos días, hubiese afirmado que el peor de los cuadros era una obra maestra. Es como si un montador genial —perdón por mi obsesiva referencia al cine—, llámese Lou Lombardo, Robert Parrish o J. L. Godard, hubiese condensado, eliminando los tiempos muertos o lo superfluo, toda la belleza del mundo en un pequeño pabellón. Ahí estaban, juntos, Manet, Vlamink, Renoir, Cézanne, Degas, Pisarro, Sisley, Seurat, Monet, seguidos por Van Gogh, Gauguin, Rousseau
el Aduanero
. ¿Cómo es posible? Yo conocía, por láminas o libros, muchas de las obras de estos monstruos, todos casi coetáneos, pero la contemplación directa de su obra, me llevó a la conclusión de que el color, la pincelada de aquellos maestros es tan irreproducible como la lluvia sobre la Concorde la noche anterior. Al final de la mañana, me di cuenta de que estaba cansadísimo y hambriento. Lo último lo solucioné rápido. Me zampé un bocata inmenso de paté, que desapareció como por arte de magia. Me metí en el metro con la chuleta de mi novia: dirección Porte d’Auteuil. Las pasé canutas para orientarme. La estación de la Concorde me pareció un jeroglífico odioso. Me equivoqué un par de veces, pero descubrí que con un solo billete podías ir y venir cien veces, siempre que no traspasaras el punto nefasto que te dejaba en la puta
rué
. Por fin llegué a la dichosa estación. Según mis instrucciones, a partir de ahí, la cosa estaba fácil. Tenía que tomar la avenida de la Reina y, una calle antes del río, estaba mi residencia. Lo que nadie me había dicho es que la avenida aquella tenía tres kilómetros que me parecieron treinta. Estaba en un barrio residencial casposo, sin comercio casi, sin cines ni bares. Cuando llegué a la residencia, vi, por fin, un edificio que mostraba las huellas de la reciente guerra. Era un pabellón con una parte medio reconstruida; el resto estaba destrozado. Había, eso sí, un cartel enorme y pomposo: «JUVENTUD Y RECONSTRUCCIÓN. Bajo el patrocinio de la Unesco». Atravesé un pequeño jardín, que lucía aún boquetes producidos por los obuses —me sentí como en casa— y entré en una oficina minúscula donde me atendió un militar inglés, con un nombre compuesto, que parecía arrancado de una comedia de los estudios Ealing. Le di el papel que llevaba desde Madrid y él, chapurreando en un francés peor incluso que el mío, me hizo firmar otra hoja y me preguntó dónde estaban los demás. Estuve tentado de darle la misma respuesta que Stan Laurel en una película en que estaba recién alistado en la Legión Extranjera, se pierde en el desierto y llega antes que toda la columna al fortín: «¿Dónde está el resto de la columna?», le preguntaban. Y él respondía: «Se han perdido». Pero yo le conté como pude que veníamos de España: «Beaucoup des problemes, en España». El dijo algo en inglés y me llevó a mi alcoba, que era realmente espaciosa: había unos treinta camastros cuartelarios. Y me dijo que mañana a las siete desayuno, allí mismo, y trabajo, hasta las tres. Luego libre, pero, atención, la verja cerraba a las diez de la noche. Me llevó hasta una litera arrinconada al fondo de la pieza. Allí, a dos metros de altura, estaba mi cama, bueno, algo parecido a una litera de barco a la que había que trepar por una escalerilla, tan endeble como el resto. El inglés se marchó con un «bye, bye». Y yo trepé por la escalerilla a velocidad suicida. Caí sobre el camastro y me quedé dormido antes de llegar a acomodarme. Se oía ruido de gente trabajando cerca, y en el aire flotaba ese polvillo casi irrespirable que levantan las demoliciones. Pero para mí, en aquel momento, todo me parecía estupendo. Estaba acostado en una cama, en París.

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