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Authors: Fannie Flagg

Tags: #Autoayuda

Me muero por ir al cielo (20 page)

BOOK: Me muero por ir al cielo
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Para Sprague y Pixton, la última afirmación de Norma, «no es culpa suya», no fue simplemente música celestial sino todo un concierto de Beethoven.

—Si acaso —prosiguió Norma—, nosotros deberíamos pedirles disculpas a ustedes. Me he sentido tan mal por esa pobre enfermera. Se ha pegado un susto de muerte. Espero que esté bien. Dicen que aún no ha regresado.

—Seguro que ella está bien, señora Warren.

—Ojalá. Lamento haber quedado tan afectada y haberme desmayado dos veces, pero tienen que comprenderlo, ustedes quizás estén acostumbrados a estas cosas, pero yo no.

Ambos asintieron comprensivos.

—No tiene por qué disculparse, señora Warren. Lo único que puede hacer por nosotros es firmar este documento para que podamos ponerlo todo en marcha.

Norma aún parecía reticente.

—Tal vez debería preguntarle a mi esposo. No creo que él quiera que ustedes paguen nada. Seguramente será un pico.

El abogado intervino al punto.

—No se preocupe por eso, tenemos una póliza de seguros que cubre este tipo de cosas.

—Es muy habitual, pasa continuamente —añadió Franklin.

—Muy habitual —dijo el abogado Sprague asintiendo.

—Bueno, de acuerdo —dijo Norma—; sigo creyendo que no debería, pero si insisten.

—Insistimos, es lo menos que podemos hacer.

Mientras Norma firmaba el documento, tuvieron que aguantarse las ganas de pegar un brinco y entrechocar la mano abierta, pero permanecieron impasibles. Ella no leyó la cláusula según la cual renunciaba al derecho de pedir responsabilidades al hospital.

El señor Pixton sacó una tarjeta suya y escribió en ella su número.

—Aquí están los números de mi despacho y de mi casa; prométame que me llamará si usted o su familia necesitan algo.

—Y aquí los míos —dijo el abogado—. Estoy disponible las veinticuatro horas del día.

Tras abandonar los dos la habitación, Norma se dirigió al médico y dijo:

—Qué amables han sido, ¿verdad?

El médico quiso decir algo, pero se abstuvo.

Mientras los dos hombres esperaban el ascensor, Franklin dijo con calma:

—Nos hemos librado de una buena.

Más tarde, ya en su despacho, Winston Sprague no sentía el menor remordimiento. Tenía la obligación de proteger el hospital antes de que ese rastrero picapleitos, Gus Shimmer, obsesionado con las indemnizaciones por accidentes y siempre dispuesto a demandar, lo descubriera todo, apareciera y localizara a la señora Warren. Alguien del interior del hospital le había estado suministrando información sobre todas las negligencias que se producían, lo que había costado millones a la entidad. Menos mal que la señora Warren era estúpida y no leyó lo que firmaba. Ella tendría toda la razón; desde luego el hospital tenía la culpa. ¿Pero cuánto podía costar un error? ¿Valdrían la pena los millones de dólares que tendrían que pagar? Tampoco es que ellos intentaran matar a sus pacientes.

Franklin Pixton también fue directamente a su despacho. Ahora que ya habían resuelto la cuestión legal con la señora Warren, tenía que llegar al fondo del asunto lo antes posible. Pulsó el interfono.

—Brenda, quiero los nombres de todos los que estaban de servicio esta mañana.

Una trabajadora de la plantilla, la joven enfermera que una hora antes había salido corriendo de la habitación de Elner gritando a todo pulmón, fue recogida por su madre en un 7-Eleven a unos tres kilómetros del hospital. Mientras iban en coche a casa, la madre volvió a preguntarle.

—¿No quieres que te lleve al trabajo, seguro?

—Ya te lo he dicho, no volveré. Lo dejo.

—No puedes dejarlo y ya está.

—Claro que puedo.

—¿Vas a desperdiciar toda tu formación de enfermera por este pequeño incidente?

—Si los muertos se levantan y empiezan a hablar, tenlo por seguro —dijo la joven enfermera.

—¿Y qué harás?

—Haré de manicura, lo que quería desde un principio.

La madre exhaló un suspiro.

—En fin, es tu vida, qué le vamos a hacer.

Un nuevo día

4h de la mañana

Norma se despertó muy temprano; Macky roncaba. Lo apartó a un lado e intentó volver a dormirse, pero en vano. Por cansada que estuviera, cuando se despertaba ya no podía dormir más. Allí tendida, empezó a inquietarse por lo que la tía Elner le había dicho sobre su madre y los demás. De acuerdo, evidentemente había sido una especie de sueño —había que ser idiota para pensar otra cosa sobre lo de pasear por el cielo y meterse en un botón gigante—, pero aun así habían tenido lugar un montón de cosas raras e insólitas. En el hospital decían que estaba realmente muerta; que habían revisado todos los aparatos y funcionaban correctamente, y, después de todo, tal como dijo el médico, la tía Elner sobrevivió a una caída que habría sido mortal para la mayoría. Además resultaba que, de buenas a primeras, era capaz de oír sin el audífono. ¿Decía la tía Elner la verdad? Vaya por Dios. La noche anterior Norma estaba muy segura de todo, pero, como de costumbre, ahora temía haberse equivocado. Quizá la tía Elner no había estado soñando. Cuantas más vueltas le daba, más empezaba a pensar que acaso ésa fuera la señal, el prodigio o el milagro que había estado esperando. Qué maravilloso si fuera verdad. Tal vez había de veras una vida después de la muerte. Se levantó de la cama, cogió la ropa en silencio y salió del dormitorio de puntillas. Se vistió, se maquilló y dejó a Macky una nota en la cafetera.

Cariño, no podía dormir, así que he ido al hospital a ver a la tía Elner. Te llamo luego al trabajo.

Un beso, yo.

Antes de salir de la ciudad, Norma decidió pasar por la casa de Elner y coger el cepillo de dientes y algunas otras cosas que la tía pudiera necesitar mientras permaneciera hospitalizada. Cuando llegó estaba oscuro todavía, y al abrir la puerta de la calle y encender las luces, quedó pasmada por lo limpio y ordenado que estaba todo. Tendría que dar las gracias a Tot y Ruby. Mientras estaba en el dormitorio, se detuvo un instante y pensó seriamente en quitar la foto de aquellas ratas horrendas saltando en la arena que la tía Elner había recortado de un número de
National Geographic
y había pegado con cinta en la pared de encima de la cama. Había podido deshacerse de la bata, y ésa sería seguramente la única oportunidad de librarse de la foto, pero hizo acopio de fuerzas y se aguantó las ganas. Abrió el armario y sacó dos de los camisones nuevos que le había regalado en Navidad y cogió también el audífono; «más vale prevenir que curar. Ayer la tía Elner oía bien, pero nunca se sabe», pensó.

Para Norma, ése era el problema principal de la vida. Uno nunca sabe qué va a pasar en el próximo minuto, y lo que más detestaba ella del mundo eran las sorpresas. Mientras se dirigía a Kansas City, reparó en que si unos días atrás alguien le hubiera dicho que esta mañana iría camino del hospital a ver a su tía, no se lo habría creído. ¿Por qué tenía que pasar esto ahora?

Justo cuando acabó de decorar su nueva casa, pasó la menopausia sin matar a nadie, perdió dos o tres kilos, y al cabo de cuarenta y tres años de matrimonio, su vida amorosa con Macky era exactamente como había sido siempre: cuando tocaba, una vez a la semana, los domingos por la tarde hacia las cuatro o las cinco, según qué más hubiera en danza. A ella le gustaba que fuera el domingo; rompía con la monotonía y se convertía en algo más espiritual, en conformidad con los votos matrimoniales, prefería eso a hacerlo movida por el capricho del momento, como quería Macky.

Como persona organizada que era, a Norma le gustaba saber qué iba a pasar exactamente y cuándo. Quería tener tiempo de tomar un agradable baño caliente, poner un poco de música, y hacer que aquello fuera una ocasión especial. Después de todo, Macky aún era un hombre apuesto que conservaba casi todo su pelo rubio rojizo. Pero él no entendía nunca por qué ella no quería simplemente dejarlo todo e ir a la cama sin preparación ni aviso previo. Quería ser «espontáneo», decía. Naturalmente, cuando eran más jóvenes ella lo había aceptado sólo para que estuviera contento; es tan fácil herir los sentimientos de los hombres. Norma no tenía ni idea de qué hacían los demás ni de la frecuencia con que lo hacían. Era un tema del que no hablaba nunca con nadie, y se sintió muy aliviada al saber que cuando Linda llegara a cierta edad le enseñarían educación sexual en el instituto, y así ella se ahorraría las conversaciones sobre pajaritos y abejitas.

Mientras Linda aún estaba creciendo, la gente no hablaba de su vida sexual igual que ahora; y a ella le gustaba más aquello. Sin embargo, aunque tendía a ser algo puritana acerca del asunto, no era ni mucho menos frígida…, algo que a Macky le encantaba pero que a ella la azoraba y aún la ponía colorada. «No debes hablar de esto, Macky», le decía siempre que él la felicitaba por lo sexy que era. Sin embargo, eso de hecho la complacía, y de vez en cuando tomaba un baño especial de burbujas, los miércoles o los jueves, sólo para darle una sorpresa; a diferencia de ella, él no necesitaba que le avisaran. Norma suponía que todos los hombres eran así, pero desde luego no iba a preguntar. Norma y Macky eran novios ya en el instituto y se casaron a los dieciocho años. Norma no había salido nunca con ningún otro chico, por lo que sus conocimientos del otro sexo se limitaban a Macky Warren, y eso le parecía bien. A ella le gustaba la vida exactamente como era ahora mismo, y quién lo iba a decir, cuando por fin lo tenía todo controlado, ¡la tía Elner elegía ese preciso momento para tener una experiencia disparatada cercana a la muerte y desconcertarlos a todos!

Norma llegó al hospital a la hora de desayunar. La enfermera acababa de dejar la bandeja de Elner sobre la mesa.

—¡Vaya, hola! —dijo Elner cuando entró Norma—. ¿Cómo es que has venido tan temprano?

—He decidido evitar el tráfico. ¿Cómo estás esta mañana?

—Las picaduras escuecen un poco, pero aparte de esto bien. ¿Me vas a llevar a casa?

—Aún no lo sé. Eso espero, pero no he hablado con los médicos —dijo Norma.

—Yo también lo espero, ya estoy lista. Fíjate en esto —dijo Elner sosteniendo una galleta en alto—. Dura como una piedra. Bueno, los huevos revueltos no están mal, pero aquí no te dan más que jalea de manzana. ¿Ya has desayunado?

—No, aún no.

—¿Quieres un poco de esto?

—No, cómetelo tú, tía, has de recuperarte. Todo el mundo te manda recuerdos, creo que algunas de las chicas vendrán más tarde. ¿Has dormido bien?

—Sí, muy bien, sólo que toda la noche me están despertando para ponerme inyecciones y mirar mis constantes vitales. Desde luego aquí no te quitan ojo de encima, pero se exceden un poco, qué quieres que te diga. —Elner enseñó la taza a Norma—. Mira, este café no es muy fuerte. Más tarde me podrías traer uno.

—Lo haré, pero antes quiero preguntarte algo.

—¿El qué?

—Bueno…, sobre lo que me dijiste ayer…, lo de tu… —Miró alrededor y susurró—: ¿Visita?

—Creía que no debía hablar de ello —le contestó Elner también entre susurros.

—Puedes hablar conmigo, pero con nadie más. Explícame otra vez con exactitud cuáles eran los mensajes que debías transmitir.

—Bien, veamos…, Raymond dijo que el mundo mejora cada vez más y cosas por el estilo.

—Ajá… ¿Y qué decía la vecina Dorothy?

—Pues que la vida es lo que uno hace, y que lo que haga cada uno es cosa suya. Que hay que sonreír y que el mundo es maravilloso.

—¿Eso es todo? —preguntó Norma.

—Más o menos. ¿Por qué?

—Oh, no sé, supongo que esperaba algo un poco más profundo, más complejo que eso de que «la vida es lo que uno hace».

—Yo también —dijo Elner—, pero creo que ésta es la buena noticia: la vida no es tan complicada como pensábamos.

—¿Estás segura de que no dijeron nada más? ¿No comentaron nada sobre el fin del mundo?

—No de una manera explícita, pero Raymond sí dijo que había que perseverar. Creo que es un mensaje positivo.

—Sí, ya, pero el pensamiento positivo no es ninguna novedad. Yo esperaba algo con un poco de revelación, algo de lo que no hubiéramos oído hablar.

—Bueno, Norma —Elner suspiró—, una cosa no es mala por el mero hecho de haber oído hablar de ella.

—No, ya lo entiendo, pero…

Se abrió de repente la puerta, y una enfermera dijo:

—Señora Shimfissle, tenemos una llamada de la emisora, quieren una transmisión en directo… Un tal Bud.

A Elner se le iluminó la cara.

—¡Oh, es el programa de Bud y Jay! ¿Puedo contarles lo del huevo y la gallina? No diré de dónde lo he sacado.

«Oh, Dios mío», pensó Norma.

—Tía Elner, no vas a hablar por la radio. Ya me pongo yo.

Al cabo de unos minutos, Bud se dirigía a los oyentes:

—Bueno, amigos, acabamos de hablar con la sobrina de Elner Shimfissle, que se encuentra en Kansas City, y dice que la señora Shimfissle todavía no puede ponerse al teléfono pero se encuentra bien y nos manda recuerdos. Y ahora, señora Shimfissle, si está escuchando…, tenemos una canción dedicada a usted esta mañana…, aquí está la señorita Della Reese con
Cómo cambian las cosas en un día
.

Cuando regresó, Norma se sentó y miró fijamente a Elner como si fuera un bicho raro, intentando observar sus acciones para ver si estaba realmente en sus cabales; pero entraba y salía tanta gente de la habitación que era difícil saberlo. De todos modos, hasta el momento parecía normal, si es que se podía considerar normal la conducta habitual de la tía Elner.

Las visitas

11h 30m de la mañana

A última hora de la mañana, un grupo de señoras de Elmwood Springs se congregaron en el centro de la ciudad, frente a la oficina de la revista, se metieron todas en la camioneta de Cathy Calvert y pusieron rumbo al hospital donde estaba Elner. Estaban de buen humor, contentas de ir al hospital y no al tanatorio, donde podrían haber estado ese mismo día.

—Es increíble —dijo Irene—. Ahí está, vivita y coleando, y yo que había preparado tres cazuelas de judías verdes y tres tartas Bundt.

Tot, sentada atrás junto a la ventana porque era la única que fumaba, dijo:

—Yo iba demasiado colocada de pastillas para ponerme a cocinar.

—Bueno, yo he practicado sus canciones de gospel —comentó Neva.

—Yo le limpié la nevera —dijo Ruby Robinson— y casi me llevo aquel horrible gato a casa.

—Merle y yo le enviamos una planta, y él fue y mató los caracoles. Espero que no se dé cuenta, ya sabéis el cariño que les tenía —dijo Verbena.

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