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Authors: Fannie Flagg

Tags: #Autoayuda

Me muero por ir al cielo (19 page)

BOOK: Me muero por ir al cielo
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Para cuando se emitió la segunda información, Luther Griggs ya estaba fuera del estado y muy lejos del área de captación de la onda de WDOT, pero aún pensaba en el impacto que la señora Elner había causado en su vida. De acuerdo, pasó seis meses en la cárcel porque había destrozado la caravana de su padre y la nueva esposa de éste mientras se encontraban en Nashville asistiendo a un concierto de Clint Back. Se llevó sólo lo que le correspondía por legítimo derecho: unas botas de caza, una pistola, cuatro dólares de plata de Kennedy y un aparato de televisión que su padre se había quedado cuando había echado a Luther la última vez. No obstante, a eso lo llamaron allanamiento de morada; y mientras estaba en prisión, Elner le envió un poco de mermelada de higos con una nota: «Cariño, no dejes que te tatúen, sólo te pido esto.»

Luther quería en el hombro la espada flamígera con la leyenda «Jesús te salva», pero no se la hizo. Era la única persona de su edad, hombre o mujer, que no llevaba ni siquiera un aro en la nariz o algo por el estilo, pero es que no quería decepcionar a Elner. Lamentaba no poder estar presente en su entierro. En cierto momento ella lo escogió para que fuera uno de los portadores del féretro…, antes de cambiar de opinión y decidir que la incineraran. En su momento se sintió decepcionado, pues había abrigado muchas fantasías sobre sí mismo entrando en la iglesia y oyendo a la gente susurrar «mira, éste es Luther Griggs. Elner tenía un alto concepto de él, ya ves. Era como un hijo para ella». Y cosas así. Luther creía que quizá después del entierro se quedaría un rato con los familiares, tal vez al lado de Linda, y les estrecharía las manos. Después, probablemente lo invitarían a la casa a comer y a beber. No sabía muy bien cómo funcionaban los entierros, pero imaginaba que, como «portador oficial del féretro», sin duda él tenía que estar incluido en todo. Se había sentido importante sólo con pensar en ello, pero ahora lo único importante era que Elner estaba muerta, y volvió a sentirse muy solo en el mundo. Ahora lamentaba no tener una foto de Elner. Un verano que trabajó de ayudante de exterminador de insectos, vio un montón de casas bonitas y observó que la gente tenía por todas partes fotografías de la familia. Desde luego él no quería ninguna foto de su familia, pero ahora pensaba que estaría bien tener enmarcada una de la señora Elner. Podría colocarla sobre el tocador.

Lo planeó mentalmente todo mientras conducía. Cuando estuviera de regreso, le preguntaría al señor Warren si podía tomar prestada alguna foto de la señora Elner para llevarla luego al Wal-Mart y sacar una copia. Ojalá hubiera una de los dos juntos. Igual en Wal-Mart tenían algún sistema para tomarle una foto a él y luego con las dos hacer una. Para que pareciera que estaban juntos en el mismo momento. Había visto montones de marcos bonitos en las Mañanas de los Martes, junto a las flores de plástico.

Una época más feliz

3h 38m de la tarde

Mientras la exploraban de pies a cabeza allí tendida, Elner se aburría, y lamentó no haber aceptado los auriculares que le ofrecía la enfermera. Sólo para pasar el rato, cerró los ojos y dejó que sus pensamientos se deslizaran hacia otra época, muy remota. Pensó en la vieja granja; casi veía otra vez a su marido Will, en la lejanía, arando los campos con la mula, saludándola con la mano. Sonrió para sus adentros mientras recordaba el mejor momento del día, cuando Will terminaba su trabajo y entraba de golpe en la casa llamándola: «Eh, mujer, ¿dónde está esta guapa esposa mía?» Después de que él se bañara, cenaban bien; algún tipo de carne, verduras frescas y un buen postre, y pasaban el resto de la noche simplemente juntos, escuchando la radio o leyendo. Por lo general se acostaban a las ocho y media o las nueve.

Will procedía de Kentucky. Cuando se conocieron, él estaba atravesando el país con intención de llegar a California, y el padre de Elner lo contrató por espacio de un par de semanas para que le ayudara en la granja. Seis años antes había muerto la madre, con lo que Elner, la mayor, pasó a ocuparse de cocinar, limpiar y educar a sus dos hermanas más pequeñas. Durante la estancia de Will, ella le preparó todas las comidas, pero él no solía decir gran cosa salvo «magníficas vituallas» y «gracias, señora».

Acabaron las dos semanas. Elner, su padre y sus hermanas estaban sentados en el porche cuando Will cruzó el patio, se paró, se quitó el sombrero y dijo:

—Señor Knott, antes de irme, le pido permiso para hablar con su hija.

Henry Knott, un hombre de casi metro noventa, dijo:

—Claro, hijo. Ve y habla.

Aunque era un chico tranquilo, a Elner le gustaba, y por ello le alegró que se interesara por alguna de sus hermanas. Supuso que seguramente estaba enamoriscado de Gerta, que era delgada y pelirroja, o quizá de Ida, una deslumbrante morena de ojos verdes que sólo tenía dieciséis años pero también muchos chicos rondándola. Elner era una muchacha alta y huesuda que había salido a la rama familiar de su padre y jamás había tenido ningún pretendiente; y con sus dos preciosas hermanas por allí ni se le pasaba por la cabeza tener alguno. Sin embargo, aquella tarde, el pequeño Will Shimfissle, de aproximadamente metro sesenta y poco más de cincuenta kilos vestido y empapado, se acercó con el sombrero en la mano y se detuvo justo delante de ella:

—Elner Jane —dijo aclarándose la garganta—, en cuanto haya ganado dinero y tenga un lugar donde vivir, volveré y te pediré que seas mi esposa. Lo que debo saber antes de marcharme es si tengo alguna posibilidad.

Ese imprevisto episodio la sorprendió tanto que rompió a llorar, se levantó de un salto y se metió corriendo en casa. Will se quedó totalmente desconcertado y miró al señor Knott en busca de ayuda.

—Señor, ¿esto ha sido un sí o un no?

El padre estaba tan confundido como Will y contestó:

—Bueno, hijo, podría significar tanto una cosa como la otra, con las mujeres nunca se sabe, voy a averiguarlo. —Se puso en pie, entró y llamó a la puerta del dormitorio—. Elner, este muchacho está esperando una respuesta. No creo que se vaya antes de saberla, debes decirle algo.

Entonces Will oyó que Elner lloraba aún con más fuerza.

El padre abrió la puerta, entró y se sentó en la cama, a su lado. Ella alzó los ojos llorosos.

—Es que ha sido una sorpresa tan grande que no sé qué decir.

Él le cogió la mano y le dio unas palmaditas.

—Bueno, pues me parece que se trata de esto, has de decidirte. ¿Quieres que este alfeñique de ahí fuera sea tu marido o no?

Elner levantó la vista, el rostro surcado por las lágrimas.

—Creo que sí, papá —dijo, y se anegó de nuevo en llanto.

—¿Ah, sí? —Ahora era él el sorprendido. Aquello le había pillado totalmente desprevenido. Le disgustaba la idea de perder a Elner, pero dijo—: Bueno, cariño, no es gran cosa para marido, pero trabaja duro, justo es decirlo, así que si aceptas, sal y díselo.

—No puedo. Díselo tú.

—Muy bien, hija —dijo él—, si lo hicieras tú tendría más valor, pero de acuerdo. —Se levantó y salió al porche, meneó la cabeza en señal de asombro y dijo—: No lo entiendo, muchacho, pero te han dado el sí.

Las chicas soltaron un grito, pegaron un salto y corrieron adentro a ver a Elner, agitadas y con risitas nerviosas. Will, con una sonrisa radiante de oreja a oreja, se acercó y estrechó la mano del señor Knott.

—Gracias, señor, gracias —dijo—. Dígale que volveré en cuanto pueda.

—Así lo haré. —Luego el señor Knott le puso la mano en el hombro, se lo llevó aparte para que nadie más pudiera oír y dijo con calma—: Sabes que te llevas la mejor, ¿verdad, hijo?

Will lo miró directamente a los ojos y respondió:

—Sí, señor. Lo sé.

Fiel a su palabra, Will regresó un año y medio después y compró veinticinco acres de tierra a unos quince kilómetros de la granja del padre de Elner. Esta nunca había pensado en casarse, jamás había imaginado que sería la primera de las hermanas en hacerlo. Pero, más adelante, Will le dijo que la había escogido desde el principio.

—Desde el instante en que te vi por primera vez supe que eras para mí. Sí, señor. Eres mi fuerte, grande y hermosa mujer —le dijo.

Hacían una pareja extraña, la alta y fornida Elner y el pequeño y flacucho Will, pero fueron felices; y ahora ella se moría de ganas de volver a verlo.

Entretanto, en Elmwood Springs, la pobre Verbena Wheeler había sentido tanta vergüenza al llamar de nuevo a la emisora, que ahora lamentaba haber ido a la redacción de la revista y habérselo dicho a Cathy. Cogió la Biblia y la hojeó en busca de ayuda. Cuando por fin encontró la cita adecuada, marcó el número.

—¿Cathy? Soy Verbena. Quiero leerte algo de Lucas 8:52 a 55.

«Oh, Dios mío —pensó Cathy—, otra vez no», pero dijo:

—Vale.

—¿Estás escuchando?

—Sí. Adelante —respondió Cathy.

—«Pero Él dijo “no lloréis, no está muerta sino que duerme”. Y se burlaban de Él, porque sabían que la niña estaba muerta. Pero Él la tomó de la mano y la llamó, diciendo: “Niña, levántate.” Ella recuperó el aliento y se levantó en el acto.»

Cathy, armada de paciencia, esperaba una explicación de por qué Verbena tenía que leerle aquello, pero ésta guardaba silencio.

—Sí. ¿Y…?

—Creo que deberías saber que en este preciso momento estamos viviendo una situación parecida. ¡Elner Shimfissle se acaba de levantar!

¿Que ella hizo qué?

3h 39m de la tarde

Franklin Pixton, gerente del Hospital Caraway, era un hombre de cincuenta y dos años, alto, emperifollado y algo pijo. Lucía un traje elegante, camisa a rayas y pajarita, y llevaba gafas con montura de concha. Era el típico ejecutivo de nivel alto cuya principal actividad era codearse con los viejos y los nuevos ricos para que éstos donaran fondos al hospital, lo que se le daba bastante bien. Él y su esposa eran miembros de todos los clubes adecuados, sus hijos iban a las escuelas adecuadas, y vivían todos en la casa adecuada de ladrillo rojo estilo Tudor. No permitiría que una minucia como una paciente declarada muerta por error pusiera en peligro el prestigio de su hospital. Tras recibir la llamada, dijo a la enfermera que dentro de una hora quería ver en su despacho a todas las personas implicadas, y dio orden de que no se hablara de aquello con nadie.

Colgó e inmediatamente llamó al abogado del hospital, Winston Sprague, especialista en asuntos administrativos.

—Tenemos un caso complicado —dijo Pixton.

—¿Cómo?

—Paciente declarada muerta. Varias horas después empieza a hablar.

—¡Mierda! —soltó Sprague.

—Muy gráfico; y acertado —admitió Pixton.

—¿Quién ha sido informado?

—Por lo que sé, los familiares más cercanos.

—Muy bien —dijo el abogado—, no acepte ninguna responsabilidad ni admita culpas ni fallos. Puede pedir disculpas por lo sucedido, pero de una manera vaga…, sin especificar. No piense ni pronuncie la palabra «negligencia». En treinta minutos estoy ahí. Nos vemos abajo.

El joven abogado, al que apodaban «pijo número dos», cogió su maletín con el habitual documento de renuncia, se echó encima la chaqueta, se alisó el pelo hacia atrás y respiró hondo. Va por ti, Franklin Pixton, «pijo número uno». Winston Sprague ardía en deseos de entrar en el club de campo, y Pixton sería su calzador. Sprague también quería ganar un millón de dólares antes de cumplir los treinta, y pisaría a quien fuera para lograrlo. Su lema era: «Jode a los débiles.» Había mentido antes, y volvería a mentir. La ética era para los imbéciles. Hacía años que había dejado de pensar en lo que estaba bien y lo que estaba mal. Para él, sólo se trataba de ganar o perder. Era el típico sabelotodo, cínico e insidioso, que además despreciaba a la especie humana y pensaba que estaba rodeado de estúpidos.

Media hora después, el abogado pelirrojo salía de un ascensor y Franklin del otro. Los dos se acercaron al mostrador y Franklin preguntó:

—¿Quién es el pariente más cercano? —La chica señaló la habitación 607.

Ahora Norma se encontraba en una habitación privada, sentada en la cama, tomando un zumo de naranja tras haberse desmayado otra vez, y estaba siendo observada por un médico de urgencias encargado de su recuperación.

—Hola, señora Warren —dijo Franklin con voz almibarada—, soy Franklin Pixton, y éste es mi socio, Winston Sprague. Acaban de llamarnos para explicarnos la situación…, y he venido en cuanto me ha sido posible. Antes de nada, ¿cómo se encuentra?

—Bueno, me siento tan desconcertada que apenas puedo pensar con claridad. Primero me han dicho que mi tía estaba muerta y luego resulta que no; estaba desconsolada, y al cabo de un rato rebosaba de alegría porque ella está viva, y ahora mismo me siento como si alguien me hubiera estampado contra la pared.

—La entiendo —dijo Franklin asintiendo.

—Mi pobre hija está muy afectada, y aún no sé cómo a mi esposo no le ha dado un infarto. Fíjese, se me está cayendo el pelo. —Les enseñó unos cabellos que efectivamente se le habían caído y luego se dirigió al médico—: Doctor, ¿una conmoción puede hacer que se te caiga el pelo? Oh, Dios mío, no me diga que ahora tendré que llevar peluca.

—Señora Warren, ¿hay algo, lo que sea, que podamos hacer por usted? Todos nos sentimos mal por lo sucedido. Como es lógico, todos los gastos hospitalarios correrán por nuestra cuenta.

—Oh, es muy amable de su parte, señor…

—Pixton.

—No, señora Warren, insisto, queremos compensarla a usted y a su familia por cualquier, eh… —Echó un vistazo a Sprague en busca de la palabra apropiada.

—Inconveniente —dijo el abogado.

—Eso es, cualquier inconveniente que se haya podido producir —dijo mientras el abogado le daba el documento que había acabado de sacar del maletín.

—Pero entre tanto, si nos quiere firmar esto.

—¿Qué es? —preguntó Norma—. Ya he firmado un montón de cosas.

—Sólo una pequeña formalidad, para asegurarnos de que está usted protegida en todo momento si algo…, eh…, si usted necesita algo…, y así nosotros estamos protegidos. Pensamos que es mejor ocuparnos de ello ahora, y de este modo podemos tramitarlo lo antes posible.

—¿Protegida de qué?

Sprague pegó un salto.

—De hecho, tiene más que ver con asegurar que no se incurrirá en gastos mientras su tía esté a nuestro cargo.

—Ah, ya entiendo —dijo Norma—. Se lo agradezco, pero, en serio, ustedes no tienen por qué pagar nuestras facturas, lo que ha pasado no es culpa suya.

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