Matar a Pablo Escobar (9 page)

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Authors: Mark Bowden

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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Parte de la repentina hostilidad que abiertamente tuvo que soportar Pablo al ocupar su escaño en la Cámara de Representantes fue consecuencia de la presión norteamericana. Pese a que los narcos no eran blancos por sí mismos, el Gobierno de Washington estaba cada vez más preocupado por los vínculos entre aquéllos y la guerrilla. En un informe de la CÍA fechado en junio de 1983 se informaba que «Inicial-mente, estos grupos guerrilleros evitaron toda conexión con plantadores y traficantes, salvo para condenar la influencia corruptora de las drogas en la sociedad colombiana. En la actualidad, sin embargo, varios de ellos han estrechado vínculos activos con los traficantes, y algunos utilizan los beneficios de su propio tráfico para adquirir armamento». En aquel preciso momento, Pablo y otros narcos colaboraban con el Ejército de Colombia en su lucha contra las FARC, el ELN y el M-19. Las guerrillas parecían estar cayendo en la cuenta de que unirse a los narcos era más beneficioso que luchar en su contra, y se estaban fraguando arreglos en varias regiones del país. En vez de exigir el impuesto revolucionario al cártel de Medellín, los insurgentes preferían negociar tarifas para proteger las plantaciones de coca y los laboratorios. «De hecho, en ciertas zonas, las FARC tenían estipulado un sistema de cuotas, impuestos y reglamentos para los trabajadores, productores y propietarios de plantaciones», concluía el informe de la CÍA.

El nuevo embajador norteamericano en Colombia, Lewis Tambs, era miembro del conservador Partido Republicano y había coescrito el Informe Santa Fe, el gran plan trazado por Estados Unidos para contener el comunismo en América Latina. En su última reunión informativa antes de asumir su puesto en la embajada de Bogotá en abril de 1983, se le había ordenado concentrarse en el narcotráfico como prioridad número uno. A su llegada, el gregario diplomático dijo: «Sólo hay dos canciones en mi repertorio: el marxismo y el narcotráfico». Y teniendo en cuenta la nueva evidencia que vinculaba a narcotraficantes y guerrillas, el repertorio se reducía más bien a una única canción. Aquel cambio de política tenía implicaciones muy serias en Washington. La idea de utilizar al Ejército y los distintos servicios de espionaje en la guerra contra el narcotráfico era un concepto novedoso y controvertido, pero luchar contra el comunismo no era ni lo uno ni lo otro y había sido el eje de la política exterior de Estados Unidos desde el final de la segunda guerra mundial. Si el marxismo y el narcotráfico se habían fusionado en Colombia, entonces Pablo y sus socios se estaban buscando un enemigo poderoso e implacable. En Lara Bonilla, el embajador Tambs había descubierto a su primer aliado de peso. De hecho, cuando el ministro de Justicia lanzó su campaña contra el «dinero narco» contaba con la información y el apoyo de la embajada de Estados Unidos.

Bajo el permiso de Lara Bonilla, el Departamento de Estado norteamericano había comenzado a realizar pruebas con herbicidas sobre plantaciones de coca, y en marzo de 1984 fuerzas colombianas habían dado dos duros golpes al cártel de Medellín. Con el liderazgo de Lara Bonilla, la PNC (la Policía Nacional de Colombia) desbarató una inmensa fábrica de procesamiento de cocaína en el río Yarí, llamada «Hacienda Tranquilandia», ubicada en las selvas del sur. Se trataba de un complejo de catorce laboratorios y campamentos que daban albergue a cuarenta trabajadores. La PNC incautó catorce toneladas métricas de cocaína, el hallazgo más importante de la historia. Semanas antes de que se realizara la incursión, las entusiasmadas fuerzas del presidente Betancur —con apoyo norteamericano— habían localizado y destruido siete aeródromos, siete aviones, catorce mil bidones de químicos, y se habían incautado una cantidad de cocaína cuyo valor ascendía a más de mil millones de dólares. Había sido el peor mes de la historia del cártel de Medellín. Menos de un mes después moría el ministro de Justicia, Lara Bonilla.

Su muerte dio lugar a una violenta reacción en contra del cártel de Medellín, lo que podía desembocar fácilmente en una guerra abierta y total. A partir de entonces, la cocaína ya no volvería a ser vista como la nueva industria en Colombia. El muy estimado editor del periódico
El Espectador,
Guillermo Caño, escribiría: «Desde hace algún tiempo, estos hombres siniestros se las han arreglado para crear un imperio de la inmoralidad. Han engañado y tomado por estúpidos a los complacientes, a quienes repartían migajas y sobornos, mientras un populacho cobarde y muy a menudo deslumbrado les observaba cruzado de brazos, satisfecho con las ilusiones que se les brindaban y entretenidos por los relatos de aquellas vidas de
jet-set».

La sociedad colombiana había buscado camorra con el hombre más poderoso del país, y las consecuencias serían terribles.

Asesinar a un ministro era un acto de guerra contra el Estado. La .atrocidad cometida y la reacción de todo el país forzó al presidente Betancur a continuar la cruzada que Lara Bonilla había comenzado y a aceptar el apoyo norteamericano que ésta requería. Decretó el estado de sitio y autorizó a la PNC a confiscar propiedades y otros bienes de los narcos, y al pie de la tumba de Lara Bonilla juró hacer cumplir el 11 atado de extradición firmado con Estados Unidos.

La participación de los norteamericanos en el asalto a Tranquilandia fue hecho público con profusión y suscitó una furiosa carta de Pablo al embajador Tambs que lo había acusado públicamente de ser el propietario de los laboratorios.

Afirmando que la acusación era «tendenciosa, irresponsable y malvada», Pablo escribió que el embajador estaba preparando el terreno para la extradición «de algunos hijos de Colombia [...]. Señor embajador, como ciudadano colombiano y miembro del Congreso de la República
[4]
quiero expresar mi más enérgica y patriótica protesta a la luz de la interferencia impropia de navíos y autoridades norteamericanas en territorio colombiano, de un modo que supone la más flagrante violación de la soberanía de nuestra patria».

Inmediatamente después de haber enviado la carta, Pablo huyó del país. Para la ascendente estrella del firmamento de Medellín, la caída había sido estrepitosa. Exactamente un año antes había sido elegido como suplente en el Congreso, y había abrigado ambiciones privadas de llegar al palacio presidencial. Tanto él como la industria de la cocaína parecían haber tomado la ruta hacia la legitimidad y el poder. Con su inmunidad parlamentaria Pablo se sentía intocable, sus fiestas de despilfarro en su estrafalaria Hacienda Nápoles congregaban a la gente más influyente y más poderosa de Colombia. Pablo era un hacedor de reyes que, según sus propios sueños, tarde o temprano, llegaría a ser él mismo rey. Pero de un día para el otro Pablo fue expulsado del paraíso. Pocos días después del atentado contra Lara Bonilla, Pablo abordó un helicóptero en Medellín e hizo el corto vuelo al norte hacia Panamá, donde los otros capos del cártel —Carlos Lehder, José Gonzalo Rodríguez G. y los hermanos Ochoa— ya se habían reunido en una especie de exilio.

Habían estado estudiando desde hacía ya tiempo la posibilidad de establecerse en Panamá, un sitio algo más hospitalario para hacer negocios. Un representante del por entonces comandante del Ejército panameño, Manuel Noriega —quien pronto se convertiría en el dictador del pequeño país centroamericano—, había tanteado a Pablo y a los hermanos Ochoa para ofrecerles un refugio, y la protección correspondiente a su industria, por la suma de cuatro millones de dólares. El cártel había dado un adelanto de dos millones, pero cuando todos los capos acudieron a la ciudad de Panamá, no fueron recibidos con los brazos abiertos.

«El oficial que había negociado aquello era un hombre negro, pero el día que Pablo y los demás llegaron con el resto del dinero, le juro que se puso blanco», recordó Rubin, que estaba allí con los demás en ciudad de Panamá.

Era más de lo que Noriega había calculado. Aparentemente había previsto un apacible apeadero para el cártel, y una modesta tajada de dinero sucio para él. Eran tiempos frenéticos para el hombre al que sus compatriotas llamaban
Garapiña.
Estaba ocupado tramando las jugadas que lo convertirían en dictador, tonteando con Oliver North
[5]
y con la CÍA, y metido hasta el cuello en el tráfico de marihuana. El trabajo que le llevaba lidiar con sus rivales internos era a tiempo completo, y lo que menos necesitaba Noriega en esos días era trasladar a Panamá la capital mundial del tráfico de cocaína. Eso atraería demasiada atención de sus amigos gringos, mucho más de la que él quería.

Fueran cuales fueran las intenciones de Gacha, los hermanos Ochoa Lehder y los demás, Pablo comenzó a negociar un acuerdo para volver al suelo natal. Su aspiración más profunda siempre había sido la de ser un caballero rico y respetado en Medellín. Ahora se le consideraba algo peor que un bandido, era un exiliado. Con la vista puesta en borrar las humillaciones que había sufrido en los ocho meses previos y en recuperarse, estaba dispuesto a un gesto magnánimo, uno que Colombia no podría ignorar.

En mayo, semanas después de haber huido, Pablo y Jorge Ochoa se dieron cita con el ex presidente de Colombia Alfonso López Michelsen, en el Hotel Mariott en ciudad de Panamá: una reunión entre viejos amigos. López era un estadista anciano, calvo y corto de vista, uno de los fundadores del Partido Liberal y un hombre que había aceptado apoyo económico para sus campañas de los narcotraficantes a lo largo de su carrera. Lo acompañaba Alberto Santofimio, el ex ministro de Justicia quien a su vez había fundado el Nuevo Partido Liberal por el que Pablo había sido elegido dos años antes. Los dos capos le dijeron a López que ellos representaban a «la cúpula», o sea, a los cien narcotraficantes más importantes de Colombia y acto seguido le propusieron algo sin precedentes: Pablo y los demás «desmantelarían todo» e ingresarían al país los miles de millones de dólares que tenían depositados en Suiza si el Gobierno les permitía quedarse con sus fortunas y no extraditarlos. La oferta, transmitida al presidente de Colombia, resultaba lo suficientemente intrigante como para que Betancur enviase a su fiscal general a Panamá.

El enviado recibió una propuesta por escrito de seis páginas dirigido al presidente Betancur. Evidentemente ufano ante la posibilidad de regresar a casa, Pablo había dado a la propuesta un tono especialmente enmarañado. He aquí el preámbulo:

Sumido en una búsqueda de reencuentro con la patria, con su Gobierno y con nosotros mismos, estamos desde hace unos meses solicitando el consejo sabio y procedente de aquellos que, sin llegar a la permisividad ni la indulgencia, han llegado a la sensata conclusión de que nuestra presencia en la vida pública es un hecho digno de ser atendido, revisado y modificado. El señor Alfonso López Michelsen, ex presidente de la República, ha aceptado recibirnos en los primeros días de mayo en la ciudad de Panamá, y, en un gesto de buena voluntad eminentemente patriótico, ha accedido a hacerle llegar nuestro mensaje de paz al Gobierno |...|. La gestión llegó a buen puerto cuando el fiscal general de la nación, el señor Carlos Jiménez Gómez, nos recibió en persona. Hoy consideramos que el consejo que pedimos con tanto ahínco se ha hecho realidad. Efectivamente, el fiscal general, el señor Carlos Jiménez Gómez, quien se halla en este momento en Panamá, ha aceptado escuchar nuestras peticiones y preocupaciones personalmente.

Pablo prosiguió negando su implicación en la muerte de Lara Bonilla, que le había sido atribuida por todos,
y
tanto él como los demás capos se comprometían a brindar todo su apoyo .a la democracia colombiana para «erradicar de una vez por todas el narcotráfico en nuestro país». Él y Ochoa afirmaban representar a los narcos que controlaban entre el 70 y el 80% de la cocaína producida en Colombia, traficantes que además devengaban por su actividad unos dos mil millones de dólares al año. Los laboratorios y aeródromos pasarían a manos del Gobierno, las flotillas de embarcaciones y de aviones serían vendidas, y los narcos en persona colaborarían en programas para brindarle a los campesinos de Colombia plantaciones alternativas a la lucrativa planta de coca. En un apartado de sugerencias al final del documento, los narcos pedían un cambio en la política de extradición y el derecho de apelar las peticiones de extradición en la Corte Suprema, además de que los crímenes que pudieran haber cometido con anterioridad fuesen perdonados. En pocas palabras, Pablo le ofreció al Gobierno erradicar el narcotráfico de Colombia, con la salvedad de que pudiera vivir con su fortuna en Medellín sin temor a ser arrestado o extraditado.

Era una oferta generosa, incluso si no incluía (como se informaría erróneamente más tarde) la promesa de pagar los diez mil millones de dólares a los que ascendía la deuda externa de Colombia. También era una oferta que probablemente no habrían podido cumplir pues, aunque ellos decidieran renunciar a los pingües beneficios del narcotráfico, sería poco factible que los miles de colombianos involucrados a todos los niveles de la industria sencillamente bajaran la persiana porque Pablo se hubiera decidido a retirarse de la vida criminal con sus miles de millones. La oferta fue rechazada de plano por ambos políticos conservadores y por la embajada de Estados Unidos, que criticó a López y a Betancur por tan siquiera haber abierto un diálogo con criminales. Políticamente el trato era indefendible. Aparte de que, debido al encono aún palpable tras el asesinato de Lara Bonilla, cualquier pacto con los narcos se habría considerado una capitulación. Aquél fue el primero de mucho intentos que Pablo realizaría para negociar su vuelta a la vida que él siempre había deseado para él y para su familia. Pero había llegado demasiado lejos. Nadie le creyó cuando negó que hubiera tenido que ver con la muerte de Lara Bonilla, lo que posteriormente fue confirmado por algunos de sus allegados cuando éstos comenzaron a colaborar con la policía. El asesinato del ministro de Justicia fue una salvajada que su país nunca le perdonó.

Pablo no se rindió, pero la situación le amargó la vida. Siempre creyó comprender los sentimientos de sus compatriotas, de las masas que siempre lo quisieron y apoyaron. En el peor de los casos Pablo no era más que una horrible caricatura de su propio país, inimaginablemente rico en recursos, pero violento, ebrio de poder, desafiante y orgulloso. Pablo compartía su destino con el de su tierra, y sin importar su notoriedad nunca dejó de ser un patriota. Con su inmensa fortuna, podría haberse refugiado en una docena de países, pero su visión de sí mismo y la de su futuro estaban centrados exclusivamente en Colombia. Nunca quiso vivir en un sitio que no fuera su ciudad natal, Medellín, y quienes se interpusieran en su camino no sólo se convertían en sus enemigos, sino en herramientas del opresor, en traidores a la patria.

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