Matar a Pablo Escobar (10 page)

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Authors: Mark Bowden

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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Especialmente en los años sucesivos, Pablo llegaría a ser una especie de panfletista. Le gustaba escribir y a veces lo hacía bien. Contrariamente a sus declaraciones formales, que tendían a una hipérbole de comicidad no intencionada, sus mensajes breves dirigidos a sus asociados o a sus enemigos solían ser concisos y educados y a menudo hacían despliegue de un sutil ingenio, salvo cuando su enojo lo volvía sarcástico. Años después, cuando ya huía de la PNC, escabullándose de escondrijo en escondrijo, la policía halló treinta páginas de notas que la PNC dedujo era obra de Pablo que quizá debió dejar atrás al escapar apresuradamente. En ellas, aparentaba querer perfilar una especie de invectiva, una razón para justificar la situación en la que se encontraba. De su persecución culpaba a los gringos que habían «forzado, por medio de presiones económicas, a un gobierno de esclavos a desatar una guerra fratricida contra los supuestos cárteles del narcotráfico».

Había crecido en un Estado virtualmente carente de ley, al que una vez llamó «moralmente tímido» y creía que su filosofía de administrar su propia justicia era la única alternativa realista.

Si a usted le roban, ¿qué hace? ¿A quién acude en busca de ayuda? ¿A la policía? Si alguien choca contra usted y le destroza su coche, ¿espera usted que la policía de tráfico le resuelva el problema y le compense los daños sufridos, obligando a su agresor |...| a. pagarlos? Y si no le pagan lo que le deben, ¿cree usted que los tribunales obligarán al acreedor |...| a cumplir? Si los miembros de la policía y de las fuerzas armadas lo maltratan y lo insultan, ¿a quién se dirigirá usted? No creo que haya una sola persona que haya tomado el cuestionario antedicho como otra cosa que un inútil ejercicio de esperanza, que, por cierto, todos hemos perdido hace ya mucho tiempo, ante la irrebatible ineptitud y criminalidad de nuestra policía y sistema jurídico. Allí es donde los grupos guerrilleros, los malhechores, y los sistemas estatales de coerción (policía y Ejército) han estado aplicando la pena de muerte a sus enemigos |...|. Ineptitud total y absoluta. Y después van e insultan a aquellos que llaman a las cosas por su nombre.

En última instancia, estas divagaciones fracasaban en su intento de dar forma a un argumento coherente. Y si lo que perseguía era redactar un manifiesto que pusiera su propia lucha a la altura de las de sus héroes marxistas, el Che Guevara y Fidel Castro, no lo logró, y no porque careciera de la inteligencia necesaria, sino porque lo que le faltaba era convicción. La causa por la que luchaba, en definitiva, no era más que él mismo. En la cima de su grandilocuencia, identificó sus propias ambiciones con las de sus compatriotas, pero aparte de ese paralelismo no había verdaderas razones ni ideología. Pablo defendía aquel discurso por la sencilla razón de que sonaba bien: quería ser un hombre del pueblo, un héroe para las masas. Y lo que se proponía lo conseguía.

Así pues cuantos más colombianos se volvían en su contra, más se mantenía en sus trece: porque estaba plenamente convencido de que él era el verdadero hombre del pueblo. Seguiría intentando elaborar un trato con el Gobierno, pese al creciente desdén que por él sentía, ya que una de sus mayores ambiciones era hacer realidad esa fantasía, y no podía llevarse a cabo en ciudad de Panamá o en Managua o en ninguna de las capitales de Europa o de África donde pudo haberse refugiado. A un verdadero hombre del pueblo no se lo podía desarraigar, por lo que el resto de su vida y de su lucha consistiría en volver a instituirse, siempre y cuando se aceptaran sus propias condiciones, como don Pablo, el Doctor, en Medellín, en la pequeña ciudad de Envigado donde nació.

Cuando el Ejército de Noriega lo traicionó, Pablo huyó de Panamá. Fuerzas de Panamá asaltaron uno de los complejos de procesado en la frontera con Colombia en el mes de mayo. Más tarde efectivos de la gendarmería panameña interceptaron cargamentos de productos químicos indispensables para procesar la cocaína, y algunos de los hombres de los hermanos Ochoa, incluyendo al piloto Rubin, fueron arres-lados y acusados falsamente de pertenecer a una trama para asesinar a Noriega. Pablo voló a Managua por una ruta que por poco le hace caer en manos de la DEA (Dirección Estadounidense Antidroga).

Tras sus desventuras en Panamá, Pablo reapareció en Managua, pero en circunstancias dramáticas. Un corpulento piloto y narcotraficante llamado Barry Seal había sido arrestado por la DEA en Florida, y al enfrentarse a cincuenta y siete años de prisión les había rogado que lo aceptaran como informante. El 2.5 de junio de 1984 pilotó un avión de transporte C-12.3 hasta Managua con el objetivo de recoger un cargamento de setecientos cincuenta kilos de cocaína. Una cámara fotográfica oculta en el morro del avión captó imágenes de los dos exiliados, Pablo y Rodríguez Gacha, mientras supervisaban la carga del envío. La DEA tenía la intención de utilizar a Seal para montar un timo de envergadura que lograra atraer a Pablo, a Rodríguez Gacha, a Lehder y a los hermanos Ochoa a México, donde se los podía arrestar, y llevarlos luego a Estados Unidos para ser juzgados. Estaba claro que al menos Pablo tenía la intención de continuar trabajando con Seal, pues le había entregado a éste una lista de caprichos para que se los trajera .i su vuelta de Estados Unidos. Por lo visto, la vida de prófugo había empeorado el estilo de vida de el Doctor. Pablo le había pedido al pilóto aparatos reproductores de vídeo, bicicletas de carrera, whisky escocés Johnnie Walker de etiqueta negra, cigarrillos Marlboro y algo más: un millón y medio de dólares en efectivo.

Las fotografías de Pablo y de Gacha embarcando la carga en un aeropuerto nicaragüense causaron un gran revuelo en Washington. Probaban que existía una conexión entre el régimen sandinista, de orientación marxista, y los más importantes capos del narcotráfico colombiano. Oliver North, el asesor del Consejo Nacional de Seguridad
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a cargo de coordinar las operaciones (tanto legales como ilegales) del Gobierno de Reagan contra los sandinistas, comprendió que las fotos tenían un valor publicitario inapreciable y quiso hacerlas públicas de inmediato. Ron Caffrey —jefe del departamento a cargo de controlar el tráfico de cocaína de la DEA en Washington— le pidió que no lo hiciera, pero fue imposible detenerlo. El Gobierno intentaba convencer al Congreso de que continuase financiando a los «contras» (la guerrilla rebelde y prodemocrática que batallaba contra el régimen sandinista), y la presencia de los narcos embarcando su producto desde territorio nicaragüense fortalecía aún más su argumento. La información se filtró, primero al jefe de la Región Militar Sur del Ejército norteamericano, el general Paul Gorman, quien comentó a una delegación de la Cámara de Comercio que visitaba San Salvador que «pronto el mundo entero será testigo» de que el régimen sandinista estaba facilitando el tráfico de drogas. Y finalmente fue
Tbe Washington Times
quien publicó la primicia después de que Seal hubiera entregado a Pablo sus caprichos.

Un sicario suyo siguió el rastro de Seal y lo asesinó dos años más tarde, en Baton Rouge, Louisiana, después de que el insensato piloto hubiera rehusado ser protegido por el programa de protección de testigos del Gobierno norteamericano. Cuando Pablo y Jorge Ochoa fueron acusados de haber participado en el envío de aquel cargamento de setecientos cincuenta kilos, un coche bomba explotó frente a la residencia del verborreico embajador Tambs. Cinco meses después, Tambs dejó Colombia a toda prisa y definitivamente: para el cuerpo diplomático norteamericano la embajada de Bogotá se había vuelto un destino de castigo.

Los contratiempos de Panamá y el hecho de haber escapado por los pelos de la DEA quizá convencieran a Pablo de que, al margen de la compleja situación en Colombia, allí se encontraría más seguro que en ningún otro sitio. Además, su ausencia estaba minando su hegemonía en Medellín. Cuando en octubre unos hombres secuestraron a su padre, Abel, de setenta y tres años, Pablo respondió de inmediato con una campaña coordinada y virulenta. Sus pistoleros pusieron la ciudad patas arriba, asesinando a numerosas personas, a cualquier sospechoso de estar ligado al secuestro, aunque fuera tangencialmente. Dieciséis días más tarde, Abel fue liberado ileso. Contó a sus amigos que no se había pagado fianza. El terror había convencido a los secuestradores de que era mejor soltarlo.

Después de aquello, Pablo regresó a casa. Él y María dieron una gran fiesta de bautismo para su hija, Manuela, que había nacido aquel verano en la Hacienda Nápoles. Sin importarle lo difíciles que se pusieran las cosas, el hombre más buscado de Colombia (que pronto se i (invertiría en el más buscado del mundo) había decidido librar la baúl la en el territorio que conocía mejor, el suyo. Pablo Escobar ya no volvería a dejar Colombia nunca más.

5

Durante el resto de su vida, con la excepción de una breve tregua, Pablo estuvo en guerra con el Estado. El principal punto de conflicto seguía siendo la extradición, un destino que temía más que la muerte. Pablo había dicho alguna vez: «Mejor una tumba en Colombia que una celda en Estados Unidos».

Su estrategia para evitar la extradición era la muerte, la muerte o el dinero. Su política de «plata o plomo» sería tan notoria y efectiva que llegaría a debilitar aun la mismísima democracia de Colombia. A finales de 1984 ya era intocable en Medellín. Se movía con total libertad por la ciudad, acudiendo a corridas de toros y a discotecas, haciendo de anfitrión en las fiestas que daba en sus mansiones, y todo ello mientras oficialmente se lo consideraba un fugitivo popular y poderoso, no había duda de que había comprado las voluntades de la policía y de los jueces, y el que le plantara cara entraba en la lista negra de los que morirían. En julio, el juez a cargo de la investigación del asesinato del ministro de Justicia Lara Bonilla también fue asesinado en Bogotá.

Durante el otoño de 1985 Pablo ofreció entregarse una vez más ,si el Gobierno le aseguraba que no lo extraditaría a Estados Unidos. Cuando el Gobierno se negó, Pablo se preparó para una batalla sin fin.

Formó una dudosa organización llamada Los Extraditables, cuya misión era luchar a muerte en contra del tratado firmado con los norteamericanos. De hecho, el nombre no era más que un burdo eufemismo para referirse a él y a varios de sus amigos, que eran los blancos principales del tratado de extradición. Los Extraditables le dieron la oportunidad de tomar parte en los asuntos internos del país y de escribir. Pablo tenía la costumbre de redactar extensos comunicados con una caligrafía medio letra de imprenta, medio cursiva, a menudo agrandando ciertas mayúsculas y algunas palabras para otorgarles más énfasis. Pluma en mano, solía dejarse llevar hasta el paroxismo de la indignación retórica, consciente de que las acusaciones contra él en Estados Unidos y de que las órdenes de arresto expedidas en su propio país le colocaban a un paso de acabar su vida tras las rejas de una prisión norteamericana. Su inquina contra la extradición reflejaba su instinto de supervivencia que él convirtió en asunto de orgullo nacional.

La extradición significaba una especie de insulto para los colombianos y Pablo sabía que sus comunicados llegaban al corazón de sus compatriotas. No solamente daban a entender que la nación era demasiado débil para administrar su propia justicia (lo cual era cierto), sino que Estados Unidos representaba una especie de autoridad moral superior. Pablo constituía sin duda un curioso portavoz para ese razonamiento; y expresaba, en esencia, que únicamente Colombia tenía derecho a arrestarle y juzgarle, y advirtió a los líderes que si persistían en cumplir con el tratado correría la sangre. Después de que uno de los suyos, Jorge Luis Ochoa fuera arrestado en España, Los Extraditables enviaron por fax una declaración a los periódicos, la radio y la televisión en Bogotá: «Hemos descubierto que el Gobierno intenta por todos los medios posibles extraditar al ciudadano Jorge Luis Ochoa a Estados Unidos |...|. Si Jorge Luis Ochoa es extraditado a Estados Unidos, declararemos la guerra total y absoluta a los políticos de nuestro país. Ejecutaremos sin más a los principales dirigentes».

Ya fuera por las amenazas de Pablo o la preocupación por la soberanía de Colombia —o acaso por ambas razones—, las autoridades protestaron contra la petición de extradición del traficante Ochoa por parte de Estados Unidos. Ochoa fue trasladado a Cartagena por! avión y allí salió en libertad bajo fianza, y sin perder ni un segundo desapareció.

Los principales blancos de Pablo a mediados de los ochenta eran los miembros del sistema judicial, a los que les ofreció plata o plomo. Cuando se entabló una demanda contra el tratado de extradición en 1985, Pablo sobornó a empleados de la fiscalía para que tramitaran una recomendación favorable. Acto seguido se dedicó a convencer a los jueces, uno de los cuales recibió una carta, probablemente escrita por Pablo, que decía:

“Nosotros, Los Extraditables, les escribimos |...| porque sabemos que haafirmado pública y cínicamente que el tratado de extradición es constitucional |...|. No le vamos a rogar ni a pedir compasión porque no lanecesitamos. DESGRACIADO INMUNDO. Vamos a EXIGIRLE una decisión favorable |...|. No aceptaremos estúpidas excusas de ningúntipo: no aceptaremos que se enferme; no aceptaremos que tenga vacaciones, y no aceptaremos que dimita. Usted tomará la decisión en un periodo de quince días después de la recepción de la recomendación de la fiscalía.

La carta proseguía dejando claro que una decisión en contra de la extradición sería recompensada generosamente, mientras que todo di lo de desafío conduciría a que la familia del juez fuera asesinada y posteriormente cortada en pedazos. «Juramos ante Dios y la vida de nuestros hijos que si nos falla o nos traiciona, será hombre muerto.»

Era una amenaza a tomar en cuenta; cuatro jueces relacionados con el caso (todos habían recibido cartas similares y todos se habían negado a ceder) fueron asesinados. Más de treinta jueces habían sido ejecutados desde el fatal atentado a Lara Bonilla. La duda entre la plata o el plomo tenía al funcionariado de Bogotá aterrorizado o bajo sospecha. En noviembre de 1985, días después de los asesinatos de los cuatro jueces que sopesaban el candente asunto de la extradición, el grupo guerrillero M-19 tomó por asalto el palacio de Justicia de Bogotá, exigiendo entre otros puntos que el Gobierno desistiera de hacer cumplir el tratado de extradición de 1979. Los terroristas tenían en su poder a toda la Corte Suprema y a todo su personal, dando pie a un asedio de parte de las fuerzas del Gobierno que se saldó con las muerte, de cuarenta guerrilleros, cincuenta empleados judiciales y once de los, veinticuatro magistrados. El asalto dejó tullido al poder judicial colombiano y en efecto frustró las negociaciones de paz que estaba realizando el presidente Betancur con las FARC y el M-19. Durante el asalto hurón destruidos unos seis mil expedientes de casos criminales, entre los que figuraban las actas de los procesos contra un tal Pablo Escobar. Tiempo después se informaría que Pablo y otros capos habían pagado al grupo guerrillero la suma de un millón de dólares para llevar a cabo el asalto.

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